[caption id="attachment_603" width="510"] Una imagen de The Strain[/caption]
Sí, es evidente: la cultura pop está obsesionada con los no muertos. Seres que se resisten a cruzar el umbral definitivo, para quienes las campanas no pueden doblar. Los vampiros han proporcionado a la cultura contemporánea un rico y variado rango de metáforas, que ha germinado tanto en propuestas para masas (literarias, cinematográficas, televisivas…) como en obras de ambiciones creativas muy distintas. El último en sumarse a autores como Abel Ferrara o Thomas Anderson o David Cronenberg ha sido Jim Jarmusch con la memorable Solo los amantes sobreviven. Y el mundo seriófilo, aunque sin grandes pretensiones artísticas, no se ha quedado a la zaga: True Blood, Crónicas vampíricas, Being Human, Sobrenatural, Buffy, cazavampiros, etc.
La explotación de zombis, paralelamente, no parece dispuesta a llegar a su fin. Más allá del éxito de The Walking Dead, una serie como The Leftovers también parece alimentarse, en una dimensión evangélica, de la mitología de los muertos vivientes: seres que, tras una desaparición colectiva inexplicable, quedan en el planeta resignados a vivir en sus cuerpos. Si los zombis siguen alimentando dramáticamente un buen número de ficciones (y colman cierta sed espectatorial) es porque son útiles en al menos tres situaciones: para expresar el horror de una masa sin rostro, para forzar a los personajes a vivir en grupos pequeños y aislados, y como excusa para poner en marcha una masacre sin sentir una sombra de mala conciencia. Y habría que añadir su exactitud alegórica en nuestros tiempos de letargo metafísico y resignación social.
La serie de Guillermo del Toro, The Strain (FX), adopta ambas mitologías. Combina las naturalezas míticas del vampirismo (un vampiro Master conquistando Manhattan) y el muerto viviente con la estética cronenbergiana del horror físico: se trata de una forma de vampirismo sin colmillos, una infección parasitaria que el monstruo contagia con el empleo de una larga y repulsiva lengua terminada en pinzas. El showrunner de la serie, Carlton Cuse, ha dicho que quería devolver al vampirismo aquello que estaba en sus raíces. Se quejó al Hollywood Reporter de que el género se había suavizado y romantizado, cuando los vampiros en sus orígenes siempre fueron criaturas peligrosas y terroríficas. El posicionamiento crítico de Guillermo del Toro y Chuck Hogan (productores ejecutivos de The Strian, basada en una trilogía de novelas que ambos escribieron en 2009) respecto al vampirismo contemporáneo, también camina en esa dirección.
La primera temporada de The Strain ya ha llegado a su final y anuncia una segunda entrega. No esperábamos nada extraordinario, y la serie acaba ofreciendo aquello que promete: un musculado entretenimiento sin neuronas que reivindica a la perfección y sin complejos los valores consustanciales de la serie B: la adicción a la casquería audiovisual. Cuando la ficción televisiva de perfil alto nos ha acostumbrado en el nuevo siglo a apreciar el salto de calidad con series de prestigio, el valor de The Strain consiste en asumir la necesidad de la teleficción basuril y capaz de generar sus propios códigos de lectura, de seguir entregando obras que no se tomen muy en serio a sí mismas. En todo caso, dada la implicación de Del Toro dábamos por contado cierto estilo y cierto brío estético (solo visible en algunos tramos del piloto), algo que además vendría reforzado por la participación de Cuse, uno de los artífices de Lost.
[caption id="attachment_604" width="510"] Una imagen de The Strain[/caption]
La serie arranca como si fuera un capítulo más de Fringe con el misterio del aterrizaje de un avión con todos sus tripulantes muerto. Bueno, cuatro de ellos reviven y desde luego no es una buena señal. El misterio que rodea un sarcófago y el papel que juega un millonario decrépito determinado a pactar con el Diablo ponen en marcha las investigaciones de la pandemia lideradas por el científico Ephraim Goodweather (Corey Stoll) –“¿No les gustan los terroristas? Traten de negociar con un virus”, dice a los del FBI–, que eventualmente será apartado, silenciado y perseguido por el Gobierno cuando emprende la caza vampírica junto a un viejo excéntrico, Abraham Setrakian (David Bradley) que tiene una tienda de empeños en Harlem, conserva un corazón vivo en una urna de cristal y lleva una espada colgada al cinto. Un cazavampiros con experiencia.
Lo institucional y lo vulgar, lo convencional y lo excéntrico, la metáfora política y el aroma fantástico, el sentimentalismo y la violencia explícita… The Strain convoca varios extremos en la pantalla sin decidirse por ninguno ni encontrar el equilibrio o el contraste adecuado. Personajes y diálogos son planos, las tramas rozan el absurdo y solo algunos momentos de subversión estética generan algún grado de magnetismo. Sobre todo porque tienen un encanto socioestético nada despreciable, y eso es lo que al final nos acaba seduciendo de la serie. Todo aquello de pedestre que tiene (hasta que acaba fagocitando el resto) no termina nunca de ser realmente terrorífico ni realmente cómico en su ironía, como sí ha logardo serlo el cine de Guillermo del Toro en obras como El laberinto del Fauno (2006) o Blade II (2002) y las entregas de Hellboy (2004 y 2008).
El propósito pulp es tan manifiesto que una de sus subtramas acontece en los campos de concentración nazis, con unos flashbacks que otorgan un carácter moral, histórico y legendario a la persecución del maestro de los vampiros. Así como el mundo corporativo, el terrorismo cibernético y la negligencia política alrededor de la pandemia. Los miedos de hoy en día. En todo caso, ya hemos dicho que la mitología vampírica está plenamente subvertida en la serie. Los creadores de The Strain están tan determinados a eliminar cualquier rastro de erotismo y seducción por parte de los vampiros que se aseguran de que el parásito cause la decapitación genital de sus víctimas. Ese tipo de decisiones, y de imágenes que generan, es a lo que me refiere con lo de “encanto socioestético”.