Su obra se apoya en lo ínfimo, en esos aspectos aparentemente irrelevantes que definen nuestra vida cotidiana. Lo singular y lo grandioso de las cosas mínimas. Por ellas transita la artista francesa Françoise Vanneraud (1984) desde que se licenció en Bellas Artes en su Nantes natal en 2007, momento en que una beca la trajo a Madrid, donde finalmente se quedó. Desde entonces, sus dibujos han sido siempre mapas en los que ubicarse y con los que hablar de migración, de ausencias y recuerdos. También de Habitar la frontera, como tituló en 2013 su intervención en el Museo Patio Herreriano. En esa misma línea está la segunda individual que ahora presenta en Ponce+Robles.
Sus últimas obras son un buen catálogo de Ideas de pasajes. Como en los murales y dibujos que había hecho anteriormente, también aquí se perfilan historias protagonizadas por figuras solitarias que parecen esperar algo que nunca llega a pasar. La diferencia ahora es que esos personajes somos nosotros, espectadores, convertidos en expectativa. Más o menos como la que generan las montañas y sus cimas.
Todo gira en torno a la idea de paisaje y cómo habitarlo. A eso invita directamente la obra que organiza toda la exposición, Travesía, formada por azulejos que la artista ha dibujado cuidadosamente con rotuladores, y que ocupa el espacio central de la galería. A modo de alfombra, como un mapa gigante, topografía de un lugar imaginario, está ahí para pisarlo, recorrerlo e, incluso, romperlo. De esa fragilidad habla la artista, de un espacio interiorizado pero cambiante, ese territorio dominado por las emociones donde no hay ruta fija posible. Un abismo que Françoise Vanneraud ha plasmado, también, en el tríptico llamado Trilogie, que nos lleva directamente a un sumidero. Son dibujos de ruinas ocultas, en parte, donde la vista se ve obligada a colarse más allá de lo que nos deja ver.
En un extremo de la sala, un grupo de siluetas de montañas de cristal superpuestas en la pared nos llevan a un nuevo desplazamiento visual, y nos dan una pista sobre cómo esta artista concibe el dibujo, como un ejercicio de acumulación. A veces los estruja, convirtiendo los paisajes en descartes. Otras veces, los atornilla a la pared, haciendo mucho más explícita la tensión que convierte estos dibujos en esculturas. The World Is a Sculpture, titula esas obras.
Al final del recorrido encontramos la obra, seguramente, menos lírica y más social, compuesta por 250 folios fijados a la pared sólo por el extremo superior. Todos componen el paisaje de la playa de Lampedusa, la más bella del mundo, dicen, y una de las más violentas con la llegada de la inmigración ilegal a Italia. Sólo en el últimos meses han muerto 4.000 personas. Lo sabemos por un gráfico que se vislumbra cada vez que un ventilador levanta a golpe de aire esos más de doscientos folios.
Todo acaba siendo un cuaderno de bitácora, una invitación a reflexionar sobre el viaje y la nostalgia. Esa condición extraña entre la felicidad y la desazón de celebrar el tiempo pasado y vislumbrar el vértigo del tiempo futuro.