La vida de Teresa de Jesús está llena de momentos en los que se desenvuelve con soltura y enorme poder de penetración. Así, cuando en 1577 -una época bien dura para ella-, regresa al convento de San José en Ávila, visita en su celda a una de las monjas, una joven freila de origen campesino que en ese momento está enferma, como descoyuntada y sin poder moverse. Mirándola a los ojos, Teresa le dice: “Hija, véngase a mi celda, aunque al presente está enferma y sin fuerzas, para acudir a lo que fuere necesario”. Y desde ese momento, Ana de San Bartolomé, que llegará a ser una figura relevante de la reforma carmelita extendiéndola por Francia y Flandes, cambia su papel de enferma por el de enfermera, aprende a escribir, y acompañará hasta el final a Teresa de Jesús como secretaria y confidente, ayudándola y atendiéndola en todo.
Esa capacidad práctica y visionaria está en el origen de su proyecto renovador. La que en 1515 había nacido en Ávila de familia judeoconversa es una reformadora religiosa que busca recuperar la raíz ascética del Carmelo primitivo, bien lejos de la vida mundana habitual en los conventos de su época; es uno de nuestros místicos mayores -la vía del recogimiento y la oración interior fue la suya-, y es, claro, la escritora extraordinaria que es. Este año 2015 será de intensa celebración teresiana. Ojalá sirva para leerla y conocerla mejor. Por cierto, ¿cómo la llamamos? ¿Teresa Sánchez?, ¿Santa Teresa?, ¿Teresa de Cepeda y Ahumada? Cada uno de estos nombres tiene un personaje detrás, una historia detrás, no es fortuito su uso; yo prefiero el que ella -que lo supo todo de los nombres, de sus lazos con la honra y el lugar que se ocupa en el mundo- eligió para sí. Cuando en 2001 publiqué Teresa de Jesús, me preguntaba cómo leer a una mística cristiana del siglo XVI, y cómo leerla, además, desde una posición agnóstica como la mía. La suya es una vida bien documentada pero cuya transmisión ha cargado con el peso tremendo de lo hagiográfico y lo ideológico (si no son lo mismo). ¿Quién fue -me planteaba entonces- esa mujer, enferma casi siempre y monja, en cuyos textos oímos hablar un castellano solo comparable al del Quijote, con el que nos cuenta experiencias tan subidas como las de Juan de la Cruz, y que al mismo tiempo funda conventos, dirige una reforma religiosa y se enfrenta con castas influyentes y eclesiásticos poderosos? Y que lo hace todo ya en la madurez, entre sus cuarenta y cinco y sus sesenta y siete años, edad a la que muere.
Teresa de Jesús fue una activista y, a la vez, una mística, alguien para quien lo que de verdad cuenta es el amor que siente en su relación con eso abismal, que ella denomina Dios pero que percibe en la figura de Cristo. Quizá esos dos componentes de su ser, tan infrecuentes juntos, su activismo y su vocación contemplativa, la arrastran a una escritura que brota de la necesidad interior -explicarse, conocerse a sí misma-, pero también, de la necesidad de contrastar sus vivencias espirituales con los letrados, los que “saben” y tienen poder para declararlas aceptables o heréticas. Sus textos, apasionantes, son casi todos autobiográficos -con las cautelas, naturalmente, a que su posición de mujer y no letrada la obligan.
Esta escritora, reformadora, mística, tuvo siempre el ojo de la Inquisición puesto en ella. Las pesquisas se producen en dos fases: la primera, centrada en el proceso y examen del Libro de la vida, se desarrolla desde 1574 a 1585. Cuando la autora muere en 1582 no ha habido aún veredicto exculpatorio ni definitivamente inculpatorio, y el manuscrito permanece en los archivos del Tribunal hasta 1586. La segunda fase se extiende desde 1589, año en que hay nuevas delaciones respecto a sus libros ya impresos, hasta 1607, veinticinco después de su muerte.
Teresa de Jesús o Juan de la Cruz quedaron al lado de acá de la línea que preservaba la ortodoxia, y luego la institución eclesiástica se apropió de ellos concediéndoles honores y santidad (muy rápidamente en el caso de ella, tan carismática -es beatificada en 1614 y canonizada en 1622-; muy despacio, en el de él -beatificado en 1675 y canonizado en 1726-). Con sus mismos escritos podrían haber quedado del lado de allá. Ella no tuvo nada claro, mientras vivió, a qué grupo se la sumaría finalmente y ese temor la acompañó siempre.
A veces se me ocurre imaginar cómo podría haber sido Teresa de Jesús en nuestra época. Y pienso en esa otra escritora radical, Simone Weil (pensadora, profesora, sindicalista, anarquista, voluntaria en la guerra civil española, obrera en las fábricas de Renault y en el campo), que fue activista y mística como ella, también de origen judío y absolutamente inmersa en el pensamiento cristiano (así como en el oriental y en el griego). Sus posiciones de fondo, sin embargo, no se asemejan. Para Weil aquel a quien hay que amar (que es también Dios) está ausente; afirmación que no suscribiría la mística española (aunque tal vez sí Juan de la Cruz, Miguel de Molinos...).
Teresa de Jesús fue una mujer de su tiempo y actuó con los condicionantes de una mujer de su tiempo (semejantes aún, muchos, a los que las mujeres sufren hoy). Se hace monja no porque desee serlo, sino porque no le queda más remedio -“y aunque no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja, vi era el mejor y más seguro estado; y así poco a poco me determiné a forzarme para tomarle”-, así describe su situación, y evocamos otras figuras socialmente díscolas en la ficción o la vida real: la pastora Marcela, Sor Juana Inés de la Cruz, Emily Dickinson...
Ella ansiaba una forma de existencia, como explica a sus religiosas, a la que no sé si todos querríamos adherirnos: “Porque vida es vivir de manera que no se tema la muerte ni todos los sucesos de la vida y estar con esta ordinaria alegría que ahora todas traéis y esta prosperidad, que no puede ser mayor por no temer la pobreza, antes desearla”. Leyéndola aprendemos mucho de la historia de las mujeres y de la historia de este país -de la pasada y de la reciente-, aprendemos de la vida del espíritu y, mucho, del cuerpo; hay que volver a leerla, sí.