Junto a la crónica de venganza, es quizá el motivo más recurrente del cine americano. ¿Qué es un héroe, qué representa? Sobre todo, ¿qué clase de héroe ha cultivado el imaginario de nuestros días? En definitiva, ¿qué héroes necesita el mundo? Estas preguntas siguen ocupando un amplísimo espectro del interés creativo del audiovisual americano, de su cine y especialmente su televisión. En el cine de espectáculo, la mitología pop del superhéroe ha ocupado el monopolio a golpe de franquicias, contagiando su euforia taquillera a la industria de la teleficción, pero lo cierto es que en otros géneros y formatos, la noción del american hero también ocupa un alto grado de preocupación.
Distintas propuestas con sus distintas formas de heroísmo dibujan ahora en las pantallas un retrato muy distinto al tradicional. Obviamente no es algo nuevo. La nobleza y la integridad del héroe se fracturaron hace medio siglo. De John Wayne a Clint Eastwood en realidad solo había un paso. De Scarface a Walter White también. Pero han coincidido en las pantallas una serie de retratos del héroe americano que llaman la atención por su disparidad, y que obviamente se ofrecen como espejo de la polarización de valores que ocupa la propia sociedad norteamericana, y cuya esquizofrenia y conflicto interior ha quedado reflejada en diversas ficciones, desde Homeland hasta la última película de Eastwood.
Una ficción basada en la vida de un “héroe nacional” (El francotirador), un escalofriante documental sobre un “refugiado político” (Citizenfour), una extraordinaria crónica de época en torno a un “empresario honesto” en un sistema violento y corrupto (El año más violento). Encierro a todos estos héroes entre comillas porque eso es precisamente lo que parecen proponer al espectador las propias películas que los retratan: cuestionar los métodos de su protagonista, escrutarlos desde una perspectiva ética y política, alinearnos o no con sus idearios y valores sociales.
1. La controversia que ha rodeado a El francotirador en Estados Unidos, popularizada por su arrollador éxito en taquillas, es probablemente el indicador más claro de la bipolaridad ideológica. Probablemente muchos espectadores celebran la película por los motivos opuestos a las verdaderas intenciones del filme. Una vez más, Clint Eastwood introduce la semilla de la ambigüedad en otro de sus relatos en torno al mito y la realidad. Su retrato de Chris Kyle, el francotirador más letal y condecorado del ejército americano, es tan sencillo y huidizo al mismo tiempo que en él cabe tanto la hagiografía como el escepticismo. La película está en apariencia planteada como una epopeya bélica, es decir, como el canto épico en torno a la figura de un héroe. Pero el guion de Jason Hall y la dirección de Eastwood se encargan claramente de sembrar la duda, hasta el punto de que cierta crítica asegura que, al contrario de lo que dicta la apariencia, estamos realmente ante un retrato del “patetismo” del héroe.
El extroardinario bloque final de El francotirador resulta determinante en esta disyuntiva. Discurre sobre las imágenes documentales del funeral de Kyle, preñadas de grisura, lluvia y tristeza. Es entonces, si desconocíamos la historia real, que la forja de la leyenda (de un personaje, en todo caso, al que llaman ‘The Legend’ a lo largo de la película) se empapa de ambigüedad al evocar el trauma nacional de su trágica muerte a manos de otro veterano de guerra. En los créditos finales, la propia película nos invita a preguntarnos si es realmente una epopeya lo que hemos visto. Sabedores de que la vida del héroe que sobrevivió al infierno iraquí fue sustraída una vez que regresó a su “hogar” –donde nunca más pudo sentirse en casa–, cristaliza con toda su contundencia la metáfora del “enemigo interior”. ¿Contra quien luchaba Kyle, es decir, el ejército en Irak? La entrevista con Jason Hall, cuyo guion estuvo nominado al Oscar, resulta ciertamente reveladora al respecto.
2. Algo más de suerte en la lotería de los Oscar ha tenido el documental Citizenfour, que se hizo con la estatuilla. La película de Laura Poitras es la crónica filmada de cómo Edward Snowden puso en jaque al Gobierno de Estados Unidos filtrando al conocimiento público los métodos de control y espionaje del gobierno, en connivencia con las compañías telefónicas, en su política de control social, mientras se recluía en un hotel de Hong Kong escoltado por la documentalista norteamericana y un periodista de The Guardian. A partir de la Patriot Act, se permitió legalmente “pinchar” comunicaciones y conversaciones privadas de cualquier ciudadano bajo la sospecha de actividades terroristas. Los informes de Snowden ponían al descubierto que se había convertido en una práctica común el espionaje a ciudadanos, fueran o no sospechosos de un crimen contra la “seguridad nacional”. La pesadilla orwelliana
Citizenfour narra por tanto con un detalle inédito el llamado “caso Snowden”, en una extraña conciliación entre el cine documental, la denuncia política y la información privilegiada. Desde junio de 2013, Snowden y luego sus relevos el periodista Glen Greenwald y la directora Laura Poitras fueron destilando a la prensa internacional los documentas más secretos de la primera potencia mundial. Las revelaciones que facilitó el joven informático que trabajaba en la National Security Agency (NSA) otorgaron una dimensión desconocida a la vigilancia que EEUU realiza en secreto: escuchas telefónicas, interceptación de correo electrónico, espionaje a empresas y gobiernos aliados, etc. El filme tiene por objetivo mostrar la cara oculta de la historia, y comprender así las motivaciones que llevaron a Snowden a revelar los secretos de la NSA poniendo su propia vida en peligro. Snowden asume una clase de sacrificios no tan alejados de los que asumió Chris Kyle, pero que proponen una suerte de heroísmo realmente opuesto. El nuevo héroe de la guerra cibernética. Un héroe americano para el siglo XXI.
3. Me ha intrigado por varios motivos El año más violento, dirigida por J. C. Chandor (sin duda uno de los cineastas más prometedores del cine americano, autor también de Margin Call y All is Lost), pero probablemente lo más más novedoso de este thriller con hechuras clásicas es su protagonista. En la piel de Oscar Isaac, el empresario latino Abel Morales propone para el cine americano (y su catálogo de dudosos héroes) que repensemos la formulación del sueño americano. Si cineastas que van de Sidney Lumet a James Gray pasando por Martin Scorsese o Michael Cimino han contado generalmente la culminación del éxito a partir de la corrupción, la ilegalidad y la violencia, lo que propone una película tan estimulante como El año más violento –que a su modo dialoga con los cineastas citados– es la fe ciega en el honor y la honestidad social. Morales es propietario junto a su mujer (Jessica Chastain), hija de un mafioso, de un negocio en la distribución de combustible. A pesar de las emboscadas a sus camiones, de los pleitos judiciales, los movimientos políticos y los acosos bancarios, Morales quiere construir su imperio con las armas de la honestidad y la legalidad, sin recurrir en ningún caso a la violencia a pesar de los repetidos ataques a su negocio. Es un pacifista en un mundo de delincuentes y criminales.
El filme transcurre en Nueva York, en el año 1981, el periodo que alumbró los excesos y el desplome moral del capitalismo, y el año, dicen las estadísticas, más violento de la metrópoli norteamericana. En ese escenario, la figura “emprendedora” de Abel Morales parece proceder de otro mundo. A su modo, es un verdadero antisistema, alguien que amasa fortuna y ambiciona poder pero sin recurrir a los métodos sistémicos del tejido empresarial, judicial y político, es decir, la delincuencia. Su heroicidad y nobleza se ven alteradas por la gestión contable de su empresa, que maneja su mujer de forma semiclandestina, a espaldas de los deseos de su marido. En esa colisión de métodos, en esa disyuntiva, al fin y al cabo, es en la que se ve atrapado el protagonista, un héroe romántico para el siglo XXI surgido en oposición a la corrupción generalizada de los ochenta, cuando los héroes eran gente como Gordon Gekko de Wall Street. “Para vivir fuera de la ley hay que ser honesto”, cantaba Dylan en los sesenta.