José Luis Pardo
El filósofo, Premio Nacional de Ensayo en 2005, da hoy una conferencia en el Espacio Bertelsmann acerca del papel del intelectual en el espacio público.
Pregunta.- ¿Cree que la red contribuye, con ese micrófono puesto al alcance de cualquiera, a difuminar la figura del intelectual hoy?
Respuesta.- "La red" se limita a magnificar y a hacer proliferar el estado de cosas existente, pero por sí misma no cambia las cosas. A menudo nos preguntamos: ¿Podría "la red" dar lugar a una "nueva esfera pública", a eso que se llama una "opinión pública global"? Esta es una pregunta que, ante todo, expresa nuestra indigencia, es decir, la erosión de los mecanismos que garantizaban la independencia de los intelectuales y, con ello, de la formación de la opinión pública. Y esto no ha sucedido por casualidad, sino como resultado de un programa más o menos deliberado y sistemático. De modo que, si no tenemos ni la voluntad ni los medios para restaurar esos mecanismos y reparar ese funcionamiento, enarbolar la "opinión pública mundial" no es más que un brindis al sol y un mito, un mito muy conveniente para las empresas que dominan las tecnologías de la comunicación. La existencia de una esfera pública no es una cuestión de buena voluntad ni de buena tecnología, es un dispositivo complejísimo social, cultural, económico y político que ha costado muchísimo tiempo montar, aunque su desmontaje está siendo mucho más rápido y eficaz.
P.- Entonces, ¿está condenado el intelectual a predicar en el desierto? ¿Qué papel ha de hacer en este contexto?
R.- La función del intelectual no es la de decirle a la gente (o a los políticos) qué es lo que deben hacer, como si él supiera algo que los demás no saben o pudiera ver más lejos o más claro que los demás. Tampoco creo que, como se dice a menudo, la función del intelectual sea la "crítica del poder", como si el poder fuera en sí mismo algo diabólico. Yo diría que la función del intelectual no es resolver problemas, dar soluciones, o responder preguntas, sino justamente la contraria, la de hacer las preguntas que nadie se hace porque resultan extremadamente incómodas, ya que el no hacerlas (el considerar que su respuesta es una "obviedad" que no requiere reflexión) contribuye a dar rendimientos (emocionales, mediáticos, electorales o incluso materiales) de los cuales no estamos fácilmente dispuestos a prescindir. Por eso es una función desagradable y algo perturbadora, y por eso no puede ejercerse sin independencia. Los intelectuales no pueden, por suerte o por desgracia, impedir las injusticias, salvar a los inocentes o remediar la escasez de quienes la padecen. Pero sí pueden -e incluso deben- impedir que todas esas injusticias, crímenes o abusos se justifiquen intelectualmente y en nombre de la razón.
P.- ¿Cree que la filosofía es hoy uno de los pocos terrenos ajeno al carácter efímero de nuestro mundo?
R.- La filosofía está sometida a las mismas presiones y coacciones que el trabajo científico o artístico en general, y si acaso tiene alguna menos es porque se le concede una importancia muy restringida. Lo único peculiar de la filosofía es que ella ha convertido ese núcleo del trabajo intelectual al que acabo de referirme en su trabajo específico, en su imperativo profesional. Y no porque los filósofos tengan como único fin el incordiar a los demás, sino porque el detectar y formular esas preguntas es la única manera que hasta hoy se conoce de "hacer filosofía".
P.- ¿Somos demasiado dependientes de la tecnología?
R.- La tecnología es la gran suministradora de soluciones y de respuestas, y exige de nosotros una fe inconmovible. No creo que nadie pueda estar en contra de la tecnología (me parecería simplemente una estupidez, no sólo por las innumerables ventajas que presenta, sino porque a estas alturas sería como estar en contra del ozono o del ácido desoxirribonucleico). Lo que creo es que, para bien o para mal, no podemos vivir solamente de soluciones y de respuestas, sino que también necesitamos preguntas y problemas, ese tipo de preguntas y de problemas para los que la tecnología no tiene respuestas ni soluciones. Y esto es así porque nosotros somos un problema que la tecnología no puede solucionar.
P.- En sus libros no rehúye el pensamiento hondo, "la dificultad" que exige la filosofía. ¿Cree que hoy abundan, por el contrario, los ensayos ligeros, las recopilaciones, los meros recorridos históricos...? ¿Se han banalizado el pensamiento y la filosofía?
P.- Lo que a mí me interesa no es la dificultad por sí misma (es decir, no creo que algo sea más valioso solamente por el hecho de ser "más difícil"); lo que me interesa es diferenciar la dificultad que presenta la filosofía de la que es propia de otras actividades, como tocar el violín, hacer pasteles o resolver ecuaciones. Suele decirse que lo específico de la filosofía son los conceptos, y no me parece una mala definición. Pero me importa subrayar que la dificultad de aprender filosofía, como decía Wittgenstein, no es una dificultad solamente intelectual: no se trata de "pensar con buena lógica", sino de aprender a pensar de otra manera. Y eso no suele ser fácil.
P.- En algunos ensayos se ha ocupado de la cultura del espectáculo. ¿Cree que ese estado cultural tiene su correspondencia en hechos como la corrupción?
R.- Es que la política se ha convertido también en un espectáculo. Y el problema de esa conversión es que también la corrupción se convierte en espectáculo, en un espectáculo al que asistimos para aplaudir o abuchear y que no parece tener nada que ver con nosotros.
P.- ¿Tienen los políticos merecido el descrédito que sufren?
R.- En esto que llamamos "el descrédito de los políticos" hay, obviamente, niveles. En el más inmediato de ellos, el hecho de que el descubrimiento de casos graves de corrupción suponga el descrédito de los políticos que los han protagonizado o consentido no es nada lamentable, sino algo razonable y del todo merecido, tanto más cuando no tenemos la impresión de que los propios políticos estén haciendo nada (más que retórica) para evitar que estos casos sigan reproduciéndose. Otra cosa -otro nivel- es cuando nos elevamos desde el "descrédito de los políticos" hasta el "descrédito de la política", porque en ese punto podría dar la sensación de que aspiramos a alguna "solución" (¿tecnológica?) que sea "mejor que la política". Y ciertamente hay "soluciones" drásticas, pero todas ellas, hasta donde sabemos, son infinitamente peores que la política, por muy sucia e inexacta que esta sea.