Francisco Javier Irazoki. Foto: Barbara Loyer

Publica Orquesta de desaparecidos (Hiperión), una recopilación de sus textos breves en prosa

Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) acaba de publicar Orquesta de desaparecidos (Hiperión), un libro de textos breves en prosa, de gran carga poética, que continúa el trabajo emprendido por el escritor en Los hombres intermitentes (Hiperión, 2006). Irazoki, periodista musical y poeta, bucea entre sus recuerdos, desde la infancia en Lesaka a la etapa previa a la vejez en París, y a la vez expone sus gratitudes y placeres de manera honesta y sincera deteniéndose en muchas de las personas, conocidas y/o admiradas, que le han influido para bien, renegando siempre del malditismo efectista. Orquesta de desaparecidos se suma así a otras obras del autor como la antología Cielos segados (Universidad del País Vasco, 1992), recopilación de su poesía hasta 1990; el libro de versos Retrato de un hilo (Hiperión, 2013) o las semblanzas de músicos de La nota rota (Hiperión, 2009).



P.- ¿Podemos entender este libro como un autorretrato? De ser así, ¿con qué materiales ha pintado estas páginas?

R.- Es difícil que algún libro no sea un autorretrato evidente o sutil. Incluso en la pura ficción asoman las experiencias de quien escribe. También las búsquedas más secretas. Quinientos años antes de Cristo, Heráclito dice: "Me he buscado a mí mismo". En mi caso, los materiales son la unión entre la infancia, adolescencia y juventud en mi tierra de origen, y la respuesta de lo vivido en París, donde me instalé hace veintidós años.



P.- Su infancia en Lesaka tiene un gran peso en el libro: Welles, su padre, su hermana, la naturaleza, el diccionario... ¿El tiempo poda los recuerdos de la infancia, separa el grano de la paja?

R.- Probablemente. Aunque en ocasiones lo que pensábamos de importancia minúscula siga creciendo. Tengo la impresión de que existen paisajes que sólo conseguimos mirar intensamente en unas páginas de literatura. Lo mismo ocurre con partes de nuestra biografía. Mi infancia fue una columna de asombros y preguntas.



P.- Comienza el libro diciendo que la poesía es una intensidad de la mirada y no una delicadeza decorativa. ¿Podemos entender entonces que estas prosas breves están dentro de su producción poética?

P.- Sí. Orquesta de desaparecidos es un libro de poemas en prosa. Como lo fue Los hombres intermitentes, publicado en 2006. Si tengo la buena suerte de seguir envejeciendo, escribiré un tercer y último volumen de poemas en prosa. Admito que mis textos tienen fronteras neblinosas. Han nacido de manera libre, lejos de las modas. De repente percibí el verso como una prisión donde me agotaba. Al envolver la poesía en prosa rompí una cárcel íntima.



P.- En el libro tienen una gran importancia ciertos objetos. A veces una tabla rota o una teja es mucho más que un simple objeto, ¿no?

R.- Estoy de acuerdo. Confieso mi gratitud al azar por haber nacido en una familia modesta. Ningún objeto era anodino en mi infancia. Todo lo observaba con detenimiento. Intuyo que la abundancia desorienta.



P.- Fernando Aramburu, Leopoldo María Panero, Pablo Antoñana y Ramiro Pinilla aparecen en este libro. ¿Cuál es el hilo que los conecta?

R.- El hilo rojo que los une es la calidad de sus obras literarias. Además, Pinilla, Aramburu y Antoñana tienen en común una rectitud ética que he conocido de cerca. Quise aprender de sus inteligencias. A menudo los tres dan testimonio de un entorno opaco. A veces Ramiro Pinilla y Fernando Aramburu se hermanan aún más en un fondo de ironía.



P.- En 'La casa de mi padre' se sitúa en contra de la pureza y sus banderas ensangrentadas. ¿Qué es lo contrario del ideal de pureza contra el que parece rebelarse?

R.- Lo contrario es un abrazo cultural sin paternalismos. Apuesto por la apertura, por la integración de las identidades ajenas, por el oxígeno que significan los idiomas y artes nacidos en otras culturas. Ello no se opone a ninguna de nuestras peculiaridades. La autocelebración me fatiga, el "viva yo" colectivo me parece una forma de pobreza. Y opino que esa penuria sólo puede nutrir la xenofobia, la opresión tribal, los orgullos tristes.



P.- La soledad aparece de manera recurrente en el libro y en la vida. ¿Debemos rechazarla o aprender a vivir con ella?

R.- Rechazarla sirve de poco, creo. Como al protagonista de mi texto 'Música incinerada', me disgustan los hombres fundidos en el grupo. En el bolso de cuero de aquel artista viajaban dos linternas morales: Masa y poder de Elias Canetti y El hombre rebelde de Albert Camus. A mi juicio, la obediencia y las consignas coreadas continúan siendo la base de cualquier tiranía. Al igual que el músico de mi poema, pienso que la soledad es compatible con una mesa, un plato y un techo ofrecidos a los hombres necesitados.



P.- Dice que en su momento usaban el surrealismo porque no habían asesinado al niño que fueron... ¿Usted todavía conserva a ese niño?

P.- Sí. El ciudadano adulto que soy ocupa mucho espacio. Mi niño sin asesinar espera tranquilo. Generalmente se libera con un salto de humor surrealista. Como he repetido en varias oportunidades, sólo me considero una versión disminuida de mi padre. Su gran altura física y moral era suave porque la matizaba una veta de ironía blanca, acogedora, nunca cruel.



P.- En 'Portal 1' reniega del malditismo trivial. ¿Cuál es el mejor antídoto para no caer en el malditismo efectista?

R.- Quizá el antídoto sea una mirada justa. No olvidar el dolor y, sin ser un bailarín frívolo que se desliza sobre las superficies, agradecer la vida. Siempre intenté extirpar la perla escondida en el dolor. Y que la perla se convirtiera en una pequeña lámpara para guiarme. Pero, ojo, el placer encierra otras perlas de las que aprendo.