Ramón Lobo. Foto: Javier Cuesta

El periodista publica Todos náufragos (Ediciones B), memorias en las que entrelaza su historia familiar con la de España

Antes de cubrir los conflictos armados de medio mundo (Balcanes, Sierra Leona, Chechenia, Afganistán...), Ramón Lobo (Lagunillas, Venezuela, 1955) fue contendiente en otra guerra, doméstica, la que le enfrentó a su padre. Las dos Españas colisionaron en su casa. Lobo sénior, divisionario azul y franquista hasta el tuétano, le procuró una educación sin afecto y con muchos bofetones. Ordeno y mando castrense sin margen para la réplica. Lobo hijo iba acumulando toneladas de resentimiento y, por puro despecho, afianzando un republicanismo heredado de su abuelo y su bisabuelo paternos. La guerra íntima le empujó a las guerras colectivas. Una conciencia en llamas busca el fuego. Pero, tras cortarse la coleta como reportero bélico, llegó la necesidad de sellar la paz. Su padre murió en el 83. El armisticio, por tanto, no podía firmarse con él sentado al otro lado de la mesa y rubricarlo con un abrazo. Sólo le quedaba otra fórmula, que le recomendó su psicólogo: purgar la rabia relatando los orígenes del enfrentamiento y sus capítulos más virulentos. Ese impulso ha desembocado Todos náufragos (Ediciones B).



Pregunta.- Ha tenido algún efecto terapéutico escribir estas memorias. ¿Ha hecho las paces con su padre?

Respuesta.- Pues este domingo fui a limpiar su tumba. Nadie lo había hecho estos años. Tengo la sensación de que la guerra ha terminado y ahora intento afianzar la paz. Lo que no tengo muy claro es que sean unas memorias. Mi editora habla del libro como 'Tu novela'. Puede ser una biografía, historia de mi familia, una historia de España a través de ésta... No sé.



P.- ¿Y en España, cuándo podremos hacer esas paces?

R.- Pues podríamos ir haciendo lo que he hecho yo con mi familia: hacer una revisión histórica. A mí me ha servido para ser menos dogmático, más generoso y para llevarme grandes sorpresas. Ese ejercicio va más allá de localizar a los ciento y pico mil desaparecidos. Se trata de afrontar el relato de las víctimas, de escucharlas. Y darnos cuenta de que en una guerra civil todo el mundo comete errores. No hemos sabido encontrar los referentes que supieron trascender los intereses de su tribu. Tenemos los héroes equivocados. Como el Cid Campeador, que fue un señor de la guerra que trabajó para él, en su beneficio, prestando servicios a reinos cristianos y a los de taifas, según su conveniencia. Y el que ha quedado como el malo de la película es Alfonso VI, que conquistó Toledo y se hizo nombrar rey de las tres religiones. Para la época, era un tipo muy tolerante, pero hoy en Madrid tiene una callejuela que apesta a meados.



P.- ¿Es cierto que lo de escribir este libro se lo aconsejó su psicólogo?

R.- Sí. Empecé a ir a una especie de psicoanalista cuando mataron a Miguel Gil. Todos los corresponsales de guerra andamos algo averiados pero seguimos pedaleando. Pero con su muerte sí decidí parar un tiempo. Estuve como cuatro meses y luego lo retomé cuando mataron a Julio Fuentes. Luego pasé a otro que es mucho más interventor. Me puso frente a un espejo para que contemplara mis contradicciones. Él, María [su actual pareja] y el libro de mi madre fueron quienes desencadenaron la escritura. Soy duro con mi padre pero también conmigo, porque, desde luego, no siempre tuve una conducta ejemplar en este conflicto.



P.- ¿Por qué le afectó tanto la muerte de Miguel Gil?

R.- Dos días antes de que le mataran cenamos juntos en Sierra Leona en un restaurante libanés, con Gervasio Sánchez y Javier Espinosa. Me enteré recién aterrizado en Madrid. Me provocó una gran impresión. Es la primera vez que me di cuenta de que en mi trabajo no éramos inmortales.



P.- ¿Echa de menos la guerra? Entiéndame: la descarga de adrenalina, la plenitud profesional...

R.- Cuando estás en la movida, sí. No por la guerra y la adrenalina sino porque estás haciendo lo que te da la gana. Estar lejos de la redacción es donde mejor se puede estar. Ahora ya no, porque la guerra te da una imagen exagerada de la realidad, casi falsa de la cotidianidad de la gente. Lo que más me interesa son las preguerras y posguerras, que es cuando podemos entender más profundamente los conflictos. Estos días veo a la gente haciendo cola para comprar lotería. Yo compro muy poca porque a mí ya me ha tocado varias veces, casi cada día: estoy vivo en mundo donde puedo comer tres veces al día, tengo agua caliente, puedo estudiar...



P.- Hay un pasaje emocionante en el que habla de cómo la guerra dispara el valor que se le concede a las pequeñas cosas: un cigarro americano, un lingotazo de wishkey, un rayo filtrado por la ventana... ¿Cuál es la lección más importante que le ha brindado la guerra?

R.- Precisamente eso. Vamos como pollos sin cabeza corriendo todo el día sin saber que la vida se acaba en un punto. Me encanta el poema Ítaca de Cavafis, que nos enseña que lo importante es el viaje, no el destino. El dolor extremo a tu alrededor te confronta contigo mismo y te hace constatar lo privilegiado que eres.



P.- ¿Qué papel puede jugar el reporterismo en una guerra tan canallescas para el oficio como la de Siria?

R.- Pues seguir preguntando e intentando responder de dónde sale la energía con la que nos calentamos en invierno, de dónde salen las armas con las que combaten los islamistas... Es una profesión muy arriesgada, sí, pero con mucho futuro. Sin ella la democracia es impensable y ganarían siempre los malos. El periodismo debe impedir que, tras una tragedia, la gente pueda escudarse en decir que no sabía sus causas. De todas formas, la responsabilidad de la desinformación no es sólo de los periodistas, también es del que debería ser su público, que no lee. La educación, sin duda, es la clave. Y en España es un desastre, con leyes cambiantes según el gobierno y métodos decimonónicos para afrontar un mundo incierto.



P.- ¿En qué estado ha quedado la prensa española tras ser barrenada a golpe de ERE?

R.- La veo mal. Pero siempre encuentras cosas buenas, a título individual, incluso en La Razón. El principal problema es su falta de visibilidad y que ha caído en manos de los bancos, un sector que no ha dado una imagen ejemplar en la crisis. Los criterios gerenciales han descabalgado los periodísticos. Y el debate estrictamente periodístico se ha ido diluyendo en las redacciones. Ahora con el director o el redactor jefe se habla más de los gastos de una cobertura que del enfoque de la misma. El dinero no debería capitalizar el debate en ese plano.



P.- Cuenta que el Rey intercedió en favor de una tía suya republicana exiliada a su vuelta de México. Ella era viuda de Manuel Rivas Cherif, hermano de Cipriano, el director de escena, que a su vez era cuñado de Azaña. Un gesto generoso y llamativo.

R.- No sé si sería el Rey directamente o la Casa Real. Mi prima, la que escribió al Rey, aprovechó el clima político de rehabilitación de Azaña para hacer la solicitud de una plaza en una residencia de ancianos. Yo creo que cuando se critica globalmente la transición nos equivocamos, también cuando la ensalzamos globalmente. Hay muchos matices.



P.- También se suma al coro elogioso a Cháves Nogales pero advierte que su obra sobre el Madrid cercado durante la guerra civil no proviene de una contemplación directa de su sufrimiento.

R.- Se marchó en noviembre del 36, con el gobierno. Momentos clave, como cuando Miaja se presenta en el frente de Ciudad Universitaria porque los soldados y milicianos estaban desertando, y se saca la pistola advirtiendo que mataría al primero que se moviese, no los vivió de primera mano. Lo cuenta en una crónica fantástica pero no estuvo allí. Eso le diferencia del Orwell que escribió de Cataluña y del POUM.



P.- Usted sí estuvo allí. En cierto modo: el asedio de Sarajevo le retrotrajo al de Madrid, una sensación en la que coinciden muchos corresponsales españoles destacados allí.

R.- Lo sentí desde que llegué. Madrid fue la primera ciudad bombardeada por la aviación. En Sarajevo, en cambio, era la artillería apostada en las montañas de alrededor la que la martirizaba. Pero la sensación debía de ser muy similar. También eran guerras envueltas en halo romántico, donde los buenos y los malos estaban claros, aunque luego eso, ya sabemos, no es tan nítido. Las conferencias internacionales de no intervención en el conflicto fueron una farsa que sólo favorecía a los agresores.



P.- ¿Qué consejo le daría a los políticos que deben decidir cómo combatir al Estado Islámico?

R.- El bombardeo como única opción es la prueba de un fracaso. Pueden ser útiles dentro de un programa global. Hay que estrangularlo económicamente. Y ahí puede ser útil bombardear los canales de distribución de petróleo y armas. Pero esto último es difícil, porque somos nosotros los que, directa o indirectamente, estamos suministrándoselas. Hay que atacar el cibercalifato también, porque en internet son muy buenos. Y hay que trabajar con educación la banlieue. Lo que no tiene sentido es bombardear Raqqa por la misma razón que no bombardearíamos Molenbeek. Aunque ambos lugares son focos de cultivo del yihadismo, hay mucha gente allí que no está con los radicales. El bombardeo indiscriminado es un desastre y una barbarie.



@albertoojeda77