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Habría que considerar el piloto de Vinyl como la nueva película de Martin Scorsese en llegar al gran público, mientras prepara su regreso a la gran pantalla con el biopic Sinatra, proyecto largamente acariciado. Vinyl es la nueva serie de la HBO con la que regresa el tándem creativo de Boardwalk Empire –Scorsese y Terrence Winter–, flanqueados esta vez por nada menos que Mick Jagger como productor ejecutivo, y cuyo hijo, James Jagger, interpreta a una revelación musical en la serie, pionero del estallido punk a principios de los setenta. Las coordenadas de Vinyl no podían ser en principio más atractivas: estética setentera, industria discográfica, Bobby Cannavale de protagonista.
Si recuerdan, Cannavale es esa fuerza salvaje que interpretó al villano Gyp Rosetti en la tercera temporada de Boardwalk Empire. De su energía física, del caos y la demencia que transmiten su mirada, se alimenta sin duda una serie que se suma a la salvaje poética del exceso en la que Scorsese anda confortablemente instalado. Junto a El lobo de Wall Street, la serie podría formar un díptico que sintetizara las raíces dementes y los traumas descontroladas del último medio siglo de la historia americana, con las montañas de coca como santo y seña del atrezzo y la narrativa. No en vano, los personajes de Vinyl nunca terminan de ser dueños de sí mismos, no solo en el drama en el que se mueven –un relato de historia de ficción en un contexto histórico–, sino que parecen copias de otras copias, bien sean de películas de Scorsese o de otras series.
El poder y la energía de Vinyl es indiscutible. La variedad musical siempre busca el fervor de la escena, los biorritmos que nos propulsen a un estado de euforia, aunque narrativamente no encuentra necesaria justificación, pero la sensación de que el televidente debe estar puesto de coca, como sus personajes, es un mandamiento. Sexo, drogas y rock & roll, claro. Puro formalismo scorsesiano. El piloto de casi dos horas es prácticamente un contenedor de autocitas, desde Malas calles hasta El lobo de Wall Street pasando por Uno de los nuestros y Casino, es decir, todas las “épicas de cocaína”. Por supuesto, no falta la intervención del crimen y la mafia en los negocios de la música. Y ahí es donde la serie siembra, de momento (van tres capítulos), el escepticismo que provoca.
La servidumbre a una trama se impone. El relato sigue a Richie Finestra, fundador de la discográfica American Century, que está a punto de vender a la multinacional alemana Polygram para evitar su quiebra. En un delirante descenso a los infiernos de la violencia estimulada por el polvo blanco, Finestra comete un crimen irreversible, y todas las alarmas y los tormentos se encienden. A mí me gustaría que la serie se concentrara más en el ethos que en pathos, en el ambiente y los tiempos musicales que en una trama desarrollada en torno a la criminología y los traumas psicológicos del protagonista, que no en vano hemos visto ya muchas veces. Me gustaría, en definitiva, que la serie tuviera más puntos en común con Treme –como laboratorio musical– que con la sofisticación narrativa de Boardwalk Empire. O al menos que lograra equilibrar ambos polos.
En todo caso, aún la serie tiene que definirse, aunque sea perfectamente consciente de las herramientas con las que trabaja y emane como una muestra más del grado de estilización de diseño en el que se ha convertido “la firma Scorsese”. La noción del reciclaje y el extremo control del plano delatan la banalización del tema. No sabemos exactamente si Vinyl tratará sobre el enloquecido negocio del rock en los setenta o si será más bien un contexto de fondo para los familiares retratos del submundo del crimen y la mafia. Probablemente una combinación de ambas. Por lo pronto, las píldoras musicales funcionan razonablemente bien, concebidas y realizadas con clase, gusto y conocimiento, más bien con un sentido atmosférico o anecdótico. Los “invitados históricos estrella” de cada capítulo –Robert Plant, Lou Reed, Alice Cooper, etc–, verosímilmente reencarnados por los actores escogidos, al menos no generan el rechazo que generalmente provocan en los biopics musicales de Hollywood. Es un triunfo tanto a nivel dramático como, si queremos, formal.
Algunos instantes que me han interesado especialmente de la serie son las secuencias dedicadas a Andy Warhol y la Factory. Lo habitual en toda encarnación de Warhol en el cine es convertirle en una parte más del ambiente, un figurante excéntrico y con peluquín, pero en Vinyl sus apariciones tienen un objetivo mayor relacionado directamente con su trabajo. La primera vez que le vemos es mediante flashback, a sus años screen-test, esos planos fijos de tres a cinco minutos en los que escrutaba el rostro humano, sobre todo de celebridades, desafiándolo con la dilatación del tiempo convencional. El personaje se transformaba en persona, el espectador puede “compartir” el paso del tiempo con Lou Reed o Nico o Dalí o Ginsberg o Dylan o Sedgwick, con la esperanza de que revele frente a la cámara un rostro verdadero, sin máscaras, más allá de lo icónico.
Vinyl logra dotar de un significado dramático –la revelación del amor– y audiovisual la recreación de esos screen-tests warholianos, que en el capítulo tercero (dirigido por Mark Romanek) emplea para señalar el momento en que arte y comercio, estética y capitalismo, se funden del todo. Un cuadro de Warhol tiene el valor de su cotizada firma, nos muestra este episodio con lucidez y pertinencia. Nos preguntamos si Vinyl también tiene el valor de su firma. O si con el tiempo podrá trascenderla.