Javier Calvo. Foto: Milton Läufer
La traducción literaria vivió una larguísima época dorada, una Edad Heroica, como la llama Javier Calvo (Barcelona, 1973), en la que era ejercida por monarcas, sabios y poetas; en la que los traductores en general eran considerados tan importantes como los sacerdotes o los chamanes, pues obraban el milagro del entendimiento entre culturas y la difusión del conocimiento. Calvo, escritor y uno de los traductores literarios más reconocidos de nuestro país, contrapone en su ensayo El fantasma en el libro (Seix Barral) este pasado esplendoroso a la precariedad de hoy, marcada por tarifas de saldo y la castración de cualquier atisbo de creatividad.
Pregunta.- Muchos traductores luchan para que sus nombres aparezcan en las portadas de los libros, pero para usted la invisibilidad no es un agravio sino todo lo contrario: una meta.
Respuesta.- La invisibilidad del traductor literario es connatural a su tarea, debemos aspirar a ella. Pero, paradójicamente, para conseguir que una traducción sea más fiel, más invisible y, en definitiva, más efectiva,
hay que darle un poco más de espacio al traductor para que cree, para que sea más artesano, como antes. Pero hoy
la traducción se ha devaluado al convertirse en un proceso industrial.
P.- En este ensayo contrapone dos estilos de traducción, una más literal y otra más libre que, sin embargo, busca reproducir de manera más certera el sentido y el estilo de la obra original. ¿En qué momento de creó esta dicotomía?
R.- No hubo un punto de inflexión, ha sido un proceso en el que confluyen varios factores. Quizá la fuerza motriz del cambio fue la desacralización de la traducción. Durante siglos, esta era una experiencia muy esotérica, porque la comunicación entre idiomas no era fluida ni cotidiana. Incluso en la España del siglo XIX, traducir un poema de Rimbaud era algo que podían hacer pocas personas. Se atribuía esta capacidad a los poetas y se les tenía una alta consideración como traductores. Después llegaron las ediciones bilingües y se empezó a traducir la poesía en prosa, reproduciendo simplemente el sentido del contenido. Esta lógica se fue aplicando a todos los géneros y ahora se valora más el conocimiento estricto de los idiomas por encima de la creación literaria. Ha sido un proceso gradual desde la máxima libertad que tenía el traductor en la era moderna, cuando tenía la mente puesta en el lector más que en la fidelidad al original. Ahora es al contrario, tienes encima de ti a
un equipo de correctores vigilando que no hayas puesto demasiado de tu parte y que la traducción sea bien literal.
P.- En relación con esos dos estilos, señala dos actitudes opuestas representadas por Borges, que defendía la traducción creativa, Nabokov, que era profundamente escéptico acerca de la traducción y solo admitía la literal, que consideraba un mal menor.
R.- El ensayo es completamente borgiano. Empieza la discusión con esta perspectiva de Borges y continúa con la corriente de pensadores de la traducción de la que forman parte él, Octavio Paz y César Aira. Todos ellos defendieron la traducción creativa. Yo estoy convencido de que esa es la forma correcta de traducir. Un ejemplo:
Aira decía que la primera frase de Moby Dick, "Llamadme Ismael", habría que traducirla como "Podéis tutearme" para ser más fieles al original.
P.- De los autores vivos que usted ha traducido, ¿cuál se ha mostrado más displicente con su labor?
R.- Yo evito el contacto con los autores que traduzco como si fueran la peste. En ese sentido me estoy convirtiendo cada vez más en un bicho raro, porque la tendencia actual es ponerse en contacto con ellos en cuanto se recibe el encargo para poder
consultarles las dudas que surjan durante la traducción. Eso es aberrante, es hacer trampa. A un traductor se le presupone la competencia para poder resolverlas por sí mismo. Si lo haces con los autores muertos, que son la mayoría, también deberías poder hacerlo con los vivos. Dicho esto y respondiendo a la pregunta, las pocas veces que
David Foster Wallace habló del tema mostró un escepticismo completo hacia la traducción.
P.- Otra tendencia negativa que recoge en el libro es la creación de un español neutral para la traducción y que está emparentado también con el lenguaje que se usa en los doblajes de las películas. ¿Cree que eso acaba afectando a la riqueza del idioma?
R.- Yo cargo mucho las tintas en este tema porque es el gran problema de la traducción hoy en día. El proceso industrial de la traducción tiene como meta el aplanamiento del idioma, la imposición de
un estándar arbitrario cada vez menos flexible que excluye al 95% de los hablantes de español, tanto los de América Latina como los de la península que se expresan con otras variedades del idioma. Esto conduce a
un idioma muy correcto pero extremadamente empobrecido.
P.- ¿Se ha visto obligado a aplanar su estilo por culpa de esto?
R.- Todos lo hacemos porque ya hemos interiorizado estas prácticas y porque no tenemos muchas armas para enfrentarnos con el sistema. No obstante, dentro de los traductores literarios, yo soy un privilegiado porque tengo 20 años de experiencia y una carrera literaria que supuestamente me avala, pero el traductor literario medio está más indefenso. Además, no tienes la motivación suficiente para cambiar las cosas, porque
para lo que te van a pagar haces lo que los editores quieren y ya está.
P.- ¿Con qué tipo de proyectos se ha sentido más libre y ha disfrutado más?
R.- Con muchos. Aunque me ha costado 20 años, afortunadamente ahora tengo dos tipos de proyectos: los alimenticios, de autores con cierto renombre para grandes y medianas editoriales, y los que hago por iniciativa propia con editores amigos y autores subterráneos, que me resultan mucho más gratificantes. Por ejemplo, mis
traducciones para Alpha Decay de Iain Sinclair, al que busqué editorial durante diez años;
las de Colin Wilson para Libros del Silencio; o todo lo que hago para
La Felguera, una editorial que está completamente fuera del sistema, no hay nadie más underground que ellos.
P.- En el libro señala la enorme diferencia entre las tarifas de Estados Unidos, unos 43 euros por página, y las de España, unos 12,5 de media. ¿Desde cuándo ocurre esto?
R.- Siempre ha sido así.
En España, y por lo que sé, también en América Latina, siempre ha imperado una cultura de maltrato al traductor. Miembros de otras generaciones anteriores a la mía me dicen que antes el trabajo era más gratificante pero que también cobraban una miseria. Esto pasa en España y en países como Grecia o Portugal, pero no en la mayoría de los países europeos, ni en Estados Unidos o Japón. Yo
estoy casado con una traductora americana que cobra el triple que yo y tiene unos contratos y unas protecciones legales envidiables.
P.- Supongo que depende del autor, pero ¿cuánto se tarda más o menos en traducir una página? Es decir, ¿a cuánto tiempo de trabajo equivalen esos 12,5 euros?
R.- Es completamente imposible de calcular.
Una página de Nabokov es como diez de Hemingway, por eso no tiene sentido pagar por página. Además no hay una velocidad estándar. Hay gente que invierte dos años en una traducción académica y otro que hace una traducción puramente comercial a lo mejor tarda dos meses.
P.- También dedica unas páginas al fenómeno de la traducción automática. Aunque es cierto que se están perfeccionando continuamente los algoritmos y el corpus de ejemplos que manejan robots como el traductor de Google, ¿realmente cree que acabarán sustituyendo a los traductores humanos?
R.- Sí, lo creo, pero no deja de ser una opinión basada en el fatalismo y es difícil hacer predicciones sobre un proceso que está aún en una fase temprana.
@FDQuijano