El final de la quinta temporada de Louie era bien extraño. Louie, que en el mismo capítulo se había vestido de soldado yanqui en una especie de mercado ambulante, cuelga el retrato en la nevera y se inventa para su hija una historia sobre sus ancestros. La serie caracterizada por su radiografía estupefacta de lo que significa vivir en el Nueva York del siglo XXI se clausuraba (de momento) con la mirada puesta en un pretérito ficticio, como si respondiera a la necesidad de vincularse con un pasado igualmente extravagante. Precisamente es en esa tensión entre el pasado y el presente donde Horace & Pete, la nueva serie (sorpresa) de Louis C. K., ofrece su talante más conmovedor, agrio y trascendente. ¿Pero qué es exactamente Horace & Pete? ¿Qué añade a la evolución de Louis C. K. como autor? ¿Cuál es exactamente su naturaleza?
No son preguntas de fácil respuesta. El mecanismo de distribución de la serie ya es de por sí tan insólito como pertinente. Sin ningún tipo de publicidad ni anticipos en la prensa, desde la nada promocional, Louis C. K. envió un mail a los suscriptores de su página web con el primer episodio (de más de una hora de duración) descargable por 5$. Comunicaba que iría colgando episodios regularmente (a un coste de 2$ el segundo y 3$ el resto), sin determinar cuántos habrá, cosa que ha ido haciendo con una regularidad semanal hasta el noveno.
La serie podría expandirse si la caja registradora on-line sigue financiando el proyecto, es decir, si encuentra la demanda suficiente para su oferta. Tal y como lo define Louis C. K. en el correo, se trata básicamente de una producción artesanal, “un tipo que paga la versión de una serie que generalmente es producida por una gran corporación”. Siguiendo la estrategia de producción y venta de sus shows cómicos en vídeo (con los que se hizo millonario), se salta las formas tradicionales de producción y distribución: elimina al mediador. Todo empieza y termina en él: creador, escritor, director, montador, actor, productor… y distribuidor / exhibidor.
El fondo de la cuestión probablemente es que, después de Louie, una serie de este tipo, de formato y duraciones anárquicas (capítulos que varían entre los 30 y los 67 minutos de duración), con una narrativa que solo obedece a sus propias leyes no escritas, que además no resulta especialmente optimista ni colorida, más bien ocre y amarga, y que encuentra su extravagancia en los moldes clásicos del teatro filmado, seguramente nunca la hubiera producido un canal convencional. La teleficción es audaz, pero quizá no tanto.
Con Horace & Pete Louis C. K. parece de nuevo dispuesto a reformular los paradigmas de la ficción televisiva, pero ya no solo se contenta en hacerlo desde el punto de vista creativo (como en Louie), sino también industrial. La propuesta surge y coexiste en algún indeterminado punto entre la televisión, el teatro, el cine, las webseries y los productos culturales on-line. Recuerda a Cheers como marco de la ficción, con diálogos y personajes de Arthur Miller o Eugene O’Neill, y también remite a la audacia y el peso de Bergman para los dramas interiores, como el tercer capítulo: el monólogo de veinte minutos de la aventura erótica que Horace (Louis C. K.) escucha de su exmujer, añadiendo aún más volumen al pasado de los personajes, a quiénes son y de dónde vienen: esa es una de las grandes conquistas de la serie, el modo en que va añadiendo complejidad psicológica a los hermanos propietarios del bar: Horace, Pete y Sylvia.
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La puesta en escena de Horace & Pete presume de su aspecto teatral, apenas dos sets con cuatro cámaras fijas filmando escenas mucho más largas de lo habitual en televisión, respetando el tiempo real (y por tanto la continuidad interpretativa de los actores), sin apenas cortes ni trabajo de edición. La mayor parte del presupuesto se destina, no cabe duda, al extraordinario reparto que acompaña a Louis C. K. en la aventura: Steve Buscemi, Alan Alda, Jessica Lange, Eddie Falco, etc. Entrar en el bar Horace & Pete’s que da título a la serie es como entrar en un Cheers deprimido. Todo entre sus paredes es posible, incluso la visita del alcalde de Nueva York o las apariciones fantasmagóricas.
El drama, siempre canalizado a través de un humor que bascula entre la ternura y la crueldad, domina el tono de la serie, al que magistralmente pone música y letras una composición original de Paul Simon (otro importante pellizco al presupuesto), de esas que automáticamente invocan a la nostalgia, la resignación, el dolor de estar vivos. Acaso Horace & Pete trate exactamente de eso, del dolor de una familia disfuncional, de cómo nunca se puede huir del pasado, de las cicatrices del tiempo y los latidos de la rutina, y de cómo solo una ética humanista puede redimirnos. El primer episodio establece los parentescos entre los personajes y las cuitas con la herencia familiar de una cervecería centenaria. Unos quieren perpetuar el negocio (el legado), otros venderlo. Es una guerra fratricida que dará lugar a la reunificación familiar.
Entre las clientas del bar hay una mujer llamada Tricia (Mari Dizzia), que compartió frenopático con Pete (Buscemi), y que se caracteriza por soltar incontrolables y ofensivos exabruptos mientras habla de temas muy serios y trágicos. Esta alteración psicótica del personaje sintetiza de forma brillante el tono bipolar de la serie –la risa que surge en el corazón de la tragedia–, que como siempre en Louis C. K. extrae diamantes del contraste y las fricciones entre drama y comedia. La cruel honestidad del capítulo sexto, en el que Horace y Sylvia echan por tierra la cita de su hermano Pete con una joven, es un buen ejemplo de cómo la franqueza de los personajes –que siempre están dispuestos a decir lo que piensan, por doloroso que sea– es el canal transmisor de la honestidad con la que Louis C. K. trabaja sus ficciones.
El personaje interpretado por el gran Alan Alda, patriarca familiar, es un cascarrabias sin pelos en la lengua que seguramente haría buenas migas con el Kowalski (Clint Eastwood) de Gran Torino. Todos los personajes, incluso los secundarios, son peculiares y excesivos –desde la alcohólica interpretada por Jessica Lange hasta el novio de la hija obesa de Horace, que protagoniza una escena maravillosa–, pero Pete es el catalizador de la trama. Más bien su desaparición, contada cinematográficamente como acaso lo hubieran hecho Jean Renoir o Terrence Davies. El final del cuarto episodio se detiene un tiempo significativo en la puerta de salida, acercándose lentamente, como si quisiera seguir más allá del umbral los pasos de Pete quien, con un arma en el bolsillo, hace mutis por el foro. Cruza la puerta y Louis C. K. nos obliga a observar, a sentir, el vacío que ha dejado. Entenderemos ese final trascendente y misterioso cuando en el siguiente capítulo descubramos que los personajes regresan al bar después del funeral de Pete, que se ha suicidado.
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Este tipo de soluciones poéticas, aparentemente sencillas, son las que no podemos encontrar en ninguna otra ficción televisiva, como el plano-contraplano que ocupa todo el metraje del tercer episodio o el extraordianrio, hilarante bloque final del octavo capítulo, que plantea una simpática situación en torno a las parejas interraciales. La tensión entre pasado y presente queda apuntalada por los debates entre los clientes sobre Donald Trump y otros asuntos de actualidad, que tienen lugar entre las paredes históricas de una cervecería que mantiene la misma decoración de principios del siglo XX, y en cuyos suelos, nos dicen, han fallecido muchas personas.
El final del noveno capítulo, en el que los espíritus de los muertos se pasean por el bar, Louis C. K. rinde su especial tributo al cómico Gary Shandling, que fallecía esa misma semana. Con una cita suya, apela al voto de silencio “porque el mundo es demasiado ruidoso” y “las respuestas están en el silencio”. Con su silenciosa y delicada obra maestra, Louis C. K. nos protege de ese ruido por unos momentos. Una serie (o lo que sea) realmente histórica.