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La anterior película de Terrence Malick, To the Wonder (2012), recuadó poco más de medio millón de dólares en Estados Unidos, alrededor del millón internacionalmente, y eso ha mermado la voluntad de las distribuidoras que pudieran estar interesadas en estrenar su último trabajo, Knight of Cups, presentado el año pasado en el Festival de Berlín –la cola rodeaba el Postdam Palace– y estrenado hace apenas unas semanas en Estados Unidos. En nuestras salas no hay expectativas de que vaya a estrenarse.
En su segundo periodo filmográfico, que se ha revelado extraordinariamente prolífico para un cineasta que hasta El árbol de la vida (2011) apenas había estrenado cinco largometrajes –cinco obras maestras– en cuarenta años, Malick parece haber ingresado en la nómina de los autores malditos y, por tanto, porosos al culto de la cinefilia. La crítica desde luego no ha sido generosa con sus tres últimas películas. Más bien al contrario. El árbol de la vida abrió una fractura irreparable, colocando a los correligionarios y los detractores en posiciones irreconciliables y extremas. O se es pro-Malick o se es anti-Malick, pues cualquier indeterminación delata la impostura de los críticos frente a aquellas películas que realmente desafían las convenciones del cine y los espacios de confort del espectador y, por tanto, piden a gritos que sean evaluadas, analizadas, estudiadas por los especialistas. ¿Genialidad o fraude? Tratándose de Malick, no parece haber lugar para el término medio.
La radicalidad de To the Wonder, que algunos interpretaron como una parodia involuntaria de los tics malickianos realizada por el propio Malick –hasta tal punto era el grado de amaneramiento de estilo en el que se abismó el cineasta–, puso aún más tierra de por medio entre lovers y haters, y mientras las pasiones se desbocaban también lo hacían los odios encendidos. El autor de La delgada línea roja (1998), que es donde realmente empezó todo, se precipita con Knight of Cups (2015) todavía más al fondo de sus ideas sobre lo que el cine, al menos para él, ha llegado a ser o, quizá, puede aún llegar a ser en este nuevo siglo. Si To the Wonder era para sus detractores como un ñoño anuncio de perfume con pretensiones metafísicas alrededor del sentimiento amoroso, para sus defensores es acaso tan valioso como el ensayo Sobre el amor en la obra de Stendhal o Diario de un seductor en la de Kierkegaard, además de una declaración de guerra a la puesta en escena cinematográfica tradicional.
Este último es, en mi caso, el aspecto que más me interesa del último Malick. Más allá de sus conquistas o fracasos subjetivos –¿emociona o no emociona?, ¿intriga o aburre?, ¿me gusta o no me gusta?–, que cada espectador gestionará como buenamente pueda, creo que el valor de To the Wonder y de Knight of Cups, películas gemelas en lo formal, reside precisamente en su subversión narrativa. To the Wonder tenía un guion, y el guion se rodó, los actores, entre ellos Javier Bardem, interpretaron sus diálogos, pero luego Malick se olvidó del guion en el montaje y fue depurando, añadiendo la particular polifonía de voces en off de su cine, hasta quedarse con la película que hoy conocemos: el flujo de rostros, voces, cuerpos, músicas, atmósferas, paisajes, objetos y toda suerte de imágenes poéticas que más que narrar, evocan un sentimiento, un estado del alma.
En el cine malickiano desaparece el concepto de escena como unidad narrativa. Knight of Cups ambiciona un discurso coalescente a partir de la fragmentación, de la radical atemporalidad y distinción entre los sueños y la vigila, las situaciones y las ideas, el pasado y el presente. De tal modo, el panteísmo que cimenta la obra del cineasta encuentra su equivalencia cinematográfica mediante una narración que solo responde al flujo de la conciencia, como la literatura automática que no se debe a estructuras y narrativas causales. En su agresiva abstracción, desaparece acaso el propio concepto de relato. ¿Qué nos cuenta Knight of Cups? Christian Bale interpreta a Rick, un escritor de Hollywood millonario pero visiblemente infeliz, adicto al dinero y las mujeres, entregado al hedonismo de las fiestas de lujo y el desenfreno vital mientras se pregunta por el sentido del amor y hace balance de su vida, marcada por la relación con su padre (Brian Dennehy), su hermano menor, su exmujer (Cate Blanchett) y cuatro amantes (Imogen Poots, Teresa Palmer, Isabel Lucas y Natalie Portman), todas ellas fuentes de un amor indisociable del dolor.
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Malick parece empeñado en romper las leyes del tiempo y de la causalidad narrativa para explorar el motor pasional del mundo. Aunque los materiales son los del melodrama, Knight of Cups no es ni de lejos un melodrama. Es un soliloquio, una plegaria, una confesión, una caída en abismo a los laberintos de la memoria y la fabulación sentimental. Un prólogo bajo las influjos de una aurora boreal, de una leyenda sobre un caballero adormecido (el vacío interior de Rick) y de las cartas del tarot (que dividirán el relato en capítulos conceptuales: la Luna, el Juicio, la Alta Sacerdotisa, la Muerte, la Libertad) dan paso a un perpetuo estado de sonambulismo, en el que lo que trasciende no es lo que ocurre, sino lo que debemos sentir en la piel de un ser que lo tiene todo pero está completamente vacío por dentro. A medida que avanza el filme, se va haciendo plenamente evidente el sentimiento de contrariedad que provoca en Malick la vida de los privilegiados de Los Angeles –encarnado en el personaje de Antonio Banderas–, y su convencimiento cristiano de que el amor es la causa y el final de toda decisión humana.
Knight of Cups indaga en el mismo sentimiento errático y desapasionado que retrataba Sofia Coppola en Somewhere (2010). Allí era un actor de Hollywood igualmente incapacitado para experimentar el placer (lo que en términos médicos se llama “anhedonia”), preso de aquello que Pink Floyd acuñó bajo el afortunado título Comfortably Numb (“cómodamente adormecido”), pero mientras la cineasta de California lo hacía con una película radicalmente materialista y observacional, haciendo emerger la vida interior del protagonista mostrando su rutina exterior, Malick lo hace mediante la radicalidad etérea e introspectiva, descomponiendo el interior de la mente del protagonista en relación con un mundo exterior inaprensible, siempre fugaz, traducido en un montaje de jump cuts que busca la permanente asociación de ideas visuales. Bale, que transita como un fantasma prácticamente por todos los planos del filme, no dice ni una sola palabra en escena, siempre le escuchamos en voice over.
Gran parte de la crítica ha estigmatizado la última etapa de Malick por las razones equivocadas: su supuesto mesianismo religioso. Juzgar al autor de Días del cielo (1978) por sus ideas cristianas sería tan erróneo como despreciar las conquistas cinematográficas de Bresson, Dreyer o Rossellini, todos ellos cineastas que nunca ocultaron la raigambre católica de su cine. Quizá ya va siendo hora de que a Malick, como a aquellos, se le empiece a valorar por los hallazgos y los desafíos de su poética audiovisual antes que por sus creencias. Su fe descansa en el cine del siglo XXI.