A Gabriel Montoya Vidal lo llamaban Baby su familia, los amigos y el mundo de la noche y del narcotráfico de Avilés en el que empezó a moverse en 2003, cuando solo tenía 15 años, de la mano de Emilio Suárez Trashorras. Después de los atentados del 11-M, la prensa lo apodó el Gitanillo. El chaval llevó a Madrid los explosivos de la llamada "conexión asturiana" con los que los terroristas reventaron los trenes el día de la masacre. Él dice que no sabía para qué los iban a usar. De haberlo sabido, no se habría involucrado en el asunto. O sí. No lo sabe ni le da muchas vueltas. En aquella época era "un bala perdida, un cabra loca". El menor fue el primer condenado por los atentados. Diez años después, lejos ya de todo aquello, aceptó sentarse cara a cara con el periodista Manuel Jabois (Sangenjo, Pontevedra, 1978) y contarle su historia. El resultado es Nos vemos en esta vida o en la otra (Planeta), el cuarto libro del autor tras Irse a Madrid, Grupo salvaje y Manu. Es una crónica cruda, sin juicios ni adornos, que pone el foco en los personajes secundarios del 11-M y que supone una muestra más de la banalidad del mal y de cómo la rutina puede distorsionarse hasta convertirse en horror.
Pregunta.- ¿Cómo surgió la posibilidad de entrevistar al Gitanillo?
Respuesta.- Lo localizó mi compañero Joaquín Manso e intenté entrevistarle para el especial de El Mundo por el décimo aniversario del 11-M, pero no fue posible. Mantuve el contacto con él porque me dijo que en algún momento lo contaría todo. En abril de 2015 me llamó y me dijo que estaba dispuesto a hablar con una grabadora delante. Entonces yo ya estaba en El País y además en los reportajes siempre tengo problemas de espacio, así que decidí escribir un libro.
P.- ¿Por qué había que contar su historia?
R.- El protagonista no es él, sino los 192 muertos de los atentados. Descarté describir la masacre porque está implícita en todo el libro. Después de escribir y releer la historia, encontré una lógica, una coherencia en todo lo que ocurrió y desembocó en los atentados. Ese es el verdadero horror: encontrar una lógica rutinaria, casi funcionarial de una vida maleada; que un chico pase de estar tirado en un portal con los colegas fumando porros, a trasladar tres meses después una mochila cargada de explosivos.
P.- Detrás de la historia de Gabriel encontramos la típica familia desestructurada: padre encarcelado, madre maltratada... ¿Siempre hay una explicación de tipo social para estos casos extremos?
R.- No lo creo. En el libro no ofrezco conclusión ni moraleja alguna. Las desigualdades evidentemente afectan, pero el jefe de Gabriel, Trashorras, venía de una familia modélica.
P.- El estilo con el que ha escrito el libro es directo y desprovisto de florituras, cede todo el protagonismo a la fuerza que tienen por sí mismos los hechos.
R.- Evité en todo momento hacer incursiones estilísticas, he querido allanar la prosa al máximo posible para no coger al lector de la mano, no me gusta darle un codazo y decirle: "¡Fíjate en esto!".
P.- Recrea con muchos detalles las vivencias de Gabriel. ¿Él se acordaba de todo eso o tuvo que exprimir su memoria?
R.- Fui bastante exigente con eso. Él me preguntaba que qué me importaba a mí si tal día llevaba una camiseta de manga corta o larga o cuál fue la primera frase que le dijo a una persona, pero a mí esas cosas me importan mucho porque vengo del periodismo local, en el que los detalles tienen mucha importancia. Después de las tres o cuatro veces que nos vimos, le llamé mucho por teléfono para que me aclarase cosas de ese tipo.
P.- ¿Gabriel se arrepiente de algo?
R.- Él dice una frase un poco extravagante: que no se arrepiente de lo que hizo pero sí de lo que ocurrió. Ponía el ejemplo de una pistola: si vende una pistola, él no sabe si es para disparar a unas latas o a una cabeza. Aunque por otra parte dice que si volviese atrás y supiese que la dinamita era para atentar, quizá lo habría hecho igualmente. Es un comentario que no tiene nada de políticamente correcto, por lo que parece sincero.
P.- En el libro también aparece cómo las fuerzas de seguridad ignoraron las informaciones de algunos confidentes que alertaron de la posibilidad del atentado. ¿Se podría haber evitado si hubieran actuado con más celo?
R.- Sí. Hubo clamorosos fallos en cadena, al no tomar algunas pruebas en serio y no establecer las conexiones necesarias. Pero, por ejemplo, ¿quién le iba a decir al guardia civil que paró al Chino por exceso de velocidad que detrás de él iba un coche cargado de explosivos? La responsabilidad de un atentado siempre es de los terroristas, así que no podemos cargar las tintas en ese sentido. Como hemos comprobado en otras ciudades como Nueva York, París o Londres, es muy difícil evitar un atentado cuando hay una voluntad ciega de matar.
P.- ¿Quedan cosas importantes por averiguar sobre el 11-M?
R.- Como en todos los atentados, quedan cabos sueltos, pero no tan largos como para dudar de la autoría o pensar que fue un montaje de servicios secretos, como se insinuó en su momento. Pero claro que quedan cosas por saber porque hubo mucha gente involucrada.
P.- El Tunecino influyó mucho en la radicalización del cerebro de los atentados, El Chino, pero también los contenidos a los que accedía en internet. Doce años después es incluso más fácil distribuir propaganda yihadista, uno puede leer la revista del ISIS con un par de clics. ¿Cómo combatir la radicalización en un escenario así?
R.- Con una vigilancia más estrecha de lo que ocurre dentro de nuestras fronteras. El problema es que es muy difícil aumentar la seguridad sin dejar de ser una democracia o convertirnos en un estado policial. Por eso en las dictaduras es tan infrecuente el terrorismo, porque ya lo ejerce el estado.