Nacido en Barcelona en 1939, ha sido catedrático de literatura española y latinoamericana en la Universidad de Westminster de Londres, y actualmente ejerce como crítico literario para algunos medios de comunicación. Además, ha escrito infinidad de artículos sobre su especialidad, las letras. También ha publicado poesía, relatos cortos y más de una novela. Y ahora nos sorprende con La inocencia lesionada (Acantilado), una narración que toca con valentía el delicado tema de la pederastia.
La suya es una prosa elegante y trabajada, que se asoma a cuestiones espinosas sin perder ni un ápice de ese estilo narrativo tan suyo, teñido de un señorío con claras reminiscencias británicas. Y es que el amor por lo inglés le viene de familia, concretamente de su padre, y se le impregnó del todo en sus años de profesor en Londres. Ecléctico y cosmopolita, defiende el humor como la manera más inteligente de enfrentarse a la vida.
Pregunta.- ¿Cómo y cuándo decidió empezar a escribir ficción?
Respuesta.- Vengo de una familia de lectores y viví muchos años con mi tío, el humanista Juan Ramón Masoliver. Desde muy pequeño me ha apasionado leer y escribir. Todavía recuerdo la emoción que me produjo ver las primeras palabras que escribí y tomar conciencia de ese proceso. Me parecía algo mágico poder convertir los objetos en escritura. En el colegio destaqué por mis redacciones y colaboraba con frecuencia en la Revista Balmes. En La inocencia lesionada incluyo dos breves textos que compuse a los catorce años. En cuanto a escribir ficción propiamente dicha, no recuerdo cuándo fue la primera vez. Tengo una novela inédita que quedó finalista del último premio Biblioteca Breve, que no se concedió por la ruptura de Barral con Seix. Y tengo un manuscrito inacabado, y que nunca acabaré, de unas setecientas páginas, que escribí a lo largo de diez años. Pero vivir en Londres me alejaba del contacto personal con las editoriales y, además, no tenía prisa por publicar. Mi primer libro de poemas, El jardín aciago, se publicó, con el apoyo de José Batlló, cuando yo tenía cuarenta y siete años. Y me alegro de que haya sido así porque, a pesar de mi edad, soy un poeta eternamente joven. Mi primera y peculiar novela, Retiro lo escrito, apareció dos años más tarde.
P.- ¿Esta última novela parte de algún hecho real? ¿Es autobiográfica? ¿Cómo se gestó?
R.- En La inocencia lesionada no parto de un único hecho real, puesto que la pederastia está enmarcada dentro de la hipocresía de una sociedad reprimida. El abuso del que hablo es real: lo es el nombre del abusador y del colegio donde ocurrió. De ahí que incluya parte de un documento oficial. Con frecuencia en esta novela hay nombres reales, pero no las situaciones que creo. Mi padre jamás se acostó con la vecina y las escenas de sexo en grupo son imaginadas. Precisamente porque trabajo con la memoria -tan felizmente tramposa- me permito toda serie de libertades. Por otro lado, nadie ve las cosas del mismo modo ni, por supuesto, las recuerda del mismo modo. Yo manipulo realidad y ficción y lo que me interesa es que el lector se lo crea y no se lo crea al mismo tiempo. En El Masnou son muchos (conocidos y desconocidos) que me preguntan si realmente me ocurrió y muchos más los que me dicen que las cosas no ocurrieron así. Pero el elemento ficticio no es un simple divertimento: recurrimos a la ficción para hacer más intensa y verdadera la realidad, siempre tan engañosa. Añado que yo tengo una memoria, creo que privilegiada, de todo lo que me ocurrió durante la infancia y la adolescencia y una buena memoria de lo que me ocurrió luego. Lo recuerdo todo menos las fechas. Lo que me ha llevado a escribir una trilogía (Retiro lo escrito, Beatriz Miami y La puerta del inglés) precisando unas fechas... ¡que son inventadas! Porque en realidad poco me importa si ocurrió en 1948 o en 1950. Lo que me importa es retratar fielmente la atmósfera: quien lea mis novelas, mis cuentos o mis poemas y visite El Masnou, verá cuánto hay de verdadero. O los cuentos ambientados en México.
» En cuanto a la gestación, ha sido mi libro más difícil porque es el que más se acerca a la novela "convencional" sin perder el carácter fragmentario que exijo a todo lo que escribo. Complicado también encontrar el punto exacto entre realidad y ficción. Me costó sobre todo con el jardinero Ventejo, al que yo de pequeño admiraba, y me impresionó mucho su muerte. En la realidad se cayó a un pozo. En la ficción, lo matan los falangistas. También el de Marina. Hay una escena que se ha interpretado mal tal vez porque no la he resuelto. Cuando me da su pecho algunos lo han visto como otro ejemplo de depravación sexual, cuando para mí era un homenaje a lo que ella tuvo de madre para mí, una mujer a la que quise mucho y sigo queriendo. Al mismo tiempo, era un homenaje al pecho femenino, tema recurrente en mi escritura. Yo quería crear una sensación estática (en aquellos años el tiempo estaba estancado, era siempre el mismo) y asimismo dinámica: la agitación en la que se vivía. De ahí la circularidad, marcada por Carlitos y la flor de cactus, relacionada con la pasión por las flores y su admiración por Ventejo; por otro lado, en el mundo real, mi padre, abogado de profesión, era un gran aficionado al jardín, colaboró en la revista Destino en una sección titulada precisamente "En mi jardín", que firmaba con el nombre de mi madre y que recopiló en un libro. Y si Carlitos marca la circularidad dramática, la pareja que pasea por el pueblo marca la circularidad fantasmal.
P.- ¿El protagonista es su alter ego?
R.- Me desdoblo en dos personajes: Óscar y Carlitos. Esto me permite presentar simultáneamente dos edades y dos experiencias distintas: Carlitos, el niño puro y Óscar el "impuro", o sea el que ha conocido la impureza. Dos edades que son también dos formas de ver el mundo. Al mismo tiempo, Óscar soy yo y Carlitos es un hermano mío, Joaquín, un año más joven que yo y que era el que más ayudaba a mis padres a cuidar el jardín. Como no sabía nadar, no pudo ahogarse.
P.- Se maneja bien en la "autoficción". ¿Le resulta fácil desnudarse literariamente?
R.- No hay nada más engañoso que encasillar, encorsetar la literatura en generaciones, tendencias o géneros. Los responsables son los críticos, los profesores, los estudiosos, que necesitan aclarar y simplificar lo que por definición es confuso y complejo. Los matices son siempre imprescindibles. Toda obra es, en mayor o menor medida, autoficción, puesto que está escrita por un ser humano o una sera humana.
» Inevitablemente hay un yo que ve y siente el mundo de una forma concreta. Es autoficción el Quijote, porque Cervantes está allí; lo es una obra tan realista como La regenta, porque Oviedo y la sociedad de la época están vistos con los ojos de Clarín; y lo es Vargas Llosa, admirador de Flaubert. Ahora bien: hay escritores que se ocultan tras sus personajes y otros que se presentan como personajes ellos mismos. La presencia de Marsé en su obra no es visible como la de Vila-Matas, para quien persona y personaje son lo mismo. Y desnudarse literariamente no sé si es fácil o difícil. En mi caso es imprescindible. Sistemáticamente desnudo y me desnudo. Más te desnudas más te acercas a la autenticidad. Hasta los sacerdotes han acabado por desprenderse de la sotana.
P.- ¿Quiénes han sido o son sus referencias literarias?
R.- Es muy difícil que nadie descubra huellas literarias en lo que escribo, pese a que aparecen muchos escritores, unos reales y otros ficticios. Me han entusiasmado muchos libros y me han influido pocos. Los más visibles -para mí, claro- son La Odisea, el Quijote, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Eliot, Pavese, Montale, Joyce, Monterroso o Vila-Matas.
P.- ¿Leer a otros cuándo se está escribiendo puede resultar contaminante?
R.- A mí no me ocurre. Puedo leer, me estimula y no me contamina. Cuando leo, tal vez por mi dedicación a la crítica literaria, me interesa mucho ver el proceso de la escritura, los problemas que ha podido plantearse el escritor y cómo los ha resuelto. Lo único que me castra es la preparación de un artículo crítico, quizás porque mi concentración es tal que no me deja espacio para la creación.
P.- ¿Cuál es su método de trabajo cuando escribe? ¿Anárquico o disciplinado? ¿Madrugador o trasnochador?¿Perezoso? ¿Obsesivo?
R.- No tengo método. No soy ni anárquico ni disciplinado. Durante muchos años escribía -como lo hace mi admirado Robert Coover- de noche. Necesitaba una soledad absoluta. Luego empecé a escribir en los pubs y me acostumbré al ruido. Perezoso no lo soy: he dedicado todas las horas de mi vida, y cada vez más, a la literatura, como escritor de poesía, novela y cuento, como traductor, como crítico y como profesor. Con frecuencia trato de escribir en mis sueños, que pueden ser pesadillas. Pero no es una obsesión sino una pasión.
P.- ¿Existe ese vértigo tan literario de enfrentarse a la página en blanco o es pura coquetería de escritor?
R.- En absoluto. Puedo pasar meses sin escribir un poema o prosa, y sé que es mi subconsciente el que está trabajando y que cuando llegue el momento adecuado, que siempre llega, empezaré a escribir ante ¡oh qué placer! una página en blanco, que es como un cuerpo desnudo.
P.- ¿Es verdad eso de que los personajes tienen vida propia y van por donde ellos deciden o también es un mito?
R.- Es un buen tema literario (Pirandello, Unamuno) y nada más. Lo que tiene vida propia es, en todo caso, la escritura, y a medida que escribimos nos vamos familiarizando y nos permitimos cambios, como podemos cambiar la decoración de una casa. Hay escritores que hacen minuciosos esquemas antes de empezar a escribir y otros hacemos esquemas mentales, pero en el momento de la escritura se nos abren nuevas y más atractivas posibilidades con los personajes, con los paisajes, con lo que sea. Pero el escritor es el dueño absoluto, con libertad para alterar o ser fiel al esquema inicial. Esta libertad que no tenemos en la vida, sí que la podemos tener en la escritura, y es una de las muchas razones por las que escribimos.
P.- ¿Escribir es corregir?
R.- Corregir es parte del proceso de la escritura y para mí uno de los momentos más apasionantes. En este sentido, el ordenador es fabuloso: más que nunca corregir es recrear. Los poemas que escribo a mano, cuando los paso al ordenador me siento como un pianista ante el piano: fiel a la partitura pero con libertad para interpretarla. El placer de corregir fue el que me llevó, durante muchos años, a la traducción, que es una especie de corrección o relectura, como si no trabajásemos con dos lenguas sino con una sola.
P.- Usted vivió cuarenta años en Inglaterra como profesor. ¿Qué se le impregnó de la cultura o talante británicos?
R.- Yo heredé la pasión por lo inglés de mi padre. La elegancia, que en mi padre era ir impecablemente vestido y en mi caso, como en tantos ingleses, descuidado en el vestir. La pasión por la naturaleza y por los jardines (casi todas las casas inglesas tienen jardín). La ironía, la tolerancia, la convivencia y tantas cosas más. A las que añado que vivir en la distancia aumenta el sentido de perspectiva y ves con más claridad los defectos de tus compatriotas, lo que te permite corregir los tuyos. Pero no está sólo Inglaterra, sino también los lugares donde he pasado largas temporadas o a los que he viajado con regularidad. Dos años en Dublín, uno en Génova, más frecuentes estancias en Garda sul Lago o en Lucca. Y añado Argentina y, sobre todo, México. No me convierten en ciudadano del mundo porque hay mucho mundo que no conozco, pero sí en apátrida, enemigo de todo nacionalismo: soy de donde nací (El Masnou) y de donde viví y vivo. Aunque es cierto que como profesor he podido conocer muy bien a los ingleses. Y hay un estilo de vida muy distinto al que vivo ahora en España, donde nos estamos quedando sin aire en todos los sentidos.
P.- ¿Qué me dice del humor? ¿Es indispensable para vivir?
R.- Lo es incluso para morir, o sea, para saber morir. Me he definido muchas veces como una persona malhumorada con mucho sentido del humor. Y he criticado a estos españoles -muchos- que se ríen siempre de los demás pero no aceptan que se rían de ellos. En casi todas las obras literarias hay humor, incluidas las tragedias de Shakespeare. Los reyes necesitaban bufones. Goya se retrata con expresión adusta y sin embargo su pintura está llena de humor, por feroz que sea. Con más humor habría menos guerras, porque el humor es enemigo del fanatismo y de la ambición. Y, además, humor se escribe con hache. Una novela que sólo tiene humor es muy limitada y le falta grandeza. El Quijote es un ejemplo sublime de humor en todas sus facetas.
P.- ¿Qué lee un escritor como usted?
R.- Como crítico me veo obligado a leer como mínimo un libro a la semana. Leo novela y poesía, generalmente en el idioma original: castellano, catalán, francés, italiano, inglés y, con más torpeza, portugués. No presumo de dominar muchas lenguas (hay gente que sólo tiene una y habla mucho más que yo), sino que me he propuesto aprenderlas porque, como traductor que he sido, me fío poco de las traducciones. Y releo porque no es lo mismo leer, por ejemplo, a Kafka a los veinte años que a los setenta. A veces tengo la sensación de que estoy leyendo un libro distinto. ¡Qué maravilla poder leer dos Metamorfosis distintas, la dos igualmente geniales! A veces me limito a leer pasajes, como me ocurre con el Quijote, con Pessoa, con San Agustín y con tantos otros.