Friso de Beethoven (1902), de Gustav Klimt

Son viajes ideales, viajes soñados, pero esta vez desde la ficción. Porque viajar es también un placer cuando se hace desde las páginas de un libro, la imagen sugerente de un cuadro, una fotografía, desde la butaca de un cine. Y así, nos vamos al Nueva York de Paul Auster, al Sáhara de El paciente inglés, al Cape Cod de Edward Hopper...

Siempre he adorado la obra pictórica de Gustav Klimt, desde muy niño. Me habría encantado conocerle en persona, en la Viena de principios del siglo XX. La capital de Austria estaba a punto de sufrir dos acontecimientos radicalmente importantes: París la reemplazaría como la nueva capital cultural mundial, y la Primera Guerra Mundial iba a desintegrar el Imperio Austro-Húngaro para siempre. En esta Viena, en la que un pasado histórico grandioso se fundía con un futuro incierto, Gustav Klimt se atrevió a desafiar al mundo con un estilo absolutamente personal e iconoclasta. Los libros de historia del arte lo encuadran dentro del movimiento Secesión, esta especie de "Art Nouveau" vienés, pero lo cierto es que Klimt es Klimt… un artista único, poseedor de un estilo propio absolutamente diferente a todo lo demás.



Gustav Klimt escandalizaba a la Viena conservadora de esa época vistiendo como un mendigo y con una temática pictórica que rozaba los límites de lo moralmente correcto. Rompió además con todos los cánones posibles de la tradición occidental (incluida, por supuesto, la noción de perspectiva). Sus cuadros idealizan a la mujer, su temática ornamental y los motivos dorados nos remiten sin duda al arte bizantino del pasado, y la sensualidad que respiran todas y cada una de sus obras son sus sellos de identidad. Las pinturas de Klimt me transportan al pasado. Toda mi casa está llena de sus cuadros. Contemplando sus obras, no puedo dejar de pensar que todos los genios han sido unos anti-sistema.



Hoy en día vivo en Viena y, cuando paseo por el centro, no puedo evitar preguntarme qué habría pensado Klimt al contemplar sus sublimes obras impresas en tazas y en alfombrillas para el ordenador. Así es la historia: las capitales culturales del mundo pueden convertirse en un siglo en la apoteosis de lo kitsch. Así es el mundo: todos los imperios caen. Viena es hoy sólo el espejismo de lo que un día fue: aquella ciudad que vio crecer a los compositores más grandes de la historia occidental.

El pianista y director de orquesta Félix Ardanaz (San Sebastián, 1988) se ha convertido en uno de los músicos españoles de mayor proyección internacional, de la mano de sus siete primeros premios internacionales en los últimos años y sus recitales y conciertos con orquesta en salas españolas y europeas de gran prestigio como el Carnegie Hall, el Palau de la Música, la Salle Pleyel o el Auditorium Kursaal. Del mismo modo, ha trabajado como director y como solista con un buen número de orquestas españolas (Euskadi, Asturias, Extremadura, La Rioja…), y ha recibido numerosos primeros premios en concursos internacionales como Bradshaw and Buono de Nueva York, Gran concurso internacional de Francia, Paris-Ile de France en 2011 y 2012, Eugènia Verdet de Barcelona, Premio de Roma y Premio Val Tidone, así como el premio de la crítica del Palau de la Música Catalana.