Meryl Streep y Robert Redford como Karen Christence y Denys George Finch en Memorias de África (Sydney Pollack, 1985)
Son viajes ideales, viajes soñados, pero esta vez desde la ficción. Porque viajar es también un placer cuando se hace desde las páginas de un libro, la imagen sugerente de un cuadro, una fotografía, desde la butaca de un cine. Y así, nos vamos al Nueva York de Paul Auster, al Sáhara de El paciente inglés, al Cape Cod de Edward Hopper...
Unas cuantas páginas y ya se me abrasan los ojos con las vastas llanuras que llegan hasta los pies del Kilimanjaro, donde "ningún animal doméstico es capaz de una quietud igual a la de un animal salvaje". Por una vez no es cierto lo que dice Karen Blixen: "La gente civilizada ha perdido la capacidad de estarse quieta". Desde mi sillón contemplo, atrapada e inmóvil, el terreno ondulante de la reserva de los kikuyu, sus pequeños campos de maíz, los huertos de plátanos, los pastos y el fuego azulado de las aldeas nativas. O el desierto lunar en el que viven la jirafa y el rinoceronte.
Estoy en una casa que no es la mía, escucho a Mozart en la quietud de la Tierras Altas, al pie de la cordillera de Ngong, salgo de safari, descubro un pequeño bosque de bambú, soy la dueña de una granja y pronto me voy a arruinar. Seis mil acres de tierra y la flor del café. Los bosques nativos y Nairobi a doce millas de distancia. Hay veces que no se necesita nada más.