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Mientras no conduzca a la parálisis, la nostalgia no tiene por qué ser negativa o contraproducente. Es un sentimiento tan natural, sobre todo a partir de cierta edad, que sería estúpido ignorarla. Además, la nostalgia está en la base de obras de arte indestructibles, que trascienden edades y fronteras. Se ha hablado mucho de nostalgia este verano a cuenta de la serie Stranger Things, la última aportación de Netflix a la teleficción del digital media, es decir, a la teleficción sin televisión. Para el Nobel chino Gao Xingjian, de quien siempre que se presenta la ocasión recomiendo su novela La montaña del alma, “la nostalgia es un veneno”; para Milan Kundera, es “el sufrimiento provocado por el deseo no extinguido de volver”, y para el luso perpetuamente aquejado de saudade, Fernando Pessoa, no existía nostalgia más dolorosa “que aquella de las cosas que no han sido nunca”.
La nostalgia de la que se ha hablado a raíz de Stranger Things, y también de Los cazafantasmas, pertenece a otra clase de exilios personales, y creo que está tanto o más relacionada con la estrategia mercantilista que con la aventura creativa. El fenómeno adquirió para mí cierta relevancia ya con el estreno de Jacuzzi al pasado (2010), una bobería nada desdeñable, gratamente delirante, que anticipaba el deseo de una generación (la mía) con inmadurez crónica de regresar a ese tiempo en el que crecimos y del que nunca nos quisimos marchar. No es nueva por tanto, más bien ya manida, esta manía de regresar a los ochenta, o a reproducir las estéticas y los sonidos de la última década con adjetivo propio, “ochentero”, porque que yo sepa nadie se atreve a definir algo como “noventero” y, mucho menos, como propio de la primera década del siglo XXI. Son décadas que se han quedado sin sobrenombre propio.
En todo caso, el mundo se ha transformado tanto en este nuevo siglo, se ha vuelto tan inasible y complejo, que no debería extrañarnos el anhelo de buen número de creadores y espectadores por regresar a las certezas analógicas frente a las incertidumbres digitales. Por lo que a mí respecta, Stranger Things me ha producido más frustración que nostalgia. De sus ecos y calcos a E.T., Poltergeist, La cosa, Cuenta conmigo, Alien, Los Goonies y demás productos ochenteros no hay mucho que decir pues son tan obvios que en ocasiones mitigan el factor sorpresa de la serie, ciertamente predecible en términos de relato y sensaciones buscadas. Lo más frustrante procede de que realmente no hacían falta ocho horas para contar lo que cuenta y de que el proyecto finalmente no trascienda el origen tributario de la propuesta, no sea capaz de integrar el discurso fantástico de los ochenta en las necesidades de un relato que trate de explicar el mundo de hoy.
La calidad de la serie es en todo caso irrebatible. Los hermanos Duffer vuelcan con inteligencia y apasionada emoción aquello que pretenden rescatar de su caudal preadolescente de fantasías. La interpretación de Winona Ryder es magnífica y el trabajo de la pequeña Millie Bobby Brown en el papel de “Eleven” es asombroso. Han transcurrido varias semanas desde que la vi y lo cierto es que apenas ha dejado efecto en mi actividad cerebral, tampoco en la emocional. Stranger Things tiene el valor cultural de ofrecerse como depositaria de ciertos anhelos y erupciones sentimentales frente al implacable paso del tiempo. Es decir, es más una coyuntura generacional que una claridad creativa lo que propulsa su éxito. La serie es excelsa en su creación de atmósferas, actúa como una verdadera máquina del tiempo y por eso nos engancha, pero derrapa en su voluntad de llevar la fantasía del relato a extremos desconocidos.
Pensándolo bien, y dejando a un lado las vinculaciones sentimentales de alguien que vio resucitar al extraterrestre de Spielberg con ocho años, la edad perfecta, los ochenta no fue realmente una década prodigiosa para el cine y la televisión, y menos aún para la música. El sistema de Hollywood se transformó por completo con La guerrra de las galaxias y Tiburón y el cine espectáculo fue desplazando las propuestas más audaces y a los autores más asilvestrados, que acabaron devorados por la capitalización del arte. Es la década de la MTV, del plástico, la electrónica y las hombreras. Es la década de Eddie Murphy y su superpolicía en Hollywood. La de Roger Moore como James Bond. La de Reagan y Gorbachov. Qué les voy a contar. El número de obras maestras de los 80 es irrisorio al lado del de las décadas inmediatamente precedentes, especialmente los sesenta. La nostalgia por los ochenta solo es aceptable desde el sentimentalismo más ciego.