Gonzalo Torné. Foto: Luna Miguel
Novelista, traductor y asesor literario de Anagrama y Salamandra, entre otras editoriales, hace tiempo aventuraba Torné (Barcelona,1976) un curioso decálogo creativo y sentimental en el que recomendaba desconfiar de los consejos, pues “suelen ser el recuerdo embalsamado de un fracaso”; leer “hasta que se te caigan los párpados” y desarrollar “un estilo con el que intimidar al lector y otro con el que seducirlo”.
De eso dan fe novelas como Hilos de sangre (2010), premio Jaen; Divorcio en el aire (2013) o estos Años felices que, como recuerda ahora en El Cultural, surgieron hace ya diez años: “Sí, y la anécdota es penosísima. Llegué a Madrid pensando que ya era famoso y resultó que no me conocía nadie y que mi libro no estaba en ninguna librería. De inmediato imaginé la historia de un poeta que se va a Nueva York (¡y triunfa!) después de que nadie le hiciese caso en su tierra. Esa misma tarde reconduje la narración hacia cauces más maduros, se me ocurrió contar el juego de fascinaciones y desencanto que se establece en un grupo de amigos a lo largo del tiempo. Pero sabía muy poco sobre ese asunto y se fueron añadiendo otros (la traición, el exilio, las vocaciones desplazadas, los cuarentones) sobre los que sabía menos. Lo dejé reposar en una zona pseudo-activa de mi cerebro, así fue como empezó.
Pregunta.- ¿Tiene algo que ver esta obra con las anteriores?
Respuesta.- Las tres novelas pertenecen a un mismo mundo de ficción y comparten algunos personajes. Años felices guarda similitudes temáticas y estructurales con Hilos de sangre, pero el tono de la narración y sus propósitos son muy distintos; Años felices es una novela más atmosférica, con un toque de cuento de hadas, y es la primera vez que me salgo de Barcelona. Divorcio en el aire proponía pasarse 300 páginas metido en la cabeza de un individuo, esta es una novela de personajes, el aire circula más.
Una conversación sofisticada
P.- ¿Es quizá otro golpe al lector para que reflexione sobre unas vidas brillantes pero cargadas de secretos, mentiras y deslealtad?
R.- Tengo reparos contra la autoayuda que se alimenta de contarnos mentiras complacientes pero también reservas contra la literatura que pretende sacudirnos como si fuésemos batidos. La lectura es una especie de conversación sofisticada, una reflexión prolongada sobre distintos aspectos de la vida, algunos amables, otros más inquietantes, expresados con tanta precisión y complejidad como sea posible.
P.- En todos los personajes subyacen tormentosas historias de familia...
R.- Tampoco son demasiado truculentas para lo que se lee por ahí. En mis novelas las familias son campos de tensión, el ámbito de los primeros relatos sobre el mundo, donde nos ven y nos definen por primera vez, de lo que nos escapamos y dónde siempre podemos volver.
“Llegué a Madrid pensando que era famoso y resultó que nadie me conocía. De inmediato imaginé la historia de un poeta que va a Nueva York (¡y triunfa!)"
P.- ¿Y cómo logra mantener al lector dentro y fuera de lo narrado, convirtiendolo en un voyeur?
R.- Creo que ese efecto se debe a que mis historias no están contadas por una voz que “habla” para el lector del libro. Es un discurso que un personaje le dirige a otro personaje, contado con una intención determinada (que no es inmediatamente evidente), y que suele tener un regusto íntimo, casi a confesión. Se parece un poco a leer un correo del que no somos destinatarios, pero que nos involucra porque a fin de cuentas se trata de una novela que sí ha sido escrita para un lector.
P.- ¿Quién sería (si es que existe) el Shade de Torné, ese poeta secreto que en la novela (y en la vida) es capaz de transformarlo todo?
R.-La literatura es una empresa que viene de muy lejos. Hay autores que estimamos porque nos proporcionaron una puerta de entrada a ese terreno vastísimo. No tienen que ser muy originales ni muy buenos, basta que desprendan cierto aroma a complejidad en comparación con las “historias” familiares y las que nos suministra la escuela o el telediario. El Shade de la novela es una de estas figuras de iniciación. En mi formación jugó un papel parecido Miquel Martí Pol, que pasa por ser un poco kitsch, pero que tiene un poema muy bueno. También hay escritores de iniciación casi colectivos que son excelentes, para mi generación fue muy importante Thomas Bernhard, para los más jóvenes ha sido Bolaño.
Lecturas por cortesía
P.- ¿Y quiénes compondrían su propio “circulo de amor en grupo”, como el de los protagonistas?
R.- Soy bastante refractario a emplear literariamente mi biográfica, temo que daría por bueno el material solo porque le tengo afecto. Me gusta escribir sobre cosas que me no han pasado y personajes de otra ideología y condición social porque así estoy más libre de reservas, justificaciones y autoengaños. Mi lema como novelista podría ser: “Mira que provecho saco de las cosas que te pasan a ti”.
P.- Uno de sus personajes asegura: “Ya sabes como es leer a tus contemporáneos: 40 años para encontrar un verso que no esté del todo muerto.” ¿Cómo se lleva, como lector y crítico, con sus contemporáneos, a quiénes lee y quiénes le interesan?
R.- Por los escritores más jóvenes sí siento curiosidad, a mis contemporáneos estrictos los he leído por cortesía, a medida que los iba conociendo. Es un poco embarazoso que alguien esté contando lo mismo que tú. He descubierto libros buenos y también excelentes como La trabajadora, La mano invisible, Cicatriz... también me gusta cómo escriben Julián Rodríguez y Rubén M. Giráldez.
“Desde que cumplí los 40 he asumido que me quedarán libros importantes por leer y lo llevo mal"
P.- Sí, pero ¿cuáles son sus influencias más importantes?
R.- Empecé a leer muy tarde y me persigue la impresión de que si no me pongo las pilas me van a expulsar de la república de las letras. Me gusta leer a los autores completos, es un plan poco germánico y poco aconsejable si se quiere disfrutar de un libro, pero es la mejor manera de “dominar” a un autor. Solo releo por trabajo. Desde que cumplí los cuarenta he asumido que me quedarán libros importantes por leer y lo llevo mal. Me emociona ser contemporáneo de V. S. Naipaul y de John Ashbery.
P.- Años felices es un tratado sobre la traición a uno mismo, pero también a los demás.
R.- Sí, la desilusión, la deslealtad y la traición son distintas modulaciones de lo mismo. Unas veces son actos criminales, pero otras provienen de la incomprensión ajena, de expectativas fantásticas que somos incapaces de alcanzar. La novela explora cómo fluctuamos en el aprecio ajeno por motivos fundados o inverosímiles. También me interesa la deslealtad hacia nosotros mismos, que puede derivar en frustración, pero también en aceptar que de jóvenes imaginamos la vida con una mente que apenas sabe nada de la vida adulta.
P.- ¿Cuándo y cómo descubrió que “el verbo es la piel de la existencia moral y anímica”? ¿Qué función cumple el lenguaje en su poética?
R.- Mi principal empeño “estilístico” pasa por escribir en una lengua transversal que me permita pasar sin chirridos a tonos y registros muy distintos, a veces en el mismo párrafo; sensible a las tensiones sociales y que transparente un poco los idiomas vecinos o dominantes. Hablo en el plano de las intenciones.
Prestigios fosilizados
P.- Volviendo al libro, ¿existen muchos tontos útiles y falsos prestigios en nuestras letras?
R.- En la novela exploro la posibilidad de que algunas conductas, como “la ingenuidad” o la de “tonto útil”, sean casillas que cualquiera de nosotros podemos ocupar transitoriamente, la gracia pasa sobre todo en no instalarse allí. Lo más cargante de nuestro sistema es la frecuencia con la que los prestigios se fosilizan, como si fuese inconcebible que un talento fuese a menos o como si esa declinación supusiera desprestigiar los logros del pasado. Añoro un poco de articulación en el juicio: menos fémures y más rótulas.
P.- En ocasiones ha asegurado que existe demasiada literatura karaoke, pero ¿es algo que impone el mercado?
R.- Siempre es responsabilidad de los publicistas, el mercado es bastante tonto y tan maleable que el Ulises es un indiscutible long-best seller. Casi seguro que con “literatura karaoke” me refería a novelas y poemas escritos con cierta ambición artística y que en lugar de preocuparse por ser originales se contentan con imitar a algún predecesor. Como si te tuviesen que dar un aplauso a priori por ser borgiano o sebaldiano; como si importasen más las “intenciones” que los resultados.
“Lo más cargante de nuestro sistema es la frecuencia con la que los prestigios se fosilizan, como si un talento no pudiese ir a menos"
P.- ¿Sigue pensando que los escritores más innovadores y originales escriben en la dirección del ‘realismo experimental'?
R.- Esta etiqueta me la inventé porque me pareció que se establecía una frontera entre los escritores preocupados por el estilo y la experimentación, y los interesados en darle una réplica a la realidad, de manera que los segundos quedaban medio obligados a escribir según unas pautas formales de poco vuelo. Como me interesaban las dos cosas no me daba la gana de transigir. Además, los escritores que se proponen replicarle a la realidad suelen ser mucho más “experimentales” que los presuntos “vanguardistas”.
Documentación en vivo
P.- El protagonista, el eje del relato es Alfred Montsalvatges, hijo de una familia de la alta burguesía catalana que tras la guerra colaboró con el franquismo. Algo muy común y de lo que apenas se habla: ¿a qué se debe esa desmemoria?
R.- En Cataluña la Guerra Civil se explica a veces como un precedente del Barça-Madrid. Molesta que la represión franquista desarbolase a buena parte de la izquierda y el incipiente liberalismo (Benet decía que ser liberal era celebrar la República); e incordia aún más que las élites santurronas se entendiesen muy bien con independencia del idioma que usasen en casa. En mis novelas, sin olvidar que el programa criminal del franquismo comprendía la destrucción del catalán, intento restituir esta tensión ideológica y social obliterada en Cataluña y caricaturizada en España.
P.- ¿Qué le dan y le quitan las redes como lector y escritor?
R.- Para un novelista es muy complicado saber cuándo se está perdiendo el tiempo. Twitter me sirve de “documentación en vivo”, averiguo cómo piensan, qué les preocupa o de que se defienden personas a las que de otra manera no hubiese tenido un acceso tan íntimo. Las discusiones son muy reveladoras. Sí he detectado un riesgo: banaliza la publicación que es un poderoso estímulo para avanzar en momentos de desánimo.
P.- ¿Cómo afecta internet a la crítica, cree, como Alberto Santamaría, que desarrolla un modelo de crítica kitsch?
R.- Lo más sorprendente del digital es que no haya desarrollado modelos de discusión alternativos, que siga apegado al formato reseña y a las taxonomías y etiquetas que le suministra el papel. Pero es que el talento crítico es muy raro, por eso es tan valioso. En la Red hay mucha carrera incipiente, y hasta cierto punto el kitsch, como la cursilería o el snobismo, son fases disculpables para un talento en formación, lo intolerable es cuando se convierte en un método profesional.