El coche serpentea entre naranjos y limoneros mientras dejo atrás pueblos vacíos y fachadas desgastadas por el sol. Las flores rosas y blancas que bordean la carretera brillan como en una película en Technicolor. Al otro lado de la ventanilla se despliegan campos de cultivo, viñedos, casuchas viejas y la silueta de un hombre que no encuentra ninguna sombra y camina cabizbajo.
Cuando llego a la casa de Miguel Hernández son casi las 7. Orihuela está ardiendo pero dentro hace fresco, como si al atravesar el umbral el calor se hubiera evaporado de pronto. Una foto enorme del poeta de niño me da la bienvenida.
La vivienda de una sola planta, en el número 73 de la antigua calle de Arriba, a las afueras del pueblo, es una construcción humilde típica de la zona. Está enclavada en la falda del monte de San Miguel, junto al Colegio de Santo Domingo donde el escritor empezó el bachillerato antes de tener que cambiar los estudios por las cabras. Miguel vivió aquí con su familia desde 1914 hasta que se marchó a Madrid en 1934.
Todas las puertas están abiertas y la casa se ha inundado de luz. El suelo, que hace cien años era de tierra, está ahora cubierto de baldosas. En el vestíbulo, bajo la foto del poeta que nos mira, hay un cuenco de barro con naranjas, y a la derecha, sobre el aparador donde se guarda la vajilla, un plato lleno de cebollas. Es inevitable pensar en las Nanas que escribió el autor después de recibir una carta de su mujer en la que contaba que sólo tenían pan y cebolla para comer. Pero en el poema que cierra el Cancionero y romancero de ausencias, escrito en trozos de papel higiénico en la cárcel de Torrijos, la esperanza se impone a la oscuridad. Pese a la frustración que supone no poder ayudar a su familia, Miguel anima a su hijo a seguir adelante. Tras el desastre de la guerra civil queda el vislumbre del amor y de la inocencia de la infancia, un paraíso perdido que el oriolano, a punto de morir de tuberculosis, quiere proteger a toda costa.
Mucho antes de aquello, un Miguel adolescente escribía de noche, cuando todos dormían, en el cuarto que compartía con su hermano Vicente. En una pared de la habitación puede leerse la última estrofa del poema "Eterna sombra":
Soy una abierta ventana que escucha,
por donde va tenebrosa la vida.
Pero hay un rayo de sol en la lucha
que siempre deja la sombra vencida.
La pequeña cama de hierro está cubierta por una colcha blanca. A su izquierda hay una ventana que da al patio, una cajonera, un perchero del que cuelga un cayado, un retrato a lápiz del poeta y una silla de madera con una maleta de cartón y unas alpargatas encima. A su derecha hay una mesa con una palangana y un espejito cuadrado. La pared está salpicada de fotografías y del techo pende una bombilla desnuda. Echo en falta la máquina de escribir portátil de segunda mano que compró Miguel en 1931. Le costó 300 pesetas y era de la marca Corona. Desde marzo de aquel año, el alicantino subía cada mañana a la Cruz de la Muela con ella y el hatillo al hombro y escribía hasta el atardecer.
Una puerta comunica su dormitorio con el de sus hermanas, y en el otro extremo de la vivienda está la habitación de los padres, que conserva la jofaina original de la familia, y la sala de estar, decorada de manera sencilla.
Bajo el arco del vestíbulo, entre el comedor y el patio, se encuentra la cocina. De un lado están las orzas para guardar conservas, las tinajas, los cedazos, dos morteros, un botijo, un lebrillo, un vasar lleno de platos de loza y un celemín. Del otro está el hogar con las planchas de carbón y el hornillo, enmarcado por una cortinita de cuadros rojos y blancos y rodeado de utensilios de la época. Sobre el hogar, escrito en mayúsculas en un panel de madera, hay un fragmento de "Sentado sobre los muertos", del poemario Viento del pueblo:
Si yo salí de la tierra,
si yo he nacido de un vientre
desdichado y con pobreza,
no fue sino para hacerme
ruiseñor de las desdichas,
eco de la mala suerte,
y cantar y repetir
a quien escucharme debe
cuanto a penas, cuanto a pobres,
cuanto a tierra se refiere.
Miguel Hernández, al que Dámaso Alonso llamó "genial epígono" de la Generación del 27, es el poeta de los campesinos y los desheredados. Viendo la casa donde vivió se entiende mejor el origen de sus versos. Pero es al salir al patio y observar el monte por el que subía cada día con la cabrada después de recorrer el pueblo llevando las cantarillas de leche recién ordeñada, cuando uno realmente cree conocerlo. Mientras cuidaba el rebaño, el joven pastor leía y escribía sus primeros poemas. En el zurrón llevaba libros de San Juan de la Cruz, Verlaine y Virgilio que le prestaba su amigo Luis Almarcha, el cura que impidió que lo fusilaran al acabar la guerra. Cervantes, Lope, Calderón, Góngora y Garcilaso fueron sus principales maestros.
Es fácil imaginárselo en el jardín, henchido de luz a esta hora de la tarde, bajo la parra que da sombra al pozo y al lavadero, o en el huerto, apoyado en la higuera ("paraíso local (…) donde mi vida pasa / calmándole la sed cuando le abrasa"). El olor del jazmín, las macetas con flores, la buganvilla, el granero, el cobertizo con leñera junto al baño de adobe, la espuerta de serón, los canastos de esparto para meter los cántaros, el corral donde el padre de Miguel guardaba el ganado, separado del patio por una verja pintada de azul, y por fin el huerto con la morera al fondo, fueron el germen de su poesía. Luego llegaría la barbarie y el compromiso social y político, pero es aquí, con este aire levantino y el olor a pienso, donde empieza todo.