Desde que he salido del autobús no he parado de ver a turistas asiáticos ataviados con viseras y paraguas. Como zombis desorientados, caminan al ritmo taciturno del que visita un sitio por obligación. Es un viernes de julio y en Toledo el aire ha dejado de soplar. Si no viera la catedral pensaría que estoy en un sueño lleno de hogueras encendidas, con carteles que anuncian una exposición de instrumentos de tortura, una mujer exhausta tirada en la acera y un trenecito fantasma subiendo a la plaza de Zocodover. A la hora de la comida, las cámaras y los palos de selfies empiezan a desaparecer dentro de los locales que prometen aire acondicionado como si prometieran el premio de una rifa, y entonces las calles plagadas de gente y de idiomas extranjeros se convierten en calles desérticas donde sólo me acompaña mi sombra. Antes de llegar aquí arriba, en las escaleras mecánicas que he cogido al pie de la muralla, he visto ruinas de templos romanos y cactus en los balcones, y una vez en el casco antiguo, como en una procesión de souvenirs, han desfilado ante mí docenas de escaparates repletos de mazapanes y quesos, Sanchos y Quijotes, espadas y armaduras, que se iban abriendo paso entre sinagogas y vestigios del Islam. Al igual que en la pintura del Greco, en la ciudad imperial lo nuevo y lo viejo se dan la mano.
Doménikos Theotokópoulos (1541-1614) perteneció a tres mundos (el griego de Creta, el italiano de Venecia y Roma y el español de Madrid y Toledo) y fue un artista pionero que empleó diferentes técnicas hasta desarrollar su propia personalidad. Del estilo postbizantino de sus comienzos pasó al colorismo veneciano y el manierismo romano, y de ahí al expresionismo de su última etapa, que anticipó las vanguardias de principios del siglo XX. Pese al éxito que cosechó en vida, estuvo oculto durante más de 250 años. Sus contemporáneos consideraban que su obra estaba pasada de moda, y los que llegaron después no supieron apreciarla, pero en la segunda mitad del siglo XIX los románticos europeos se empezaron a interesar de nuevo por él, y unas décadas más tarde los intelectuales españoles lo rescataron del olvido. El artista marginal se convirtió en un héroe nacional, lo que propició que el marqués de la Vega Inclán se decidiera a recrear su casa y edificar un museo que albergara sus obras. Ésta no es pues la vivienda original del pintor, sino una recreación que remite a la época que el Greco pasó en Toledo y nos acerca a él a través de su pintura y la de otros artistas de las escuelas toledana, madrileña y sevillana.
Este museo atípico enclavado en la judería y rodeado de jardines y cuevas medievales se construyó sobre los cimientos de una casa del siglo XVI y del palacio renacentista de la duquesa de Arjona. Nada más entrar vemos la cocina con el trébede y el caldero de hierro donde se recibieron visitas ilustres como la de Alfonso XIII, y cuando subimos las escaleras y atravesamos el corredor que bordea el patio central, creemos estar en un corral de comedias. El estudio tranquilo y acogedor, el estrado sencillo pero de gran belleza cromática y los lienzos de las paredes nos hablan de la cultura y la sociedad toledana de aquel momento. Los azulejos, las yeserías y tinajas del patio, las contraventanas de madera oscura y algunos muebles populares y cultos que recrean los distintos ambientes de la casa, como los escritorios, las sillas de brazos, las arquetas, los bufetillos, las mesas tocineras, las tajuelas o los armarios decorados con casetones, nos trasladan directamente al Renacimiento. Pero lo importante aquí, más que las estancias, es la colección pictórica que reúne excelentes obras del pintor cretense pertenecientes a su último periodo, entre las que destacan Vista y plano de Toledo, la serie del Apostolado, los retratos psicológicos de los hermanos Antonio y Diego de Covarrubias y el retablo de san Bernardino ubicado en la capilla con artesonado mudéjar que se encuentra junto a la biblioteca.
Antes de venir a España, el Greco vivió en la Venecia de Tiziano y Tintoretto, donde aprendió los secretos de su pintura, tan diferente de la bizantina, y luego se trasladó a Roma. Pese a que su estética estaba profundamente influida por Miguel Ángel (ambos creían en un arte artificial donde la imaginación primaba sobre la imitación), el griego, como Tiziano, daba prioridad al color sobre el dibujo, y cuando dijo que sería capaz de pintar El Juicio Final de la Capilla Sixtina y que no lo haría peor que el genio florentino, provocó tal indignación que tuvo que dejar el país. Fue entonces cuando vino a trabajar al monasterio de El Escorial y consiguió sus primeros encargos en Toledo.
Los diez años que pasó en Italia fueron decisivos en su formación como pintor renacentista occidental, pero fue en la ciudad imperial donde alcanzó la genialidad. En sus primeras obras de este periodo, fechadas en 1577, se ve la influencia del manierismo (las figuras se exageran y se alargan hacia un canon imposible) y del color veneciano (comienzan a aparecer los tonos amarillos, carmesís y dorados que se convertirán en una constante), y a finales de siglo su pintura vira hacia el expresionismo. Un ejemplo de ello es la versión de la ciudad que pinta en Vista de Toledo, una obra que recuerda a Kokoschka y que Hemingway, que llegó a dedicarle un pasaje en Por quién doblan las campanas, consideraba el mejor cuadro del Museo Metropolitan de Nueva York.
La desproporción de los cuerpos, la anatomía hercúlea, las figuras sinuosas en escorzo, los contrastes, el dramatismo, el dolor arrebatado de los personajes o el rechazo a los fondos realistas serán las señas de identidad del Greco en su etapa española, decididamente anticlásica y antinaturalista. Pero hay otro rasgo que define la personalidad única de este artista extravagante que con el tiempo se convirtió en un mito, y es la espiritualidad y el misticismo que desprenden sus cuadros. Los apóstoles que podemos ver en una de las salas del museo, inspirados según Gregorio Marañón en los locos del manicomio de Toledo, son de una violencia expresiva que es imposible apartar la vista de ellos.
Hacia el final de su vida, el Greco mezcla los colores en el propio lienzo, descarga el pincel en los bordes y deja obras sin terminar. Los contornos ya no están definidos y las pinceladas se extienden como manchas impresionistas. La figura pierde importancia, ahora prima el alma y el sentimiento. Temblamos al ver que la pintura vive, que san Pedro llora, que los personajes sufren, se inquietan. Casi podemos tocar las barbas algodonadas, y los cielos de tormenta a punto de estallar resultan a la vez tenebrosos y plácidos. Colorista audaz, en palabras de Paul Lefort, el griego transformó la imagen pintada en una impresión. Su producción tardía marcó fuertemente a Macke, Klee, Kandinski, Schiele o Beckmann, y escritores como Luis Cernuda o Ezra Pound le rindieron homenaje. Artistas de todo el mundo reconocen su influjo, no en vano se habla del pintor de Creta como el precursor del arte moderno.