No es extraño que el nombre de Gueorgui Gospodínov (Yámbol, Bulgaria, 1968) no le diga mucho al lector español. Pero esto es algo que debería cambiar, y pronto. Poeta, narrador, guionista, dramaturgo y figura más representativa de las letras búlgaras poscomunistas, llega por fin a nuestro país, gracias al empeño de la editorial Fulgencio Pimentel y de su traductora María Vútova, su novela más aclamada hasta la fecha, Física de la tristeza. El libro fue una sensación en Bulgaria: su primera impresión se agotó en un día, y se convirtió en el más vendido del país en 2012. También barrió los premios nacionales de literatura, y en 2014 fue preseleccionado para varios galardones europeos importantes, incluidos el Strega, el Brücke Berlin y el Gregor Von Rezzori.
Gospodínov habita en un espacio donde lo trivial nunca puede ser desenredado de lo excepcional, donde pasado y futuro convergen en un presente que solo puede ser narrado desde los fragmentarios ángulos que conforman nuestro ser. Física de la tristeza es un receptáculo de experiencias, recuerdos e imaginación, un compendio laberíntico de historias que abarcan la completa realidad de la Bulgaria del siglo XX, que en cierto sentido, desde sus particularidades propias, es una historia universal. "En realidad no hay nada más universal que la propia cotidianidad. Aquel momento en el que lo trivial y lo sublime se entremezclan y se dan sentido mutuamente el uno al otro, eso es lo que me interesa", afirma.
Pregunta.- Escribe con fragmentos que recrean la realidad desde Grecia hasta hoy, que contienen el mundo a nivel histórico y geográfico, ¿a qué responde esa construcción laberíntica, esa inestabilidad que parece a la vez, deliberada y accidental?
Respuesta.- Encuentro el laberinto con sus meandros, titubeos, paradas y partidas como una forma natural de narración en los tiempos de angustia, de alarma e inestabilidad. La propia estructura de la novela es laberíntica. Se trata de un laberinto no en el espacio sino en el tiempo, no un laberinto horizontal, sino vertical. Con pasillos a lo largo de todo el siglo XX y remontándonos más atrás, desde el Minotauro hasta el día de hoy. La narración está hecha en forma fragmentaria porque la voz que narra es una voz llena de angustia. Esta forma de hablar exige titubeo, perplejidad, rotura del lenguaje. El problema de nuestros laberintos no es la falta de salidas, sino las múltiples salidas posibles. La inestabilidad está en la propia esencia de cada novela, en la esencia de la novela como género, al menos de las que me gustan. No me atraen las novelas puras, no hay raza aria en la novela.
Contenedores de historia
P.- La tristeza que explora es transgeneracional, se mantiene a través del tiempo y de las personas, ¿cuáles son las particularidades de la tristeza búlgara?
R.- Hablando de tristeza búlgara, la propia palabra búlgara es muy específica a nivel fonético. Si usted intenta pronunciarla hay una especie de atragantamiento, algo gutural que se queda sin decir, sin poder articular. Es la tristeza de lo que se quedó sin decir. Hay una peculiar cultura del silencio en la familia búlgara sobre temas personales. Conocemos las tristezas de imperios antiguos, el hüzün turco o la saudade portuguesa, que son tristezas por todo lo que has tenido y luego has perdido. En ese sentido la tristeza búlgara nace por un mundo que jamás te perteneció pero igualmente sientes que has perdido.
"La tristeza búlgara nace por la nostalgia de un mundo que jamás te perteneció pero igualmente sientes que has perdido"
P.- Un dilema central es el que se da entre las diversas formas de archivo, de conservación de la realidad y el elogio de lo fugaz, de lo perecedero, ¿qué considera más importante el pasado o el presente, qué prima en esta dicotomía?
R.- Nuestras historias y nuestros libros funcionan como cápsulas de tiempo. Para mí solo lo fugaz, lo limitado en el tiempo, lo que está vivo y morirá, es lo que tiene que ser conservado. En cierto modo, así es el ser humano. Las pirámides y los faraones no deben preocuparnos, se conservan por sí solos. Ése es también el papel de las historias, que a fin de cuentas son las que nos dan la ilusión de que existimos, de que las cosas que nos ocurren tienen un sentido, un significado y un orden particular. Sin las historias, somos partículas elementales en movimiento caótico. Como escritor prefiero el pasado, pero tengo que reconocer que el pasado no es nada inocente. Lo que vemos hoy es una especie de reconstrucción al estilo Frankestein, una recreación "selecta" del pasado.
P.- Mezcla en la novela dos memorias, la colectiva, de la Bulgaria del siglo XX, con la suya de la infancia. ¿Por qué? ¿Es concebible escribir de otro modo que no sea mezclando autobiografía, realidad y ficción?
R.- Seguramente es concebible, pero a mí no me interesa. Quiero narrar personalmente a través de mi cuerpo y de los cuerpos de personas concretas, a través de la biografía, no la Historia, sino las historias del mundo. Quiero que ésa sea la historia personal del mundo. Solo así me parece posible narrar la historia del mundo. En cada uno de nosotros se contiene toda la historia del mundo.
Reconstruyendo el pasado
P.- Esa fantasía de la recuperación del pasado, de cómo se queda corto su potencial utópico es una preocupación clave de la ficción actual. ¿Puede el lenguaje recrear o mejorar el pasado?
R.- El lenguaje tiene el potencial de domesticar el pasado, de narrarlo, hacer que lo entendamos, vivir con él. Pero el reconstruirlo o mejorarlo es un juego peligroso. Muchas de las ideologías populistas a día de hoy se legitiman a través del pasado, a través de un pasado "inventado", recreado y reconstruido. Un poco al estilo "Make the past great again".
"Solo en la infancia es posible la inmortalidad, solo entonces la empatía hacia el mundo está completa"
P.- Algunas de las páginas más optimistas del libro son las dedicadas al nacimiento, ¿es esta la forma real de perpetuar el pasado, a través del recuerdo de personas que nos sucedan?
R.- Sí, al fin y al cabo, creo que la persona es la única máquina de tiempo. Lo raro es que no se da cuenta y está todo el tiempo intentando inventar otras. Los niños y la infancia es uno de los temas más importantes para mí. Solo en la infancia es posible la inmortalidad, aunque sea por ese lapso de tiempo. Solo entonces la empatía hacia el mundo está completa. Me parece que solo de niños, antes del lenguaje, tenemos acceso al secreto del universo. Cuando aparece el lenguaje, el secreto se olvida. Y no hacemos más que intentar recuperar a posteriori a través del lenguaje aquello que conocíamos antes.
P.- Esa obsesión por las cápsulas del tiempo habla de una proyección hacia el futuro, especialmente virulenta en los años 70 y 80. ¿Por qué ya no existe ese sentimiento?
R.- Porque tenemos un grave déficit de futuro. Lo diré de esta forma paradójica: nuestro pasado tenía mucho más futuro que nuestro presente. Tenemos la sensación de encontrarnos en un borde a partir del cual nada bueno nos espera, y por eso lentamente volvemos la cabeza hacia atrás. El futuro está cancelado, esta es la sensación con la que vivimos. Sin embargo, considero muy saludable esa sensación, ese tipo de saber. Nuestras obsesiones por el futuro jamás nos han solucionado los problemas, y por fin empezamos a darnos cuenta de ello. Podemos llegar a Marte pero ello no nos ayudará a salir de la cocina de nuestros propios escándalos.
La semana pasada, justo antes de su viaje a España, Gospodínov recogió un nuevo reconocimiento el Gran Premio de Sofía para aporte a la cultura. En su discurso, hizo una encendida defensa de ésta última y, por supuesto, de la literatura. "Ambas tiene hoy especial importancia por dos razones.
"Nuestras obsesiones por el futuro jamás nos han solucionado los problemas, y por fin empezamos a darnos cuenta de ello"
En primer lugar porque producen memoria, necesaria para sentir vergüenza cuando traspasamos ciertas fronteras de lo humano. Hoy sentimos poca vergüenza y dudamos poco, pero la vergüenza y la duda, el titubeo, son precisamente los temas que maneja la literatura", opina el escritor. "Además, porque la literatura trabaja contra el déficit de empatía que sufre nuestra sociedad. Es mucho más difícil golpear y humillar a alguien que acaba de contarte sobre sus hijos o sobre su familia. Así que no debemos menospreciar a la literatura. La literatura tiene un papel de salvavidas".
Un papel que Gospodínov reserva en la novela para una figura clave y recurrente, el Minotauro, que representa como una víctima, presa de un cautiverio e incapaz de hablar. "En ningún texto antiguo hay misericordia y compasión por él. No escuché su voz. En todas partes es un monstruo total. Pero si leemos con mucha atención el mito en sí, veremos qué gran injusticia se esconde allí. El Minotauro, al fin y al cabo, es un niño pequeño al que arrojaron al sótano del Palacio de Minos", reflexiona el escritor. "De niños en los 70, cuando nos portábamos mal, nos solían encerrar en la oscuridad del sótano y ahí puedes darte cuenta de lo que significa ser el Minotauro". Este paralelismo de niños abandonados se convirtió en la base de la novela, pues para Gospodínov, el mito convierte al niño en monstruo para ocultar el pecado de haberlo abandonado, para eliminar nuestra empatía por él. "Solemos hacer eso: convertir en monstruos a nuestras propias víctimas, a aquellos que nosotros mismos hemos humillado y herido. Las mitologías, igual que las ideologías, no sienten empatía. Probablemente a día de hoy los refugiados y los inmigrantes son los nuevos minotauros".
El límite de los recuerdos
P.- El narrador tiene una enfermedad o un don, la empatía patológica, que le permite adentrarse y vivir recuerdos ajenos, ¿es una metáfora del papel del escritor?
R.- Sin empatía no es posible escribir ni tampoco leer libros, ésa es la condición mínima para que la literatura exista. A través de la empatía podemos narrar cada historia al menos de dos formas, podemos cambiar el punto de vista. Hay una formula gramaticalmente incorrecta pero que encuentro semánticamente acertada: yo somos.
"En Bulgaría ni siquiera nos hemos contado en su totalidad la historia de los años comunistas, los traumas personales"
P.- Han pasado casi tres décadas desde la caída del Muro y Bulgaria pertenece a la UE, ¿qué queda hoy de la Bulgaria anterior a 1989? ¿Ha desaparecido ese sentimiento claustrofóbico de aislamiento presente en la novela?
R.- Yo tenía 21 años, era estudiante universitario cuando cayó el Muro. Gran parte de la vida de mi generación transcurrió en las calles de la ciudad durante las manifestaciones y las protestas. Recuerdo cómo en una de las primeras manifestaciones un colega de la universidad dijo: "No quiero desanimaros pero seguro que tiene que pasar al menos un año hasta que las cosas cambien aquí". Y nosotros dijimos: "¡Qué dices, un año entero!". Ahora, treinta años después solo podemos reírnos de aquella ingenuidad e inocencia. No estoy seguro que esa claustrofobia haya desaparecido, al menos en cuanto a mi generación y la anterior. Ni siquiera nos hemos contado en su totalidad la historia de aquel tiempo, no nos hemos contado nuestros traumas e historias personales.
P.- Acaba de publicar Todos nuestros cuerpos, ¿en qué consiste el libro y en qué trabaja ahora?
R.- Todos nuestros cuerpos es un libro de 103 microhistorias, la más corta de 3 palabras y la más larga de página y media. Como indica el título, son las historias de todos los cuerpos que habitamos a través de los años. Se trata también de la capacidad de la literatura de producir recuerdos reales. Recuerdo nítidamente cómo mi abuelo me llevó a ver el hielo que Melquiades trajo a Macondo, recuerdo como estoy tumbado en el campo de Austerliz como el conde Bolkonsky, herido, y por primera vez veo las nubes sobre mí. Todos esos recuerdos a veces son mucho más reales que los recuerdos de las cosas que me ocurrieron la semana pasada. Ahora estoy trabajando en una novela sobre los miedos y lo poco inocente que puede ser esa reconstrucción y recuperación del pasado.