Ignacio Peyró. Ilustración: Ulises

Ignacio Peyró (Madrid, 1980) ha escrito un libro riquísimo, y con mucha enjundia. En Comimos y bebimos nos invita a visitar barras memorables y mesas suculentas. Un festín literario, con erudición y humor de postre.

¿Qué libro tiene entre manos?

Canadiana, de Juan Claudio de Ramón. Y unos poemas de Jiménez Lozano.



¿Qué le hace abandonar la lectura de un libro?

Desinterés sobrevenido o sueño nocturno.



¿Con qué personaje le gustaría tomar un café mañana?

El Barnabooth de Larbaud.



¿Cómo le gusta leer, cuáles son sus hábitos de lectura?

Leo y escribo como sea y donde sea -pero el ruido es una maldición-.



Cuéntenos la experiencia cultural que cambió su manera de ver la vida.

Descubrir -doce años- las coplas de Manrique. Ahí había un mundo de precisión, belleza y hondura. El romancero. Esa primera poesía que se colaba en los libros de texto de los niños. Es un descubrimiento no por convencional menos violento. No me he recuperado todavía.



¿De qué libro le hubiera gustado ser autor?

Algo amable, irreprochable y breve: la Miss Giacomini de Miguel Villalonga, por ejemplo.



¿A qué sabe más su último libro, Comimos y bebimos: a literatura, a gastronomía, a memoria de bon vivant...?

Lo suyo sería que gustara al literato sin irritar al gastrónomo, y al revés. La mesa y la cocina son magníficos observatorios para escribir sobre la vida.



En su prólogo escribe usted que cada vez estamos más familiarizados con los triglicéridos y menos con los chuletones. ¿Qué nos pasa, doctor?

La tensión por la mejora personal es propia de nuestro tiempo -y a veces es muy exigente: siempre más productivos, más guapos, más capaces-. En mi caso, de todos modos, el paso del chuletón a los triglicéridos es solo una muestra de respeto al tiempo ido.



¿En qué país cree que se come mejor? Cuéntenos su mejor experiencia gastronómica.

En occidente, como señalaba Moulin, donde mejor se cocina es en los países católicos. La despensa española, donde cada playa da nombre a una gamba, es interminable. ¿Experiencias? Me bastan los días atrás en Málaga: concha fina, bolo, gazpachuelo, caldillo de pintarroja...



Las últimas generaciones parece que beben más cerveza que vino. ¿Le parece preocupante?

Bueno, se bebe menos vino pero se bebe mejor vino. A la vez, hemos perdido trato y familiaridad con él. La sofisticación, el punto esnob o el oscurantismo alejan a la gente. Somos un país de calor y hay que apostar por vinos jóvenes, ácidos, frescos y florales.



Muchos libros de recetas, pero poca literatura gastronómica. ¿Quiere usted enlazar con los Lujan, de la Serna...?

Ese es un club muy selecto. Podríamos añadir a Pla, a Perucho, a Coquet, a Liebling, a Fisher. Al placer le ha costado mucho ser visto como arte mayor, y ellos supieron escribir con una sensualidad muy propia para el tema y con un añadido de capricho literario y erudición festiva.



¿Qué tipo de música escucha habitualmente?

Lo que nos manda a un grupo Daniel Capó, sumiller excelso en estas cosas y enamorado de Celibidache.



¿Le importa la crítica, le sirve para algo?

No somos Dante. Lo normal es que nos critiquen. Pero la escritura tiene algo de automedicación y debemos hacernos un poco de caso -a la vez que no tomamos un pellizco por una afrenta huracanada-.



¿Entiende, le emociona, el arte contemporáneo? Me gustan más las obras que aspiran a una cierta belleza que las que aspiran a hacer un comentario irónico o subversivo sobre la idea de belleza.



¿De qué artista le gustaría tener una obra en casa?

Agradecería un préstamo del Jovellanos de Goya.



¿Le gusta España? Denos sus razones.

¡Claro! Amo España como si fuese extranjero. Hay un apego de la vivencia, una admiración por los progresos realizados y una fascinación por un país complejo y brillante, al que incluso nosotros mismos tantas veces miramos con los anteojos del cliché.