Luis Landero
Luis Landero vuelve a la novela porque "no tiene otro lugar adonde ir". Lluvia fina es quizá su obra más terrible, más oscura, y la ha escrito "apenas sin esfuerzo, como llevado en volandas por la sola fuerza de la acción". Partiendo de un suceso real, el escritor pacense vuelve a indagar en las tensiones familiares.
Landero asegura además que tiene la sensación de que la novela se ha escrito sola, “sin apenas esfuerzo, como llevada en volandas por la sola fuerza de la acción. Leí una noticia en un periódico sobre una trifulca familiar, y de pronto, no sé de qué manera, vi el libro ya escrito y hasta impreso, y con su título ya definitivo: Lluvia fina. Nunca me había ocurrido algo así. Lo anduve cortejando durante tres o cuatro meses, dándole vueltas, madurando la idea, y luego en otros cuatro o cinco meses lo escribí. Inventar y estructurar me resulta sencillo y divertido. Lo más difícil, y lo más apasionante, es escribir. Ahí es donde uno se la juega, en la invención menuda e imprevisible que hay en cada frase, en cada párrafo, en cada capítulo. Ahí es donde comparece, o no, la inspiración".
Pregunta- De todas formas, Lluvia fina nace de un suceso real, de un reencuentro familiar que terminó en tragedia. En su novela es la celebración del 80 cumpleaños de la matriarca de la familia la que lo desencadena todo. No parece que hayamos cambiado tanto desde los griegos, porque, ¿no es la familia la raíz de todo conflicto?
Respuesta- Claro, porque la familia es la primera y más elemental forma de relación humana, y toda relación es conflictiva. Conflictos a veces mínimos, pequeñas heridas que nunca acaban de cerrarse, chinitas en el zapato, pero que pueden convertirse en agravios irreparables. A veces son cosas de la niñez: porque tú me dijiste, porque yo estaba llorando y tú no me hiciste caso... Y esas pequeñas cosas la imaginación las agranda, las enriquece con nuevos motivos, las remacha con nuevos argumentos, y así se crea un pasado apócrifo, legendario, que es ya casi imposible de rebatir. Decía Oliver Sacks que los que creen haber sido raptados por alienígenas no mienten; están convencidos de su verdad. Y esto de falsificar el pasado ocurre también con los colectivos, es decir, con las familias, las tribus y los pueblos. La memoria hunde sus raíces, y se alimenta, de lo legendario y de lo épico. En fin, así nos va.
P- ¿Cuándo, qué le hizo descubrir que “los relatos no son inocentes”, que siempre hay algo en las palabras “que entraña un riesgo, una amenaza”?
R- Bueno, esto es algo que te lo enseña la vida desde muy pronto. Un equívoco verbal, un malentendido, un silencio anómalo, pueden tener consecuencias imprevisibles. Puede deteriorar y hasta destruir una amistad o una relación sentimental. Esto lo expone maravillosamente Otelo, de Shakespeare. Otelo seduce a Desdémona con palabras, Yago siembra en Otelo la semilla de los celos con palabras, Otelo se envenena con palabras, y al final las palabras terminan destruyendo a todos. Como decía Octavio Paz: "Cuidemos las palabras y cuidémonos de ellas". Ahora estamos en época de elecciones: cuidado con las palabras, porque entre el nombre y la cosa a veces hay muy poca distancia, y porque hoy, con las redes sociales, cualquier episodio con visos de verosimilitud puede pasar por verdadero.
P- Lluvia fina es quizá su novela más terrible, más oscura, ¿responde a su pesimismo actual ante estos tiempos?
R- No creo que sea tan terrible ni tan oscura. Comparada con lo que nos cuentan diariamente los periódicos, y no digamos un manual de historia, o con Edipo rey, la Celestina, Hamlet, Rojo y negro..., mi novela es casi un cuento de hadas. Bueno, dejémoslo en una pequeña tragedia doméstica. Respecto a estos tiempo... Desde hace unos 80 años, vivimos los momentos estelares de la humanidad. Fuera de África, que es un caso aparte, en el resto del mundo jamás se ha vivido mejor que ahora, y no digamos en Europa. Nunca ha habido tanta paz y tanto bienestar. ¿De dónde viene entonces el malestar que se respira por todas partes? Quizá provenga de la propia condición humana, de nuestras propias frustraciones personales. Somos efímeros, frágiles, insignificantes y mortales, este es el problema. Por mucho que intentemos evadirnos, o aturdirnos, no hay forma de sortear nuestro destino trágico.
P- El personaje de la madre es abrumador. Es la que niega la alegría que provocaba ese gran fabulador que era el padre (por no hablar de cómo entrega a su hija a un pederasta)... ¿refleja quizá a toda esa generación de mujeres de posguerra que aprendió a sobrevivir ante todo?
R- Sin duda. El personaje de la madre yo lo he conocido en la vida real. Para esas mujeres, solo había una misión en la vida: sobrevivir. Lo demás es secundario. Son personas modeladas por la pobreza y por el miedo. Y, por supuesto, por la ignorancia, que es la partera de casi todas las desdichas humanas. En mi novela, todo lo que hace la madre lo hace por el bien de los hijos. A su modo, es una madre ejemplar. Finalmente, todos son víctimas de esa mentalidad forjada en la miseria, en la ignorancia y en el fatalismo.
P- Todos hemos conocido a un Gabriel (o hemos jugado a ser como él), esto es, alguien que se sueña mejor, más libre, más feliz, y que debe enfrentarse a la desilusión absoluta... ¿Qué es el fracaso para usted, como persona y como narrador?
R- El esquema del fracaso suele ser siempre el mismo: de jóvenes apostamos fuertes, venimos a reventar la banca, a "llevarnos el mundo por delante". Pasa el tiempo y... no hace falta contarlo, ¿no? Ahí estamos nosotros, con nuestra pareja de jotas y nuestra cara de gilipollas. Y es que las ilusiones de hoy suelen ser las amarguras de mañana. Pero la vida es hermosa, ya lo creo que sí. Los filósofos nos enseñan a precavernos de los espejismos de la felicidad y de la desesperación, y de las desmesuras de Ícaro, o de los de la Torre de Babel, o de los ermitaños del desierto. En mi infancia yo he conocido a gente de un vivir modesto y alegre. Gente sencilla, de buen conformar, en el buen sentido de la palabra, y esos son mis modelos. Ni éxito ni fracaso. Como en aquel poema de Machado: "Son buenas gentes que viven,/laboran, pasan y sueñan,/y en un día como tantos,/descansan bajo la tierra". Pero claro..., para eso hace falta una pureza de espíritu de la que yo carezco, no sé si para bien o para mal.
P- De pronto la protagonista del relato, Aurora, la oyente de todas las desdichas, descubre que no puede más y apaga el móvil. Le abruma tanto mensaje, tanta llamada. ¿Por qué no nos gusta el silencio ya?
R- El silencio ahora mismo, con tanto ruido mediático, es un don impagable. Se piensa poco y se opina mucho. Vivimos en el año 20 después de Internet, en una especie de nueva edad, postcontemporánea o algo así, y estamos como niños en la mañana de Reyes. Ya veremos qué pasa cuando nos cansemos de este nuevo y formidable juguete. Pero es curioso, porque Internet ha empobrecido las relaciones sociales. Ya no hay conversaciones sosegadas, con intercambio de experiencias y de opiniones, o el estar sin hacer nada, mirando, observando, pensando, perdido en ensoñaciones... Ahora ya no hay tiempo para esto, ni para leer, y ni siquiera para pensar. Internet, y sobre todo el móvil, ha acabado con esos hábitos milenarios. Ahora estamos comunicados con gente de todo el mundo, y podemos intervenir brevemente en coloquios multitudinarios, pero a la vez estamos más aislados que nunca. Es una paradoja descomunal.
P- El libro nació mientras seguía casi paso a paso los sucesos del procès: ¿cuál sería el desenlace lógico?
R- No tengo ni idea de cómo acabará este sainete trágico. Parece que el procès es un conflicto artificial, creado para su propio interés y disfrute por una burguesía rancia y corrupta, y que el invento se le ha ido de las manos. No creo que esto se arregle ni se deba arreglar por las bravas. Hay que dejar que el tiempo haga su oficio, que, como dice un amigo mío, las aguas vuelvan a su cauce y quede solo el cieno de la tristeza. Heródoto cuenta que los antiguos persas, cuando tenían que tratar un negocio, lo discutían primero en estado de sobriedad, y luego en estado de ebriedad. Si en ambos casos llegaban a un acuerdo, se cerraba el trato. Si no, se rompía o se apelaba a un arbitraje. En España tendemos a hablar en estado de ebriedad, y además tenemos mal vino. En fin, esperemos que las cosas no intenten arreglarse como se estilan en este país: es decir, a hostias.
P- Quizá lo que más sorprende es la incapacidad de la clase política nacionalista (catalana y española) para entenderse. ¿Tenemos los políticos que nos merecemos?
R- Me gustaría decir que no, pero quizá sea que sí. Quizá esto sea lo que nos merecemos, políticos de piscifactoría, robóticos, ignorantes e insustanciales. Pero también sé que hay mucha gente en este país que merecería mejor suerte.
P- ¿Y si el Gran Pentapolín (la leyenda familiar que explica Lluvia fina) llamara a su puerta y le pidiese que le siguiera en su próxima gran aventura?
R- Con el Gran Pentapolín yo me iría al fin del mundo, a revivir todo ese mundo de aventuras maravillosas que nos hizo felices en la infancia.
@nmazancot