"Sois conscientes de lo útil que puede ser mi Leica para la causa, ¿verdad?”, afirmaba Gerda Taro poco antes de partir para una España en guerra donde encontraría su triste final. Con esta convicción en mente, nada ni nadie fue capaz de disuadirla de participar en un conflicto que se sentía entonces como determinante para el futuro de Europa. Y es que, si hay una palabra para definir a Gerta Pohorylle, nombre real de la fotógrafa, más allá de su magnético atractivo, de sus ansias de libertad y de su a veces furioso compromiso político, es independencia. La misma que le hizo renegar de sus orígenes burgueses y huir de una Alemania a punto de arder bajo el nazismo para terminar sus días en un hospital de El Escorial en plena Guerra Civil poco antes de cumplir los 27 años.
De esta accidentada trayectoria vital, paralela a los complejos años vividos en la Europa de entreguerras da cuenta la novela La chica de la Leica (Tusquets), de la escritora italoalemana Helena Janeczek (Múnich, 1964), una delicada biografía, Premio Strega 2018, que recompone el olvidado rostro de la primera fotoperiodista de guerra y creadora del famoso alias Robert Capa, al tiempo que reconstruye toda una galería de personajes que arroja un poco de luz sobre unos años donde juventud y compromiso eran inevitables sinónimos. La escritora encontró a la fotógrafa en 2009 cuando acudió a ver una exposición de fotos de Robert Capa para documentarse para su novela Las golondrinas de Montecassino, escenario de una de las más cruentas batallas de la Segunda Guerra Mundial. “No había fotos italianas, pero sí fotos de Gerda Taro en la guerra española”, explica. “Me interesó porque en aquel entonces todos me preguntaban en Italia por qué una mujer escribía sobre la guerra. Y me dije, vaya, pero si no soy la única mujer que se interesa por una guerra”.
La biografía de Janeczek, sin rehuir el rigor, pretende trascender el clásico compendio biográfico para ser algo más. “Mi novela no pretende descubrir y describir a Gerda Taro, sino entender cómo se fraguó el personaje que terminaría siendo Gerda Taro”. Para ello, la autora subraya más algunas facetas de ella en algunos periodos que no son necesariamente los más famosos, y apoya la narración en tres amigos de juventud de la fotógrafa conocidos en sus años alemanes. Es en ellos, en la lucha antinazi de Leipzig y Berlín, donde la todavía Gerta Pohorylle adquiriría su militante compromiso con la efervescente y heterodoxa izquierda alemana. En 1933 fue detenida por hacer campaña contra el gobierno nazi y tras un fugaz paso por la cárcel decidió emigrar a París, donde trabajó de niñera, de camarera, de mecanógrafa de un psicoanalista y de secretaria en la agencia Alliance Photo.
“Las miradas de estos amigos son clave para entender hasta qué punto Gerda era fascinante”, explica Janeczek. “Siempre fue la alegría de vivir en cualquier parte. Quería contar el tipo de energía que ella transmitía a los demás, el amor que lograba provocar, pero también mostrar sus defectos. Tenía terror a unos vínculos que coartaran su independencia y en este sentido, era a veces muy difícil de tratar”. Sin embrago, estos recuerdos en los que también existe un poso crítico, se ven satinados por el brillo nostálgico de lo prematuramente perdido.
Entre el realismo y el idealismo
Pero como deja claro el libro de Janeczek, lo imprescindible para entender a Gerda Taro es el contexto, no separarla de ese convulso periodo de entreguerras, que aparece en la novela como un fresco vivo donde la juventud vivía con intensidad y compromiso social y político el día a día. “Esa también es una de las razones que me llevan a hacer esa especie de mosaico alrededor suyo. La idea es que, a pesar de que fuera fantástica, igual que Capa, pues eran personas efectivamente extraordinarias, formaba parte de una generación de jóvenes y de una manera de posicionarse en la vida que les apoyaba y sustentaba”, opina la escritora. “Hay un punto intermedio entre la ideología y la individualidad de cada uno, que se muestra en las sólidas relaciones entre todos ellos. Unas relaciones muy fuertes, casi familiares, forjadas en el círculo de exiliados en París”.
Este nuevo trabaja pronto se enlaza con el compromiso que Gerda traía cosido a la piel desde su Alemania natal, y con veintipocos años se cuelga su cámara al cuello y se viene a una España en guerra. “Siempre fueron muy conscientes de la importancia de esta guerra, y dice mucho de su carácter que con poco más de veinte años fueran capaces del humor de combinar esas pequeñas triquiñuelas de héroes picarescos como los seudónimos y otras pequeñas trampas, con el compromiso y las ganas de luchar contra el fascismo, de venir a España”, apunta Janeczek, que asegura que ambos tenían “un espíritu un poco aventurero y fatalista” que hizo que se plantaran aquí “como dos cohetes" en cuanto empezó la guerra".
Famosa entre los escritores e intelectuales de la España republicana como Rafael Alberti, la ya conocida como "pequeña rubia", contaba con las simpatías de milicianos y periodistas extranjeros. "Trabajan codo con codo los primeros meses y vendían las fotos de ambos como de Robert Capa para cobrar más, pero cada uno tiene un periódico propio que publica sus fotos", explica Janeczek. "Sin embargo también fueron muy generosos con sus fotos porque valoraban la importancia de dar a conocer lo que estaba ocurriendo. Las cedían gratis a las publicaciones de propaganda de la república para carteles, manifiestos, montajes, todo lo que tuviera una finalidad ideológica y de lucha política".
Dar la vida por la causa
Del trabajo de Gerda en solitario, que tras su muerte se adjudicó en su mayoría erróneamente a un destrozado Friedmann, su reportaje más importante fue el de la primera fase de la Batalla de Brunete, publicado en Regards en julio del 37. Gerda fue testigo del inicial triunfo republicano, sin embargo poco después las tropas franquistas iniciarían un contraataque, y decidió volver al frente, donde fue testigo de los bombardeos de la aviación del bando sublevado, y de la derrota, en cuya desordenada retirada perdería la vida arrollada por un tanque. A pesar de las especulaciones, fruto de las a la postre fatídicas tensiones entre las diferentes facciones de izquierdas, "su muerte fue un trágico accidente", insiste la autora.
Decenas de miles de personas, un abigarrado y heterogéneo grupo de emigrantes anónimos y amigos junto a personajes de la cultura como Cartier-Bresson, Louis Aragon o Giacometti, que talló su monumento fúnebre, acudieron al cortejo fúnebre que recorrió las calles de París hasta el cementerio del Père-Lachaise unos días después, coincidiendo con el 27 cumpleaños de Gerda. Hubo quien de nuevo acusó a ciertos grupos de querer convertir en una mártir de la lucha contra el fascismo a quien fue por derecho la primera fotoperiodista mujer en perder la vida en el campo de batalla y una de las pioneras de la fotografía bélica.
Pero para Janeczek, más allá de sus estupendas y reveladoras fotos, casi todas recuperadas en la famosa maleta hallada en 1995, el legado que deja Gerda Taro es "el trazo de un deseo de independencia, de una vida libre que muchos, especialmente las mujeres, empezaron a tener en esos años de entreguerras", afirma. "Ella fue un emblema de este deseo de libertad y para todos los que la conocieron representaba la posibilidad de realizar el viejo ideal de libertad, igualdad y fraternidad. Un sueño por el que dio su vida".