A comienzos de la década de los 90 el resquebrajamiento y definitivo desplome de la Unión Soviética invitaba a un esperanzador optimismo para la democracia, que se tradujo en una palpable expansión global de esta. De ello se hizo eco el politólogo norteamericano Francis Fukuyama (Chicago, 1952) en su primero ensayo y luego libro ¿El fin de la historia?, que alcanzó resonancias mundiales. Tres décadas después, nuevos enemigos amenazan una democracia en la que Fukuyama nunca ha dejado de creer.
En su nuevo libro Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento (Deusto), el politólogo responde al auge de la autocracia y el extremismo diseccionando las claves que hacen peligrar en muchos países la libertad democrática. Unos problemas que, a su juicio, estriban en el fundamental cambio que ha sufrido la política en la última década, en la que el concepto de ciudadanía ha sido sustituido por las demandas de carácter identitario que exacerban el odio antiinmigratorio y abren la puerta a políticas supremacistas y chovinistas.
Pregunta. La escalada de la democracia que parecía imparable en los 90 está en recesión, ¿qué ha ocurrido?
Respuesta. Existe un gran número de causas que explican este paulatino auge de los líderes autoritarios a nivel global, pero principalmente, debemos fijarnos en los cambios económicos provocados por la globalización, la pérdida de empleos de la clase trabajadora y los altos niveles de migración, que han amenazado el estatus de muchas personas. Pero el problema más grave no es simplemente la escalada antidemocrática global, casi esperable en regímenes como los de China o Rusia, países muy seguros en la defensa de sus modelos alternativos, sino el perturbador auge del populismo en el seno de las democracias liberales, que se hizo muy presente en 2016 con la elección de Donald Trump en Estados Unidos y el Brexit en Reino Unido. Este paso en dos de las democracias más antiguas y estables del mundo fue muy significativo y tuvo gran repercusión y creó una especie de agujero en el orden internacional.
P. Durante el siglo XX el espectro político se desplegaba de izquierdas a derechas en función de la economía o las políticas sociales, pero afirma usted que hoy el elemento clave es la identidad, ¿por qué?
R. Desde hace unos años el sentimiento identitario prima para los votantes sobre muchas otras cuestiones. La prueba la vemos en el alzamiento de los partidos que basan su política en preservar y potenciar la identidad nacional y en atacar la inmigración, como Orbán en Hungría o Trump en Estados Unidos, que está debilitando la economía a costa de hacer de la lucha contra la inmigración y la defensa de las fronteras el centro de su política. Este discurso reaccionario de protegerse de la globalización y preservar la cultura nacional se ha extendido a partidos de izquierda y derecha, pero la derecha lo ha captado y aprovechado mucho mejor porque los grupos de de izquierda están más comprometidos con los derechos humanos globales.
"Si el auge del populismo identitario se debiera sólo a la crisis económica hubiéramos asisitido a un repunte de la izquierda que no se ha producido"
P. Se ha apuntado como una causa clave del surgimiento del populismo nacionalista la crisis económica y la posterior recesión, ¿desaparecería este clima con una mejora de la economía?
P. Ese concepto de identidad puede ser ambiguo y polisémico, ¿en qué sentido lo utiliza usted, cómo podríamos definirlo?
R. Es una parte intrínseca del ser humano, la tercera pata de nuestra psicología, junto a la razón y el deseo. La identidad se basa en la creencia humana universal de que uno tiene una dignidad interna que no se reconoce. Todo el mundo aspira a la dignidad, y como afecta a un intangible como el deseo de reconocimiento, de estima, trasciende el bienestar material y económico. Por ejemplo, en el Brexit, la gente puso en una balanza las pérdidas económicas de salir de la Unión Europea, quizá perder su trabajo, frente a su deseo de preservar la identidad nacional y parar la inmigración. Y ya vimos el resultado.
"El aspecto específicamente moderno de esto es la alta valoración moral que se coloca en ese auténtico yo interior, y la creencia de que la sociedad circundante debe cambiar su evaluación de ese yo. Puede tomar la forma de nacionalismo, autoexpresión individual o solidaridad con otras personas dentro de un grupo marginado", explica el autor. Pero este concepto que ha revolucionado la política tradicional y está llamado a definir su futuro inmediato, no es un invento reciente, como explica Fukuyama. En su libro, el politólogo rastrea los orígenes del surgimiento de identidad individual, primero religiosa y luego social, política. "La identidad se ha estado desarrollando en Occidente durante siglos. Comienza con la Reforma de Lutero, cuando empezó, todavía en un ámbito religioso, a pensarse que el individuo interior era más importante que el resto de reglas externas y estructuras sociales. Y después se fue generalizando y secularizando a través del pensamiento de filósofos como Kant y Rousseau".
Sin embargo, esta búsqueda de la identidad, en principio positiva y beneficiosa para el ser humano, ciertos peligros, como advierte el politólogo, la formación de grupos que intenten imponerse a la sociedad como los nacionalismos étnicos o modelos de fundamento religioso como el islamismo. Además, a mediados del siglo pasado, "muchos partidos de izquierda comenzaron a redefinir la desigualdad no como un problema de toda la ciudadanía y del proletariado, sino más bien como una característica de grupos particulares como minorías raciales, inmigrantes, mujeres, homosexuales...", explica Fukuyama. "Los derechos pasaron a ser considerados no como la reivindicación de los individuos, sino de grupos que se escindieron del conjunto de la ciudadanía. Este tipo de políticas de identidad corre el riesgo de centrarse en características biológicas como la raza o la etnia a expensas del universalismo de los verdaderos derechos liberales", lamenta el autor.
"Para volver a su lugar político, la izquierda necesita poder hablar sobre la nación y la identidad nacional"
P. Para explicar el fracaso de la izquierda en los últimos años, usted apunta que ésta ha perdido su secular espíritu universalista y su sentido de clase, ¿qué debe hacer para recuperar su posición en la política?
R. Creo que la izquierda se equivocó cuando comenzó a reconceptualizar el significado de desigualdad. En el siglo XX, el objeto de la desigualdad injusta era la clase trabajadora. Pero poco a poco los partidos fueron centrando sus reclamaciones en estos pequeños grupos perdiendo el contacto con esa clase obrera tradicional. Esa es una de las razones por las que los antiguos votantes comunistas o socialistas se han pasado a la derecha populista, porque la izquierda ya no los representa, representa a otra gente. Para volver a su lugar la izquierda necesita poder hablar sobre la nación y la identidad nacional, no en la forma exclusiva y agresiva que adoptó a principios del siglo XX, sino en términos de ideales democráticos como el constitucionalismo, el estado de derecho y la igualdad democrática. Y es muy deseable que lo logre.
P. Saliendo de la política occidental, ¿son el capitalismo de estado chino o la plutocracia rusa las únicas alternativas a nuestro capitalismo, como sus líderes propugnan?
R. No creo que Rusia sea un competidor real, ya que no ha logrado crear una economía moderna y competitiva basada en otra cosa que no sean las exportaciones de energía. Además, su sistema político sigue siendo altamente personalista alrededor de Vladimir Putin. Por su parte, el partido comunista chino ha logrado crear una dictadura mucho más institucionalizada, aunque eso está siendo cuestionado por la abolición de los límites de mandato de Xi para la presidencia. Sin embargo, por motivos obvios, el modelo de China es muy difícil de replicar.
P. Repasa varios modelos con diverso éxito de integración cultural, como Estados Unidos, Francia, Reino Unido... ¿por qué es importante integrar a toda clase de ciudadanos?
R. Estados Unidos ha tenido un éxito relativo en la creación, al final de la era de los Derechos Civiles, de una identidad nacional que no se basaba en el origen étnico o la religión, sino en ideas de democracia. Francia también tiene una tradición republicana que surge de la Revolución Francesa que enfatiza la ciudadanía basada en la cultura francesa y no en la raza. Pero la clave es que en todos estos países, y cada vez más a nivel global, las sociedades se vuelven cada vez más diversas, y creo que nunca podremos alcanzar la paz social y desarrollar un sentido de pertenencia a la comunidad basándonos en cosas como la identidad, la raza y la religión, sino con las ideas. Es lo que llamo en el libro identidad de credo, creer en los principios democráticos, la constitución, el imperio de la ley, la igualdad, cierto orden político, todo ello básico para incluir a la gente. Todo esto puede conseguir la creación de un nuevo tipo de identidad basada en una comprensión liberal de la identidad nacional integrada en una comunidad democrática.
"El Estado todavía es el baluarte del poder en el mundo porque la democracia es mucho más legítima a nivel nacional. La UE es una utopía"
P. Muchos analistas hablan del fin de los Estados, pero usted defiende lo contrario, que son más necesarios que nunca, ¿por qué? ¿Es la Unión Europea una utopía?
P. El libro termina hablando de soluciones, ¿cómo es posible conciliar esas identidades? ¿Qué necesita la democracia liberal, cuestionada en muchos frentes, para triunfar?
R. Para empezar, creo que las identidades son algo muy flexible, que tiene muchos niveles. El problema a nivel político es cómo lograr integrarlas y hacer sentir a la gente miembros de una comunidad democrática. No es una pregunta sobre si la identidad nacional reemplaza al resto sino cómo puede complementar a todas esas identidades religiosas, sexuales, individuales... e interactuar positivamente en una democracia. Porque lo que está claro es que la democracia liberal es el mejor sistema posible, en el que la elección democrática está limitada por un sistema constitucional que impide la concentración excesiva de poder en un ejecutivo. A largo plazo, este sistema apoya mejor el crecimiento económico, resiste la corrupción a gran escala y protege los derechos de las poblaciones minoritarias.