'Matar a un ruiseñor': ¿Dónde se fueron los pájaros?
Aunque las adaptaciones suelen habitar el microcosmos de las creaciones sospechosas, de vez en cuando uno tiene que rendirse al disfrute de estas iniciativas. Pese a que Matar a un ruiseñor (Harper Lee, 1960) sea un clásico reconocido del siglo XX en Estados Unidos serán pocos los que en estas latitudes conozcan la novela de primera mano. Con suerte recordaran a Gregory Peck en su papel del abogado Atticus Finch en la película de 1962.
Por eso se torna en magnífica ocasión la que nos brinda Random House para deambular por el pueblo de Maycomb, impregnado de las costumbres sureñas y prejuicios racistas tan habituales en aquellos años 30. Y es que la versión que realiza el solvente ilustrador Fred Fordham del clásico de Harper Lee merece algo más que simple atención.
No hacen falta más que un par de páginas para quedar atrapados en el imaginario pueblo de Alabama donde transcurren las escaramuzas de la joven Scout y la familia Finch. He seguido con interés las vicisitudes de los protagonistas, he correteado por sus calles y sus campos, me he escondido en un porche y una alambrada me ha trabado el pantalón. He escuchado las discusiones y los argumentos que Atticus Finch esgrime para confirmar sus razones de defender al joven negro Tom Robinson. Me ha interesado el destino de sus vidas, me he compadecido con la resolución del jurado y confirmado que la justicia no es ciega. Al menos al color de la piel.
Cuando uno lee esta adaptación se siente tentado a curiosear la creación de Harper Lee donde explora la realidad social y los conflictos raciales a través de la metáfora que da título a la obra. Es esta una novela gráfica que guardar y compartir, que contiene en su interior el espíritu de los personajes, y como la versión original, resulta conmovedora.