Con solo estrechar la mano de este escritor americano afincado en París, nacionalizado irlandés, neoyorquino de corazón, todo se vuelve cálido, afable y familiar. Así es Douglas Kennedy (Manhattan, 1955), escritor, novelista, intelectual del siglo XXI, americano de nacimiento, europeo de adopción, con casa en París, Berlín, Nueva York y Maine.
Ha publicado doce novelas, varias de las cuales han sido todo un éxito a nivel internacional. Douglas reúne la mirada perspicaz de un escritor culto y la visión popular de quien todo lo indaga, lo quiere saber y lo revela en sus obras. Entre estas destacan El discreto encanto de la vida conyugal, En busca de la felicidad o La vida empieza hoy. Ha recibido numerosos premios, como la Orden de las Artes y las Letras del Gobierno Francés, o el Premio Fígaro.
Así es Douglas Kennedy, a la vez célebre pero accesible, como un verdadero americano. Sofisticado y políglota, como un verdadero europeo. Cuando empieza la entrevista sobre su última novela publicada en España, La sinfonía del azar, en Arpa Editores, llevamos ya un rato largo conversando. En todas sus obras describe admirablemente ciertos aspectos de la sociedad americana de finales del siglo XX, su puritanismo, su concepción de la familia y aquella clase media que hoy, piensa el autor, ha desaparecido completamente. "Hace nada existía la clase media en Nueva York, yo era uno de sus miembros. Hoy es imposible”.
Pregunta. Sus novelas han tenido mucho éxito por esa facilidad con la que describe a los personajes y cuenta todo lo que les rodea y ocurre. Sin embargo, como en La sinfonía del azar, lo que me ha fascinado al leerla es que usted siempre adopta el punto de vista de una mujer.
Respuesta. Empecé mi carrera como dramaturgo, luego escribí tres relatos de viajes con la esperanza de escribir una novela. Encontré una idea viajando y dio lugar a Cul de Sac, en 1994, que fue un gran éxito. A partir de aquel libro mi editor americano me empezó a pedir uno al año, al estilo de John Grisham, cosa que a mí no me interesaba. La sinfonía del azar, es una novela personal, pero como en todas las anteriores, mantengo un pie en el mundo literario y otro en el mundo popular. Mi héroe para eso es Graham Green, que hizo lo mismo cincuenta años antes. Un día, a finales de los 80, decidí cambiar de rumbo. Viví un periodo difícil con mi hijo, que tuvo por esa época varias crisis de epilepsia que le dejaban en estados catatónicos. Ahora es autónomo, fotógrafo y vive divinamente en Berlín, pero no siempre ha sido así. Una mañana salí solo a pasear por la playa, mis hijos y mi mujer de entonces estaban en casa, y vi delante de mí, a lo lejos, a una mujer de unos 75 años, severa, elegante, como salida de un retrato de John Singer Sargent del siglo XIX. Al verla así, una idea me asaltó de repente. Esa mujer sería el personaje de En busca de la felicidad. Desde entonces, escribo en la piel de una mujer y para mí es muy natural. A pesar de que nunca haya pensado como una mujer. Incluso llegué a escribir Una relación peligrosa, que es la experiencia de una depresión posparto. ¡Imagínese!
P. La sinfonía del azar se publicó en Francia antes que en Estados Unidos y en una versión más larga que en los demás países, ¿por qué?
R. Sí. En realidad terminé la novela en marzo 2017, un periodo muy difícil de mi vida, me acababa de divorciar por segunda vez. La sinfonía del azar se estaba convirtiendo en una obra inmensa. Yo no paraba de escribir. Cuando se la entregué por fin a mi editora francesa, al cabo de tres semanas me dijo que era brillante, que la quería publicar íntegra pero en tres tomos diferentes. La versión española, como la inglesa, es ligeramente reducida y solo ocupa un tomo. Pero estoy muy contento con esta reducción, es casi la misma novela pero más pulida que la versión francesa.
P. La sinfonía del azar es una novela muy personal, que se sitúa durante los años 70, y cuyo personaje principal es una joven adolescente llamada Alice que vive el Old Greenwich, a las afueras de Nueva York, en un suburbio conservador en el que se ahoga con sus excéntricos amigos. Asimismo, estudiará en Bowdoin College y Trinity College de Dublín, las mismas universidades donde usted mismo estudió. Los paralelismos entre su vida y la de Alice son numerosos.
R. Es cierto, La sinfonía del azar es, de lejos, mi novela más personal. Alice soy yo adolescente pero también tuve una hija que además vivió una adolescencia muy difícil, y lo he utilizado todo. En eso soy como una esponja. La vida de los demás me fascina y mi observación es lo que me da casi todo el material de mis novelas. Ayer por la noche, cené en un restaurante con una amiga y de repente entró una pareja. Ella era muy guapa, muy delgada, de unos 38 años, y llevaba de la mano una niña de dos. El hombre, en cambio, parecía mucho mayor que ella, con algo de tripa, pero buen padre. Con esa sola imagen ya me puse a imaginar una historia entre los dos. Pues ¡ese soy yo!
P. Sus padres también se parecen a los padres de Alice… Me refiero a toda la experiencia que cuenta sobre Chile. El padre de Alice trabaja la mitad del mes en Chile y asiste de primera mano al golpe de estado de Pinochet.
R. Sí, ese personaje es mi padre. Él estaba siempre ausente cuando yo era pequeño, cosa que no me extraña porque mi madre era una completa maniacodepresiva. Tal y como es la madre de Alice, pues así era la mía. Mi padre trabajaba por aquel entonces en una empresa de cobre, y las minas estaban en Chile. Pasaba largas temporadas en ese país. El matrimonio de mis padres fue poco ejemplar, por no decir algo peor. El día del golpe de estado de Pinochet, mi padre estaba allí. Y lo vivió todo de primera mano. Lo supe un tiempo después. El día anterior a mi marcha a Dublín, mi padre nos propuso ir a cenar. Estaba entusiasmado con el golpe de Pinochet. Cenamos en un restaurante japonés, bebimos sacatinis, una extraña bebida alcohólica, fumamos muchísimo, era la época. Después del segundo sacatini me preguntó: “¿sabes porqué viajo tanto a Chile?”. “Sí -le respondí-, por trabajo, ¿no?”. “Ya, pero también porque desde hace 15 años, soy agente de la CIA”. En ese preciso momento, me convertí en escritor. Y tras el tercer sacatini nos confesó también que tenía una amante en Chile y que era la hija de un militar de Pinochet. Al día siguiente, me fui a Irlanda, con todo eso en la cabeza. Todas las familias tienen un secreto. Muchos secretos.
P. Y de esta manera empieza su novela, a punto de revelarnos el secreto de esta familia de Alice y que no descubriremos hasta el final. ¿Así definiría el arte del novelista?
R. ¡Por supuesto! Pero muéstreme una familia sin secretos. Muéstreme una pareja sin secretos… no la encontrará.
P. Su novela es un retrato de una típica familia americana. Pero también hace un retrato de la familia europea que en su novela representan los padres de Ciaran, en el Ulster de Irlanda del Norte. Parecen realmente dos familias completamente opuestas.
R. Todas las sociedades están obsesionadas por la familia. Desde la antigüedad grecolatina hasta nuestros días, pasando por Shakespeare. Pero en Estados Unidos se idealizaba esta idea de la familia, que nos viene de nuestra raíz más puritana y, la verdad, es que la mayoría de las familias son patológicamente inestables. Todo esto se refleja en los personajes de la familia de Alice en mi novela. Pero el libro es también un retrato de mi generación americana, con una idea entrelineas en la que he tratado de explicar cómo hemos llegado a ser el país que somos. Según mi experiencia, todo empezó con las guerras culturales, en las décadas de los 60 y 70. La familia de Alice Burn es un espejo de este sistema.
P. Pero usted sigue la saga de los diferentes presidentes americanos, Nixon, Carter, Reagan, llegando a decir que Reagan representa “el comienzo del fin”. ¿A qué fin se refiere?
R. Me refiero al siglo americano. El siglo americano ha muerto. Empezó después de la primera guerra mundial. Ahora empieza el siglo chino. Dentro de la familia de Alice, se distinguen las dos vertientes americanas. Su hermano Peter representa el lado republicano y su otro hermano Adam, el lado conservador. ¿Estamos hablando de dos américas? Absolutamente. Adam, como su padre, refleja el miedo del hombre blanco ante la amenaza de lo distinto, de los otros. La generación de mi padre que también participó en la Segunda Guerra Mundial –él mismo luchó en Okinawa, donde perecieron sus cinco grandes amigos del barrio–. Yo estoy aquí gracias a su decisión de traslado. Como siempre, todo es fruto del azar… Mi padre estaba furioso contra todo lo que pudiera desestabilizar las certezas de la sociedad americana. Estaba en contra del feminismo, del aborto, de los homosexuales, de las manifestaciones contra Vietnam, a pesar de que no apoyaba la guerra, pero porque significaban una amenaza a esas costumbres americanas. Fue un periodo extraordinario entre Kennedy y Reagan, toda teoría era reevaluada. Nixon no era monstruoso, más bien listo, con trabas patológicas, pero detrás de ellos existía una línea conservadora. Fue el comienzo del poder de los neocristianos. Pero esta división, este sentimiento de las dos américas nació y perduró en Estados Unidos desde la Guerra de Secesión.
P. Los hermanos de Alice representan estas dos vertientes políticas. Peter se convierte en escritor mientras que Adam acaba con mucho dinero trabajando para una empresa. ¿Los dos son también, como Alice, partes de la propia personalidad del escritor?
R. No creo. Peter escribe una novela, pero es demasiado mundano. Yo no soy así. Hay una frase de John Updike que me gusta muchísimo: “la celebridad es una máscara que te come el rostro”.
P. ¿Cómo se definiría entonces Douglas Kennedy a sí mismo?
R. Las tres cosas más importantes en mi vida son mis hijos, mi escritura y mi vida cultural. Alguien me preguntó un día cuál sería mi idea del éxito y yo le contesté “Mi abono mensual a la Filarmónica de Berlín”, y en los mejores sitios. Eso para mí es el éxito. El resto me da lo mismo.