Durante el otoño pasado se pudo visitar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando una exposición, organizada por la revista Telva, cuyo contenido era el vestuario de Alta Costura propiedad de la modelo española Naty Abascal. Los diseños pertenecían a autores relevantes de este campo de la creación durante la segunda mitad del siglo XX: Cristóbal Balenciaga, Valentino Garavani, Hubert de Givenchy, Giorgio Armani, Oscar de la Renta, Yves Saint Laurent, Azzedine Alaïa o Roberto Cavalli. El espacio disponible era escaso, por lo que algunas piezas se presentaban demasiado próximas para su correcta visualización. El acompañamiento museográfico (fotografías, libros, pinturas…) alimentaba la sensación de cierto abigarramiento, pero aún así la visita resultaba instructiva y placentera, sorprendiendo el elevado nivel de los diseños.
Desde hace cuatro décadas, siempre que voy a Madrid visito la Academia. Lo habitual ha sido recorrer sus galerías en la más completa soledad, o encontrarme con una o dos personas de tarde en tarde. Sin embargo, lo más llamativo durante los dos días que visité la muestra citada fue la ingente cantidad de público. Sorprendente era también su comportamiento ante las obras expuestas: pequeños grupos de dos, tres o cuatro personas (absoluta mayoría de mujeres) en intercambio de opiniones, con señalamiento de detalles constructivos, reconocimiento pormenorizado de materiales de confección, cuestionamiento o elogio de diseños, valoración –crítica o no– de los recursos expositivos…, en suma, riqueza cultural fluyendo de los objetos mostrados a las personas, y entre ellas mismas en conversación con espontáneo desembarazo.
Ya me gustaría que esa fluidez de conocimientos específicos, juicios razonados y locuacidad se diera ante las obras de arte contemporáneo. ¿Qué hemos hecho mal para no haber conseguido esa elocuencia desinhibida ante el arte actual? Habrá quien asegure que, por elevar sus cifras de público, la Academia rebajó sus niveles de rigor científico y exigencia artística, pero a mí me pareció que aquel público incrementaba su conocimiento cultural, compartía ideas acerca de la creatividad, reflexionaba sobre unas determinadas época y sociedad, y que su acercamiento a esas peculiares indumentarias le posibilitaba un disfrute sensorial. Además, doy fe, algunas de aquellas personas pasaban después a ver los grabados de Goya y los frailes mercedarios de Zurbarán.
En el Museo Thyssen, y bajo el título Balenciaga y la pintura española, se puede contemplar ahora la obra de este singular diseñador español hasta el próximo mes de septiembre a través de 90 piezas, que recorren su larga trayectoria, puestas en diálogo con casi 60 obras de Murillo, el Greco, Velázquez, Zurbarán, Goya… Contemporáneo de Coco Chanel y Christian Dior, los cuales reconocieron su superior maestría, Balenciaga (Guetaria, 1895 - Jávea, 1972) abrió nuevos y arriesgados caminos al estricto mundo de la Alta Costura, hasta entonces basada en formas y procedimientos de un pasado opulento y aristocrático, pero que él abrió a una expresividad moderna y simplificada, sin por ello dejar de ser compleja en lo técnico ni perder esplendor en lo formal.
En él convergieron hispánicas tradiciones pictóricas y populares, de cuya mano surgieron fértiles caminos para la evolución de la manera en que vestimos, del modo en que nos reconocemos ante el espejo y por el que seremos interpretados en un futuro. Sus comisarios son Eloy Martínez de la Pera, acreditado y eficaz especialista que también firmó aquella exposición en la Academia de San Fernando, y Paula Luengo, conservadora del citado Museo.
El arte en nuestra época es híbrido, pero todavía persisten rastros de una compartimentación poco comprensible
Al señalar algunas de las aportaciones de Balenciaga deben mencionarse la perfecta exactitud de los cortes, la obstinada fijación por mangas y cuellos, de inesperada perfección, la creación de nuevas líneas de silueta femenina, como las líneas túnica, barril, globo, saco y baby-doll –olvidando la cintura y el pecho como puntos de enfática fijación, para destacar otras zonas de la anatomía, como cuello, muñecas o nuca, por un contagio japonizante–, los cortes diagonales, el vestido de punto entallado con dos pinzas en los hombros, el talle corto, las faldas asimétricas o las mangas 3/4 y 7/8, su radical eliminación de adornos para dejar sólo el volumen geométricamente simplificado y minimalista como única expresión del vestido junto con su color. Balenciaga hizo con la indumentaria femenina lo que Mies van der Rohe con la arquitectura.
Una vieja distinción
El MoMA de Nueva York dispone de un Departamento de Arquitectura y Diseño desde 1932. El Metropolitan Museum, de esa misma ciudad, y el Victoria & Albert Museum, de Londres, más generalistas, cuentan desde hace décadas con un Costume Institute y una Gallery of Fashion, respectivamente, y sus colecciones de indumentaria son amplias y legendarias al igual que las exposiciones temporales que organizan con estos objetos, históricos o actuales. Aquella vieja distinción entre artes puras y artes aplicadas, considerando las primeras como mayores y espirituales, y las segundas como menores y utilitarias, produce una sonrisa ahora que los factores económicos condicionan ferozmente la creación, la producción y la gestión social del arte.
Pasarán muchos años antes de que desaparezcan los prejuicios culturales acerca del Sistema de la Moda y sus productos. Supongo que ciertos aspectos "mundanos" de ese Sistema continuarán provocando rechazo en las rigoristas élites del arte y que la inclusión de la indumentaria como objeto resultante de la creatividad –no toda la indumentaria, naturalmente, como tampoco toda la pintura o escultura es arte– será considerada una intrusión espuria en los museos, en algunos de esos museos que, por ejemplo, no tendrían inconveniente en mostrar obra –no espuria, ¡¡ja!!– de Jeff Koons.
Museos de arte moderno y contemporáneo que consideran correcto presentar exposiciones con los diseños de textiles y vestidos de Sonia Delaunay o el vestuario concebido para el Ballet Triádico por Oscar Schlemmer o, incluso, la iconografía surgida en torno a David Bowie, incluyendo su parafernalia, música y el ropaje utilizado en escena, pero que nunca se plantearían una muestra con creaciones de Mariano Fortuny o Elsa Schiaparelli, aunque quizás sí sobre Vivienne Westwood. El arte en nuestra época es híbrido, pero todavía persisten rastros de una entomológica compartimentación con fronteras tan firmes como poco comprensibles.
Prejuicios ideológicos: como la Alta Costura era accesible sólo a gentes adineradas, el diseñador de esas vestimentas, al parecer, no podía tener creatividad, ni conocimientos de composición y construcción, ni de forma y volumen, ni de color y espacio, ni mensaje y propósito más allá del vestir… Si con esas mismas capacidades elaboraba una mala escultura entonces eso podía llegar a ser considerado arte (malo, aunque arte), pero si concebía un volumen textil formalmente innovador, hábitat antropomórfico temporal, visualmente gozoso… entonces era un modisto, un artesano. Prejuicios ideológicos de rancio sabor: como si los precios de las pinturas de Piet Mondrian o Max Ernst hubiesen sido accesibles al proletariado, en vez de ser pagados por el mismo capitalista cuya esposa vestía en Coco Chanel… El gesto de él era cultural e interesante, pero el de ella, mero capricho y superficialidad. Venga ya…
Existe una responsabilidad museística y una cantera de visitantes a conquistar para otros ámbitos del arte
Los estamentos más esencialistas del arte considerarán este tipo de exposiciones como destinadas al consumo de un público que observa indumentarias para recordar lo visto en fotografías publicadas por revistas del corazón. Puede ser y, sin duda, sucede. Sin embargo, en ese público también suele haber una sabiduría específica que arrincona el cotilleo, un conocimiento acumulado que, a partir del oficio aprendido, el autodidactismo o el puro deseo, trasciende el anecdotario mundano para llegar a una experiencia estética… a su manera y mediante los recursos que disponen. No todo el mundo ha tenido la oportunidad de leer a Walter Benjamin.
Lógicamente, las exposiciones de indumentaria que presentan los museos de arte deben soslayar en sus discursos curatoriales la superficialidad mundana que puedan llevar adheridas las piezas mostradas. Sería útil aprovechar la predisposición espontánea de ese particular público para centrar su atención en los elementos comunes que el diseño de vestimentas comparte con otras vertientes de la creatividad, derivando el interés hacia los procesos constructivos y el resultado formal, la espacialidad antropomorfa y la geometría descriptiva, la incidencia de los materiales empleados, la psicología y la sociología del cuerpo, la intención simbólica del autor, la pretensión comunicativa del cliente, las texturas y las estampaciones, el movimiento y los efectos de la luz, el cromatismo y su combinación, el influjo de la iconografía pictórica o de la vestimenta popular…, sin olvidar el placer puramente sensorial. Es decir, más o menos lo mismo que cuando reflexionamos ante una pintura flamenca del siglo XV o una escultura de Benvenuto Cellini.
Existe una responsabilidad museística a ejercer y una cantera de visitantes a conquistar para otros ámbitos del arte, pero hay que trabajarlas. Sin duda, es más cómodo afirmar que ese público potencial carece de suficiente nivel o criterio cultural y, mirándolo por encima del hombro, desdeñarlo.
Como sucedió en la Academia, también en el Thyssen parece sentirse la necesidad de avalar, respaldar o justificar la presencia de un vestuario dentro del museo mediante su puesta en diálogo con pinturas históricas. Eso está bien, sobre todo tratándose de Balenciaga, pero no es necesario. La creación plasmada con textiles, construcción/confección, forma, espacio, texturas, cromatismo y cuerpo es suficiente. Ciertos hábitos museísticos están ahí para ser cambiados, no cada temporada, pero sí cada 150 años. Ya toca.