Pasar dos horas en compañía de Agnès Varda (1928-2019) nos reporta no solo un placer intelectual único, también emocional. Se añade ahora el componente espectral. Visto su último filme, presentado en el pasado Festival de Berlín apenas unas semanas antes de su fallecimiento con 90 años de edad, nos embarga con una ilusión fantasmagórica.
El cine es el arte que con mayor evidencia vence a la muerte. Huelga decir que los grandes cineastas siempre han sabido extraer jugo poético de esta fenomenología del medio. Manoel de Oliveira hizo una película muy personal en los años ochenta, la dejó montada y custodió las bobinas en un lugar seguro para que solo pudiera ser vista después de su muerte. Hubo que esperar 33 años para ello. Visita, ou Memorias e Confissões (1982-2015) era su filme post-mortem y, como si fuera una sesión de espiritismo, en él nos invitaba a adentrarnos en su casa para recorrer su filmografía. No se puede ver esta película sin sentir escalofríos. A su modo, menos lúgubre desde luego que el de Oliveira, Varda por Agnès es la película-testamento de la pequeña gran cineasta francesa, donde a modo de clase magistral recapitula setenta años de creación ininterrumpida, desde Le Pointe Courte (1955) hasta Caras y lugares (2017), la película que hizo con el fotógrafo JR en la que Godard no le abrió la puerta de su casa.
Lucha por la igualdad
Ocurre con el cine de Varda que siempre es un poco Agnès, es decir, que la mujer que hay detrás de la cámara, pionera y referencia feminista, nunca ha ocultado su condición ni ha camuflado sus batallas bajo imágenes de discursos imperantes. Fotógrafa, cineasta y escritora; viuda, madre y abuela, se ha mostrado como es y así lo hace también en este viaje introspectivo a su obra, sentada en la casa del cine que se construyó como refugio y laboratorio para desde ahí expandirse al videoarte en los museos, instalaciones en las playas o murales en las fachadas.
Si durante años se la trató con ceguera como la mujer de Jacques Demy que también hacía películas, ahora es el autor de Los paraguas de Cherburgo quien quizá corre el riesgo de convertirse en el marido bisexual de Agnès Varda. Será inútil en todo caso dilucidar quién hizo más o menos por darle una sacudida a la historia del cine, si bien la imagen de la pequeña mujer con el peinado calimero y el vestido largo de colores ya es tan icónica para el cine francés como la luna de Méliès o el gato de Marker. Varda siempre fue muy Agnès, su obra es indisociable de su persona, su lucha por la inclusión y la igualdad de género en la industria (y el arte) del cine, y el título de su última película no hace sino revalidar esa persistencia de hormiga que la convirtió en un gigante. Nos habla de su vida a través de sus películas. Y así nos acaba diciendo más cosas sobre Agnès que sobre Varda.
La cercanía, el encanto y la ternura de esta mujer y artista irrepetibles, penúltima de las supervivientes de la Nouvelle Vague (ya solo queda Godard, quien le negó un último encuentro para la posteridad), se ofrece ante nosotros en toda su carnalidad, al alcance de la mano, como si nos hablara sobre la intimidad de su obra, de sus emociones, de su vida, de todo aquello que siempre fue indistinguible en sus películas por ser lo mismo. Esa carnalidad convive con el espíritu de una master-class impartida desde ultratumba. Varda por Agnès emplea metraje de varios encuentros que tuvo con el público, articulados para la cámara, y se ofrece así como un repaso autobiográfico y autocrítico de su propio trabajo, a los que añade algunas representaciones y puestas en escena que dialogan directamente con las imágenes de sus películas.
Se acuerda con ternura de Jane Birkin, con quien hizo algo tan especial como Jane B. par Agnès V. (1988), donde la actriz francesa se prestó a un juego de máscaras en el que la cineasta se revelaba en gran medida a través de ella. También reúne a viejos colaboradores para charlar con ellos en retrospectiva, como a Sandrine Bonnaire, con quien hizo la inolvidable Sin techo ni ley (1985). En esta última se detiene con especial cariño, consciente de lo relevante que fue para su carrera, para incluso visitar los paisajes áridos donde rodó. Bonnaire, que tenía entonces 17 años, recuerda que Varda fue muy dura con ella. Varda asume cierta penitencia al respecto. La justa para no mostrar arrepentimiento.
Pequeñas cosas, ideas de peso
La directora reflexiona en torno a su obsesión con la necesidad de "acompañar el tiempo" y con la "experiencia de la mirada", acaso los dos pivotes de lo que ella llama "cine-escritura". Quiere que a través de ella seamos capaces de mirar con atención y descubrir cómo las pequeñas cosas pueden provocar ideas y emociones de peso. Es una poeta de lo mundano que escribe versos mágicos tras una lente. Utiliza una cámara de cartón como atrezzo para escenificar el traveling de un rodaje del pasado. Con ese sencillo gesto propone varias ideas tan profundas y determinantes en su carrera como la noción del cine posibilista y la muerte del analógico, que tanta ligereza poética trajo a su filmografía, otorgándole una nueva voz y una nueva relevancia.
Contrasta esa devoción por lo pequeño y mundano con el fracaso de la superproducción de época Las cien y una noches (1995), donde reunió a una constelación de estrellas como Marcello Mastroianni, Catherine Deneuve, Alain Delon, Jean-Paul Belmondo, Robert de Niro y Michel Piccoli. Su visión de la creación fílmica enfatiza la deliberada unidad de la composición y el contenido, al margen de la disparidad de los elementos en juego. Y así, el filme florece como unas memorias sin melancolía, una carta de amor al poder del arte y un hermoso manifiesto creativo y vital. Paradójicamente, pareciera que la película mira al futuro.
Uno podría legítimamente pensar que un filme de estas características solo puede ser un ejercicio de nostalgia y autobombo. Más bien al contrario. La sabiduría y el talento de Varda, su carisma siempre alegre y esperanzado, pasa por neutralizar cualquier melancolía inocua. Comenta sus películas, vuelve sobre ellas (una selección, por supuesto), con acidez en ocasiones, con ironía, humor y voluntad pedagógica, pero sin lamentar el tiempo pasado. Tenemos que recordarnos que esta mujer ya no está aquí, y estos nos golpea con sorpresa y nos entristece, pues el vigor y la luminosidad que destila el filme no parecen pertenecer a un ritual de despedida. Se reserva acaso un gesto de sentimentalismo cuando recuerda a su difundo marido Jacques Demy, y la extraordinaria película que hizo sobre su infancia, Jacqout de Nantes (1991). Quiere que entendamos por qué hizo qué y cómo, la importancia que tuvo cada paso en su carrera, acaso para que ningún académico la revuelva en su tumba desperdigando hipótesis alucinadas. Sus análisis de Cleo de 5 a 7 (1962), de Lions Love (1969), de Los espigadores y la espigadora (2000) tienen la virtud de colocarnos en la posición del creador y el observador, casi como si la cineasta tuviera la capacidad de, mediado el tiempo, escapar de la primera persona y adoptar una mirada neutral y "objetiva" sobre su trabajo. Las películas no son entes aislados, sino que pertenecen a su tiempo histórico y biográfico, a la circunstancia vital de sus artífices.
Sencillo juego de espejos
"Never trust the teller", decía D. H. Lawrence con sentido hermenéutico. Debemos resguardar la obra del artista que la creó, es decir, no dejarse contaminar por aquello que el creador cree que ha creado sino por lo que efectivamente ha hecho. "Trust the tale". Confía en la obra. Ocurre con Varda por Agnès como ocurría con Las playas de Agnès (2008), su deliciosa incursión memorialista en los confines de su vida, que la historia en la que debemos confiar es el balance y la relectura que la propia autora hace de su trabajo, retrospectiva y cronológicamente.
El sencillo y enriquecedor juego de espejos que despliega ante el espectador actúa como galería de imágenes y así se convierte en una creación per se. Resulta conmovedor recorrer su cine a través de su mirada, íntima y distante al tiempo, la que otorga la sabiduría y gracia de una nonagenaria que ha colmado sus sueños y sabe que ya no hay más que pedirle a la vida y al arte. Nosotros tampoco podemos pedirle más a, probablemente, la cineasta más importante de la historia del cine, la más creativa y amada, que nos enseñó a experimentar el tiempo y la felicidad de otro modo, a abrazar el cine en vídeo digital como historia viva del cinematógrafo, y cuya devoción a la belleza y el humanismo no encuentra, ni probablemente encontrará, parangón entre los que seguimos vivos. Merci, Agnès.