Javier Gomá: “Con la dignidad, la historia ha dejado atrás a la filosofía”
El escritor publica estos días un libro militante, erudito y luminoso sobre la dignidad
16 septiembre, 2019 02:46Javier Gomá (Bilbao, 1965) siempre ha tenido sus libros en la cabeza, de principio a fin, antes de ponerse a escribir. Así ocurrió, por ejemplo, con su Tetralogía de la ejemplaridad, pero esta vez no ha sido así. Desde hace años, la dignidad se le ha ido imponiendo y se ha colado en muchos de sus textos, casi de forma inconsciente, seguramente por el protagonismo social que el concepto ha ido adquiriendo. Y aunque reconoce que es una palabra esencial de su diccionario particular, no pensaba centrarse en ella hasta que constató que la historia de la Filosofía la había dejado de lado, que en los últimos siglos ningún filósofo la había convertido en el objeto principal de su meditación filosófica, que, por ejemplo, no tenía ninguna entrada en el Diccionario de Ferrater Mora… que, en definitiva, el concepto estaba “vacante”. Y decidió ocupar su sitio, apropiárselo.
Pregunta. Señala en el libro que la dignidad es tal vez el concepto más revolucionario del siglo XX y que, sin embargo, la filosofía lleva siglos dándole la espalda. ¿Cómo se explica esto?
Respuesta. Sí, después de Kant, con algunas excepciones, la filosofía lo olvida o lo desprecia. Pero en cambio, a lo largo del siglo XX, adquiere un protagonismo extraordinario en el ámbito social, jurídico y de la ética práctica: está en el origen de los derechos humanos, declaraciones internacionales, cuestiones tecnológicas y de bioética, y sobre todo el desarrollo de importantes causas político-sociales que invocan la dignidad como fundamento de su lucha contra la pobreza, la explotación laboral, la discriminación sexual… La dignidad ha promovido unas transformaciones sociales sin precedentes, materializadas históricamente mientras la filosofía les daba la espalda. Lo cual es muy anómalo. Porque el proceso típico es el contrario: la filosofía, momento de máxima conciencia de la cultura, llena de contenido simbólico un concepto y luego, enamorados de él, los revolucionarios lo llevan a la historia. Aquí la historia ha avanzado por su cuenta y ha dejado atrás a la filosofía.
“El progreso de la dignidad hace que se multipliquen las razones para el descontento. Así que, aunque los delitos disminuyen, la indignación crece"
Cuenta Gomá, con esa erudición suya tan alegre, tan luminosa, que quizá no haya una sola causa de este olvido, pero el hecho es que cuando empezó a investigar le sorprendió que apenas había tampoco literatura. “Y de pronto cayó en mis manos un breve tratado de Petrarca, donde se lamentaba de que ya en su tiempo hubiera tantos escritos sobre la miseria del hombre y ninguno sobre su dignidad. Y se responde: es que para hablar de la miseria no hace falta hacer nada, tan manifiesta es, mientras que para escribir sobre la dignidad es preciso ‘cavar mucho y hondo”.
P. Es decir, que requiere esfuerzo y trabajo.
R. Hay, desde luego, una resistencia estructural que explica una omisión resistente, no solo de ahora. Pero ¿cómo explicar esta omisión contemporánea cuando la dignidad ha campeado en todos los órdenes de nuestra vida práctica, revolviéndolo todo y dando impulso formidable al progreso moral de la democracia occidental? La respuesta exigiría un análisis sobre el estado de la cultura contemporánea que he esbozado en otros lugares. Ahora lo resumiría diciendo que si aceptamos que la sociedad posee voluntad y la cultura posee inteligencia, la inteligencia de nuestros intelectuales de hoy, víctimas acríticas de la postmodernidad, desde hace demasiado tiempo tienden a practicar una lucidez paralizante, que libera pero no crea, por lo que está ciega para la fuerza de la dignidad, un concepto constructivo y fuente de una creatividad transformadora, muy bien recibido, sin embargo, por una sociedad animada por buena voluntad y deseosa de mejoras materiales y morales.
P. ¿Es que no se incluye entre “nuestros intelectuales de hoy”?
R. Mi respuesta es irónica. No me incluyo porque la mayoría de los intelectuales de hoy asumen en conjunto los postulados posmodernos, postulados hipercríticos tanto con la tradición como con la modernidad. Ahora bien, son posmodernos (hipercríticos) de manera acrítica, sin someter esos mismos postulados a crítica, posmodernos ingenuos. La doctrina oficial nos machaca con la idea de que debemos ser ciudadanos críticos y eso está bien, aunque a mí me parece un objetivo superior el procurar ser ciudadanos gozosos. Pero esos mismos que nos dicen que seamos críticos luego se adhieren, como si fuera una fe, a los postulados posmodernos sin someterlos a una sana revisión.
Una sola dignidad para todos
P. ¿De verdad la dignidad es lo que estorba?
R. Sí, y lo explico en el libro. Porque la idea de dignidad muchas veces se hace tangible cuando opone resistencia a causas que incluso pueden ser justas: la hegemonía de la mayoría, la felicidad del mayor número, el bien común o el interés general. La dignidad individual se percibe como estorbo a cualquier intento de cosificación, incluso aunque se invoque un valor positivo y prestigioso. El interés general cede ante el interés general prioritario, pero éste cede ante la dignidad individual. La dignidad es aquello inexpropiable del individuo que se resiste a cualquier proyecto que suponga su deshumanización.
“La doctrina oficial nos machaca con la idea de que debemos ser ciudadanos críticos y a mí me parece objetivo superior el de ciudadanos gozosos”
P. Dice usted que la dignidad es inviolable, abstracta, anónima, cosmopolita, igualitaria. Hábleme de esta última.
R. Sí, es la gran contribución de la sociedad (no de la cultura) del siglo XX. Durante los siglos anteriores, Kant incluido, la dignidad se asocia a una cualidad positiva (libertad, razón, moralidad) de la cual emanan unos deberes a su poseedor: uno debe comportarse conforme a su dignidad de origen, porque de lo contrario, su dignidad decaía. Lo nuevo de la dignidad democrática es que se reconoce al sujeto siempre y en todo lugar, por muy indigno que sea su comportamiento. La dignidad pertenece a todos y siempre por igual. No hay dignidades, en plural, sino una sola dignidad, que es la misma de todos. La dignidad democrática es anónima y abstracta en el sentido de que se abstrae de todas esas determinaciones personales y se reconoce a todo hombre y toda mujer por el mero hecho de serlo, por el hecho de vivir y envejecer, por ser mortales y pertenecer a una especie que es consciente de serlo, siempre la misma dignidad, no reconociendo, por otro lado, una dignidad superior a la de ser hombre o mujer.
P. Para la buena salud de la especie, ¿debemos reconciliarnos con la imperfección?
R. Tenemos la máxima dignidad, que es la humana; estamos abocados a la indignidad máxima, que es la muerte, porque la naturaleza, que nos otorga lo primero, luego de modo desconcertante nos dispensa el mismo tratamiento que a los mosquitos. Dignidad máxima, indignidad máxima y como corolario máxima inadaptación, es que es la esencia de lo humano y lo que nos hace diferente de los animales. Al león le va bien el papel del león pero el hombre no puede evitar un cierto extrañamiento con su papel de hombre o mujer. De manera que ha de desarrollar un arte de vivir, que parece ser una combinación de insumisión y deportividad. La insumisión contra nuestro destino funerario y sus miserias produce el arte, la belleza, el derecho, la compasión, la benevolencia, la ciencia, la técnica, la filosofía, en suma, la cultura, aquello que hace la vida digna de ser vivida. Pero una insumisión absoluta sólo podría conducir a la larga a la frustración. De manera que el secreto de la sabiduría consistiría en combinar, en dosis que sólo la prudencia y la experiencia pueden indicar, ese deseo feroz de insumisión, anhelante de una perfección seductora pero imposible, que nos hace progresar, y, por otro lado, una tendencia contraria a la reconciliación con la imperfección de lo real. Para lograrlo son especialmente indicados el juego, el espíritu deportivo y el humor, que ayudan a aceptar la seriedad de la vida con deportividad, a jugar al juego de vivir y reírse de ella con desenfado.
P. ¿Qué tiene que ver su libro con los indignados?
R. Mucho, especialmente por un hecho asombroso. Porque en la época de la Historia que más ha progresado, material y moralmente, que es la nuestra, cunde por todas partes la tristeza, el descontento y el hastío. ¿Por qué? Porque el progreso de la dignidad hace que se multipliquen las causas de ese descontento. Ahora sabemos que son actos indignos asuntos que en otros periodos de la historia ni se planteaban (a la violación, por ejemplo, se le llamaba muchas veces sumisión), así que, aunque los delitos disminuyen, la indignación crece.
P. En el terreno de la cultura, habla de la tensión entre la obra de arte y la ley del mercado, es decir, ‘entre lo que tiene dignidad y lo que tiene precio’.
R. Distingo en el libro cuatro clases de cultura: imagen colectiva del mundo (cultura española, francesa), conjunto de obras artísticas, cultura industrial (editoriales, museos) y cultura política. El momento de máxima dignidad recae en la obra artística. El artista desearía ganarse la vida con su profesión, pero lo que le mueve de verdad a dedicar lo mejor de sí mismo a producir algo que nadie le pide es un enamoramiento privado por dignidad de una obra que su autor anticipa en su imaginación antes de crearla, sin que en su intención esté, en primer término, el cálculo del precio que quizá algún día reciba a cambio. Querría, no enriquecerse él, sino enriquecer el mundo con una forma de perfección antes inexistente. La política cultural debería tener por objeto promover la producción y difusión de obras que despierten al ciudadano al sentimiento de su dignidad removiendo los obstáculos que en ocasiones tiene la colocación de esa costosa ‘mercancía’ en el mercado correspondiente. Por último, la industria cultural busca sobre todo la rentabilidad económica, es decir, el precio más que la dignidad, aunque con frecuencia sus promotores son personas fascinadas por la dignidad íntima a la cultura.
“Tal vez el secreto de la sabiduría consista en combinar, en dosis adecuadas, el deseo feroz de insumisión con el juego, el espíritu deportivo y el humor”
P. Escribe usted que el Estado “no debe permitir que lo urgente se lleve por delante lo más noble, con la coartada de que esto puede esperar”. ¿Qué pasa cuando es el Estado el que aplica ese “esto puede esperar”?
R. La política cultural suscita una interesante cuestión teórica: mientras haya en una sociedad un solo desempleado, un ciudadano sin tratamiento médico adecuado o vivienda, ¿por qué no aumentar la partida de las prestaciones públicas por desempleo en lugar de subvencionar el elitista teatro de ópera o la restauración de monumentos medievales? Antes, salud, casa y alimento, después todo lo demás, dirán algunos. Esta objeción, a simple vista convincente, sólo se resuelve distinguiendo entre valores con peso (los económico-sociales, como la comida o la vivienda) y valores con altura (belleza, perfección, dignidad). No es exigible agotar exhaustivamente todos los valores más pesados para elevarse a los más altos, porque estos últimos son los que, con su dignidad, prestan sentido existencial a los primeros. Pues no se trata sólo de sobrevivir como especie, sino de vivir como individuos con rectitud y nobleza, que es lo que hace la vida digna de ser vivida. Así que el Estado acierta cuando atiende esta doble dimensión de sus ciudadanos al mismo tiempo.
Culto a lo nuevo, alergia a lo viejo
P. Aboga también en su libro por la dignificación del estilo literario. Y nos recuerda La inspiración y el estilo, de Juan Benet.
R. La modernidad profesa culto a lo nuevo y una alergia hacia la vieja virtud. Y, en nombre de la autenticidad, ídolo de la edad moderna, se interesa por los aspectos turbios de la vida y explora la experiencia de lo vulgar, lo perverso y lo feo, también en el estilo. Surge así una literatura que presume de exhibir la miseria de la condición humana y rebaja el estilo a una vulgaridad buscada, estudiada, incluso afectada. Hoy se impone por todas partes el naturalismo, que podría definirse como una naturalidad sin arte, una vulgaridad sin selección, muy veraz pero muy poco artística. El caso español, con sus peculiaridades, lo estudia Juan Benet en su ensayo La inspiración y el estilo. Entre el Renacimiento y el Barroco, el literato español perdió el apetito de grandeza, salió del Olimpo y cruzó el umbral de la taberna, donde permanece hasta hoy, dice Benet. En el ambiente tabernario, el estilo elevado es reemplazado por el casticismo y el costumbrismo, convertidos en estilo patrio. En fin, un programa de dignificación futura del estilo literario, que incluye su elevación de su actual vulgaridad, no implica la pérdida de naturalidad, sino, nuevamente, como en tiempos de fray Luis, sin salirse de lo natural, la aplicación de un criterio selectivo a ese caudal común del lenguaje hablado y normalmente usado por el pueblo.
A lo largo de la conversación, Gomá cita a Ortega como “el gran educador de España, a la manera que lo fue Goethe de Alemania”. Sospecho que cada vez le tienta más a él bajar a la plaza pública. “Yo quiero llegar a la gente, sí, pero de momento a lo que aspiro es que la Filosofía asuma su condición literaria. ¿Por qué no el Nobel de Literatura para un filósofo?”.