Tres meses después de ganar el Premio Nacional de las Letras Españolas que reconoce toda su carrera, Bernardo Atxaga (Asteaus, Guipúzcoa, 1951) acaba de publicar en castellano Casas y tumbas (Alfaguara). El escritor en lengua vasca más leído se reafirma en que será su última novela. Por supuesto, no abandonará la literatura, porque un escritor nunca se jubila. Pero a sus 68 años, se siente con ganas para probar otros géneros, lo que incluye la poesía o la novela corta. “Después de 50 años escribiendo, me he ganado el derecho a saludar a otras formas que no conozco. En ese sentido soy doblemente optimista: creo que Casas y tumbas cierra bien lo que empecé con Obabakoak [con la que ganó el Premio Nacional de Narrativa en 1989], podríamos decir que ambas son la tapa y la contratapa; por otra parte, a mis 68 años todavía creo que puedo renacer como escritor, hacer lo que normalmente se hace en la juventud, que es explorar”.
Con su conversación siempre afable, Atxaga desgrana los pormenores de esta novela de historias interconectadas que avanza con saltos temporales, entre 1970 y 2017, y geográficos, entre Ugarte (Vizcaya), el cuartel de El Pardo, en Madrid, o el colegio francés de Beau-Frêne, en Pau. “Si una novela decimonónica es una cinta continua, esta está hecha con fragmentos de cintas que giran en espiral y entre ellos hay grandes espacios vacíos. Eso me dio mucha libertad. Ocurre como con algunos dibujos en los que con cinco trazos puedes hacerte una idea del conjunto. De lo contrario la novela habría tenido dos mil páginas, y eso nunca está bien”, opina el autor, que reconoce que antes de ese hallazgo formal hizo “tres salidas en falso”, en total más de un centenar de páginas que acabaron en la basura.
La historia comienza con Elías, un niño que ha perdido el habla tras un suceso traumático en el mismo internado en el que Atxaga pasó una temporada de niño. Continúa con la historia de cuatro soldados rasos que forjan una amistad salpicada por la tragedia junto a un coto de caza entonces reservado para Franco, el príncipe Juan Carlos y otros cuantos poderosos, y que también está construida a partir de recuerdos del autor. “La novela surge de esos dos hechos que no puedo olvidar. Hay recuerdos que insisten en quedarse en la memoria, como si tuvieras una neurona específica destinada a mantenerlos vivos”. También tienen su origen en recuerdos y experiencias del autor otros personajes y tramas de la novela, como Antoine, un ingeniero francés que acude al psiquiatra en Bayona para hablar de sus perros, y Garazi, una niña para la que el hospital se convierte en el epicentro de su corta vida.
Pregunta. El epílogo alfabético que completa el libro comienza con la A de amistad, probablemente el tema principal de la novela. ¿Qué importancia concede usted a la amistad en su vida?
Respuesta. Para mí la amistad es un círculo que engloba todos los demás círculos, el afecto entre hermanos, el amor de una pareja... Creo que la amistad es la única fuerza capaz de saltar por encima de la vida cotidiana y sus miserias.
P. ¿Por qué el título Casas y tumbas?
R. Porque entre casas y tumbas nos pasamos la vida. Y resulta que al escribir el libro me salían más cómicas las partes de las tumbas que las de las casas... El libro se iba a llamar Hilos de agua entre las piedras, porque la vida es como un río que avanza entre dificultades pero siempre encuentra un cauce. Pero me di cuenta de que la gente que la leía era incapaz de recordar el título, y así me di cuenta de que no era bueno.
"Nadie puede imaginar lo que es traducir una novela de 400 páginas del euskera al castellano. Nos hemos levantado a las 4 de la mañana durante muchísimos meses"
P. La naturaleza tiene un peso muy importante en su literatura, funciona como espejo de las emociones de los personajes.
R. Completamente, agradezco la observación. Para mí los cambios en el paisaje acompañan los estados de ánimo de los personajes —no de forma mecánica, claro: cuando están enfadados no hay una tormenta—. Rodearlos de un gran espacio vacío y de gran belleza me parece que aporta mucho al retrato de sus emociones.
P. ¿Pasa mucho tiempo contemplando la naturaleza? ¿Cómo aprendió a describirla con un lenguaje tan poético?
R. Creo que tiene que haber algo genuino heredado de alguna bisabuela o algo así. Una sensibilidad, una afición, un acercamiento a la naturaleza que es fundamental en mi vida. A mí el paisaje, el mundo físico, me resulta de una amenidad extraordinaria, se me pasan las horas contemplándolo. Recuerdo que nuestra madre, aunque fuera muy temprano, nos hacía levantar cuando nevaba para que viéramos el paisaje. Y luego esa afición la alimentas con poesía, con pinturas. He empezado a escribir un poco sobre esto: he empezado a sospechar que esta relación con el paisaje tiene que ver con las estampas que veíamos de niños en la iglesia. También creo que el latín que oía en la iglesia influyó en mi afición por la poesía, algo que entiendes y no entiendes al mismo tiempo.
P. Usted escribe en euskera y luego hace la traducción conjuntamente con su mujer, Asun Garikano. ¿Cómo es ese trabajo?
R. Nadie puede imaginar lo que es traducir una novela de 400 páginas del euskera al castellano. Esta ha tenido cinco versiones. Asun, que ha sido traductora de Faulkner, lo hace muy bien, pero la suerte y la fatalidad de los escritores bilingües es que se te va media vida en eso. Nos hemos levantado a las 4 de la mañana durante muchísimos meses y había momentos en los que estábamos exhaustos. No es lo mismo traducir de una lengua latina otra, incluso del inglés al castellano, que del euskera. A Agustín García Calvo le preguntaron cómo había conseguido traducir tan bien los sonetos de Shakespeare al castellano, y contestó: “¡Si son dos lenguas iguales!”. El euskera y el castellano no solo son sintáctica y morfológicamente muy distintos, sino también en sus connotaciones, su historia y su sonoridad. La única solución es hacer una versión, como ocurre con la música. El 80 % de las conversaciones entre Asun y yo tienen que ver con cuestiones de traducciones, incluso de las que otros hacen de libros de otros autores. Es un tema familiar.
P. ¿Cómo ve el panorama de la literatura en euskera?
R. Entre Asun y yo llevamos durante un tiempo una revista [Erlea] que editaba la Real Academia de la Lengua Vasca [de la que Atxaga es miembro], y es un muestrario de lo que se ha hecho últimamente. En cuanto a escritura, edición y publicación, la literatura vasca cumple todo lo que se espera de cualquier literatura. En ese sentido es “normal”. Pero yo doy mucho la lata con una cosa, aunque no me hacen mucho caso: ¿Dónde está Miguel Strogoff, el cartero del zar? Porque lo que necesitamos es que los libros lleguen a los lectores. Sin lector una literatura no existe, aunque esto ha ido últimamente a mejor. Yo no me quejo: de mi libro se han vendido 5.500 ejemplares en euskera hasta ahora [se editó en octubre con el título “Etxeak eta Hilobiak”], lectores existen. Lo saben Ramon Saizarbitoria, Anjel Lertxundi, Eider Rodríguez o Irati Elorrieta, pero tengo la impresión de que la sociedad vasca no está aprovechando todos los frutos que da esa huerta.
P. Dice que quiere escribir una novela corta sobre el caso Alsasua.
R. Me parece un hecho muy significativo y me gustaría escribir sobre eso. La pena es que no soy Kafka, porque lo que ocurrió es kafkiano, remite a El proceso. Yo haría una novela corta que empezara como las del oeste, con una pelea en el saloon. Otra persona que lo podría escribir muy bien sería Truman Capote, al estilo A sangre fría, pero eso requeriría mucho trabajo de campo. Lo que ocurrió, la pelea, la sentencia… es un hecho significativo para el futuro, porque seguirá habiendo gente joven y problemas. Pero en todas partes hay problemas, si no este mundo se llamaría Paraíso.
"La política se practica hoy de forma teatral y gritona. Ante eso que no puede generar sino crispación y separación, la cultura nos recuerda lo que históricamente nos ha unido"
P. ¿Cómo vivió la concesión del Premio Nacional de las Letras Españolas?
R. Solo el momento es eterno: recordaré siempre los dos minutos de la llamada cuando me comunicaron el premio. Hablé con el secretario y luego con el ministro de Cultura, José Guirao. No lo esperaba, porque me habían dicho que era uno de los posibles candidatos, pero no me llamaron al teléfono que di, sino a otro. Un premio te facilita un poco el camino, pero hay que hacer como hacen los atletas con las copas, ponerlas en una vitrina y ya está, no darle más vueltas.
P. Los grandes premios literarios oficiales están reconociendo últimamente a autores que escriben en otras lenguas cooficiales distintas al castellano. ¿Cree que hay una voluntad política en ello? ¿Puede el reconocimiento cultural apaciguar las aguas políticas, que siempre tienden a la crispación?
R. La política se practica hoy de forma teatral, histriónica, gritona, insoportablemente bullosa. Ante eso que no puede generar sino crispación y separación, me parece que la cultura lo que hace sobre todo es recordar a la gente lo que históricamente nos ha unido. Estuve en Granada en un homenaje a García Lorca, y pensé qué podía aportar yo, un escritor en lengua vasca. Y lo cierto es que el poeta Lauaxeta ya en 1932 tradujo a Lorca; el poeta y cantautor Xabier Lete le dedicó poemas. También está Mikel Laboa, un icono, que hacía versiones de temas flamencos y tocaba acompañado por un guitarrista flamenco navarro. Lo que históricamente nos ha unido está ahí, lo creo firmemente. La cultura son formas de vivir y de hablar, eso siempre va unido y formando una masa. Cuando la política cede un poco de espacio, se ven otras lenguas. Y entonces se ve que las lenguas no muerden, morderán los políticos, pero las lenguas no. Tanto cuando me dieron el premio nacional por Obabakoak como ahora las ondas políticas me favorecieron. He tenido suerte.