En la obra de Álvaro Urbano (Madrid, 1983) siempre hay algo que ha desaparecido, algo que no está, una ausencia que, sin embargo, ocupa todo el espacio. Colillas de cigarros aplastadas en el suelo, flores marchitas, hojas secas, las cajas de cartón sobrantes de una mudanza, una montaña de cartas que nadie se ha molestado en recoger… Recrea escenas de factura sumamente realista en las que, sin embargo, flota una sensación de extrañamiento. Sus instalaciones llaman a una experiencia en solitario. Mezcla elementos del teatro y el cine con los que crea ambientes en los que la luz y el sonido se convierten en un elemento más, y los espectadores, en actores.
Para muchos esta primera exposición individual en La Casa Encendida será una sorpresa, pues apenas hemos visto su trabajo en España. Hace unos días participaba en ARCO con un solo project excepcional en la galería berlinesa ChertLüdde, y dos años antes formó parte de la sección dedicada al futuro que comisariaron Chus Martínez, Rosa Lleó y Elise Lammer. Y nada más, quitando una colectiva en el Centro Cultural Galileo en 2011. Urbano estudió arquitectura en Madrid y continuó su formación en Berlín junto al artista Olafur Eliasson. Quizá del maestro danés provenga su querencia por la luz amarillenta, esa que veíamos en ARCO tras la ventana de Hands as Drawers (Manos como cajones, 2019) es la misma que inunda ahora la sala de La Casa Encendida.
Pasamos de la tensión a la calma. La luz y el sonido van y vienen. No es fácil que una obra de arte consiga que viajemos de esta manera
En El despertar Urbano continúa con la práctica de la recuperación, buceando en las formas y la historia de un edificio abandonado, de manera similar a como en otros proyectos ha trabajado sobre los avatares de las obras de arte. Toma como punto de partida el Pabellón de los Hexágonos, en la Casa de Campo, una arquitectura efímera y portátil que diseñaron los arquitectos José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún para representar a nuestro país en la Exposición Universal de Bruselas de 1958. Se trataba de un espacio flexible a base de módulos hexagonales que se podían adaptar con facilidad a los accidentes del terreno y su vegetación. Hoy este edificio está en desuso tras haber pasado por distintas actividades y anuncios de rehabilitación.
El interior de la sala apenas se adivina desde fuera de la exposición. Sólo asoma un poco de hiedra hecha con metal pintado. Nada más entrar, sentimos el peso de un helicóptero sobre nuestras cabezas. No lo vemos, pero sí lo escuchamos y su presencia hace que las luces –esos fluorescentes que se transparentan en los paraguas hexagonales– parpadeen. Tras el helicóptero, llega el eco de una interferencia. Y así, sucesivas pistas de sonido y luces que nos sumergen de lleno en un viaje sensorial por esta estancia neblinosa. La música va in crescendo y no sabemos si ha llegado el fin del mundo o… la calma. Los pajarillos cantan, las plantas crecen, las hojas otoñales se amontonan en los rincones junto al polvo blanco y las colillas. Varias vallas dibujan los perfiles de los ladrillos, un agujero en la pared sirve de túnel del tiempo, dos pieles de mapache reposan al fondo de la sala y las naranjas se descomponen en el suelo creando un bodegón que recuerda el paso del tiempo. Tempus fugit, aunque no sepamos si estamos en el presente, el pasado o el futuro.
La instalación apela a todos nuestros sentidos, a la vista y al oído, pero también al olfato y el tacto. Consigue que pasemos por distintos estados, de la tensión a la calma. La luz va y viene. El sonido, también. No es fácil que una obra de arte consiga que viajemos de esta manera.