"No hay ninguna querencia intelectual ni ninguna otra razón que el hecho de que la enfermedad y la muerte me han afectado profundamente. Y mi literatura es una prolongación de mi vida", explica con sencillez Sergio del Molino (Madrid, 1979), quien tras los viajes por territorios, fronteras, identidades y patrias emprendidos en La España vacía y Lugares fuera de sitio vuelve ahora la mirada hacia dentro en La piel (Alfaguara). Un regreso al territorio narrativo de La hora violeta o Lo que a nadie importa donde el escritor aborda, a partir de su propia condición de enfermo de psoriasis temas como la infancia, la muerte, el racismo, la enfermedad y la identidad.
También una paternidad que se hace presente desde el inicio de esta charla telefónica que Del Molino pausa un momento para ejercer de profesor de su hijo, cargo que ocupa, como tantos otros, por culpa de un coronavirus que se cuela de puntillas en el libro y en la entrevista y ante el que el escritor se muestra optimista. "Quizá por experiencia confío mucho en la capacidad de olvido y regeneración del ser humano".
Pregunta. Este libro nace de la voluntad de dejar a su hijo testimonio del "monstruo" que usted es, ¿cómo cristaliza esta idea?
Respuesta. En el fondo, toda literatura tiene algo de testimonial para alguien. Por mucho que pienses en el público, en esa idea difusa de un libro como una botella que se lanza al mar y termina encontrando su lector –lo que en el fondo es verdad porque no controlas en absoluto quién recibe y se siente interpelado por lo que tú escribes–, cuando estás escribiendo, sí piensas en alguien concreto. Ya le dediqué a Daniel La hora violeta y creo que es una forma de intentar explicarme, porque muchas de las cosas que hacemos y que callamos tienen que ver con la imagen que vamos a dejar a nuestros hijos. Tal vez, si a través de mi vida no me entendió, quizá a través de mis libros pueda hacerlo y verme de una forma humana. La literatura es muchas veces una manera de hacernos perdonar las cosas que no pudimos arreglar en la vida.
"La literatura es muchas veces una manera de hacernos perdonar las cosas que no pudimos arreglar en la vida"
P. Como todos sus libros, aborda esta narración desde una perspectiva autobiográfica. ¿Por qué elige esa voz que confunde escritor y personaje?
R. Aunque no persigo esa confusión no me importa que exista. No uso esta voz como un juego sofisticado de espejos, simplemente intento a través del yo recuperar una relación primordial de la literatura que tiene que ver con la oralidad, con alguien que te está contando una historia y te dice fíjate en mi voz, en mi presencia, estoy aquí y te voy a contar algo que me importa. En realidad, en cuanto a mi intimidad, mis libros son bastante más elusivos de lo que parecen. No me considero un escritor especialmente exhibicionista, no siendo pudoroso, pues tampoco me callo nada. Por eso me considero muy distanciado de todas esas modas de la autoficción y de la narrativa del yo tal y como se concibe en los tiempos actuales. El uso que hago del yo sólo busca provocar una especie de trance chamánico y emular un poquito el ambiente del contador de historias que está en una caverna encandilando a la audiencia.
P. La psoriasis que sufre y articula el libro es una enfermedad autoinmune. Aunque procura no caer en los clásicos tópicos de la literatura de la enfermedad, ¿qué lectura podría dársele a esto
R. En términos de alguien que escribe en primera persona y, por tanto, se pelea consigo mismo, creo que la analogía es muy clara, porque una enfermedad autoinmune es el cuerpo atacándose a sí mismo, y la literatura puede ser también interpretada en ese sentido. Sobre todo, cuando la ejerces desde un punto de vista autobiográfico, de alguien luchando con sus recuerdos y su voz. Pero precisamente por ser tan obvio, no he querido tirar demasiado de ese hilo, porque te lleva a un callejón sin salida. Este tipo de enfermedades son muy ensimismadas, precisamente por el hecho de que eres tú mismo el que la produce de forma descontrolada e inconsciente. Eso da muchísimo juego reflexivo, claro, pero llevaría el libro a terrenos demasiado filosóficos y, además, circulares. Por eso, intento romperlas constantemente mirándome en otros personajes.
P. Como dice, el libro combina esos tramos personales con pasajes de la vida de ilustres enfermos de psoriasis, ¿por qué reflejar los males de uno en personajes famosos?
R. En realidad ese es el origen del libro porque yo nunca me había planteado escribir una especie de diario de la enfermedad o una meditación intimista en torno a ella. Hasta que no me puse enfermo de verdad no le di importancia y trataba de vivir de espaldas a ella manteniendo la ficción de que no me afectaba, que no era parte de mi identidad. Pero me tuve que ir rindiendo a la certeza, y lo fui haciendo al tiempo que iba encontrando personajes con psoriasis, por ejemplo, Nabokov, que fue el primero. A un lector cualquiera de su biografía le puede pasar inadvertido este hecho, sólo un párrafo en mil páginas, pero a mí…
"La enfermedad te enseña que la identidad es algo impuesto, algo a lo que te adaptas pero que tú no eliges, que sobrellevas como puedes"
Así, Del Molino comenzó a recopilar en carpetas historias de gente tan dispar como Cyndi Lauper, John Updike o Stalin, y se fue dando cuenta de que la psoriasis “sí tenía un efecto identitario sobre todos ellos, que les había afectado de una forma muy superior a la que los biógrafos solían pensar”. Especulando sobre esa causa oculta que a sus ojos explica ciertos actos u obras de estos personajes, fue “tomando conciencia de cómo también a mí la enfermedad me había transformado y condicionaba mi forma de vivir y hasta de entender la literatura”.
P. Utiliza a Stalin o Pablo Escobar como ejemplos de la impotencia que da la enfermedad. ¿Es ésta, como la muerte, de lo poco realmente común a cualquiera?
R. Muchos de los grandes cataclismos morales y políticos de la historia surgían cuando los reyes morían de peste, pues la gente pensaba que entonces nadie estaría a salvo. Este concepto de igualdad tiene mucho que ver con el nacimiento de la conciencia democrática, porque la muerte de los poderosos allanó el terreno intelectual al individualismo y al humanismo al demostrar que todos estamos sujetos a las mismas desgracias. La enfermedad y la muerte son grandísimos igualadores y es muy potente esa idea de gente verdaderamente todopoderosa como el dictador y el narco derrotados por algo tan insignificante como su propia piel, que no podían dejar de rascar. Eso hace pensar en algo que en esta sociedad donde se valora tanto el libre albedrío no está bien visto: que la identidad es algo impuesto, algo a lo que te adaptas pero que tú no eliges, que sobrellevas como puedes.
P. Además de la enfermedad, el libro explora el papel social de la piel, muy usada como metáfora de territorio, de frontera, de identidad… ¿qué es la piel en la actualidad?
R. La piel sigue siendo lo que ha sido siempre. Desde el Paleolítico la usamos como forma de mostrarnos al mundo y también de clasificar a las personas. Tiene un significado identitario, mucho más que fronterizo o sexual. Aunque nosotros no vivamos, aparentemente, en un mundo racista, en muchos lugares sigue siendo una carta de presentación que permite que los demás se formen una opinión, a menudo tajante y muchas veces irreversible, de lo que eres.
P. ¿De dónde nace el racismo y por qué está de nuevo en auge en nuestras sociedades?
R. Nos intentan convencer de que el racismo es algo intrínseco al ser humano, pero luego ves sociedades como la romana, tan mestiza, que nunca perdió el tiempo en hablar del color de la piel de nadie. El ojo humano es muy malo percibiendo los tonos de piel, por eso la mirada tiene que estar educada para que las en ocasiones levísimas variaciones signifiquen algo. El racismo es una mirada histórica y cultural que se incorpora paulatinamente y va perdiendo fuelle en sociedades cosmopolitas y multiculturales, porque cuando ya no importa la tribu no te fijas en la piel o la raza. El hecho de que vuelva, claro, significa lo contrario, y es una mala señal.
P. El coronavirus ha demostrado lo interconectado que está el mundo, ¿es también una manera de recordar lo ridículo del racismo y las fronteras?
R. Por supuesto, pero ocurre que, con las pestes como esta, la humanidad siempre necesita un culpable. Hoy en día ya no estamos educados en el concepto griego de la tragedia, esa idea de que hay cosas que suceden que no podemos controlar y de las que nadie tiene la culpa, que nació para enseñarle a la sociedad a aceptar la fatalidad. Esa idea se ha quedado en la Antigüedad y sólo ha sobrevivido a través de la literatura. En la vida cotidiana no aceptamos que las cosas suceden por que sí, necesitamos un culpable. Nos cuesta mucho asumir nuestra impotencia, no aceptamos que puede haber algo que no controlemos, tiene que haber un culpable detrás que propicie todo. Y buscar cabezas de turco siempre fomenta el racismo, la xenofobia, el miedo al otro…
"Intentar mostrar la verdad de la muerte es hoy un delito grave, lo que refleja la infantilización de la sociedad"
P. Nuestra sociedad rechaza el dolor y la enfermedad. ¿Siguen siendo temas tabú?
R. Creo que todos los tabúes en realidad son falsos, porque si vas revisando su historia todos tienen bibliografía. Es verdad que está mal visto hablar sobre la enfermedad y sin embargo hay una copiosa tradición, creciente además, porque cada vez ocupa un lugar más central dentro del discurso literario. Sin embargo, aunque la literatura explore ciertos tópicos, muy pocas veces estos saltan al centro del debate público. Intentar mostrar la verdad de la muerte es un delito grave hoy en día y eso tiene mucho que ver con cómo se ha ido infantilizando la sociedad, algo evidente en la forma que ha reaccionado mucha gente a esta crisis. Cuando hablamos de que son tabúes es porque por mucho que los abordemos en los libros o en el arte, nunca dejan de ser reflexiones hechas en las orillas de la sociedad.
P. Cierra el libro con optimismo por los grandes logros de la civilización occidental, como la medicina que inhibe su enfermedad. ¿Cómo ve el futuro?
R. Ahora se dice mucho eso de que éramos muy felices y no lo sabíamos… Bueno algunos sí éramos, y somos, conscientes de lo que un país como España ha hecho en apenas medio siglo. A poco consciente que uno sea de cómo ha transcurrido la historia, te das cuenta de lo privilegiados que somos. Llevamos dos generaciones en España sin vivir una guerra, sin pasar hambre, sin sufrir… Un periodo tan largo de paz y prosperidad nunca se había dado en nuestra historia. Es cierto que estamos viviendo una época negrísima: tras una voraz crisis económica viene ahora una pandemia brutal. Pero mi confianza es que la memoria, tanto social como individual, es muy débil. Somos muy olvidadizos, así que creo que en el momento en que las cosas empiecen a ir un poco bien nos vamos a olvidar de todo esto. No quiero sonar a un optimista ingenuo y soy perfectamente consciente del foso en el que estamos metidos, pero la oscuridad de ese foso no debe impedirnos ver la luz que está unos metros más arriba.