Pablo Remón (Madrid, 1977) se disponía a rematar por todo lo alto la temporada en el Kamikaze. Primero con su versión de Traición, montada por Israel Elejalde, y luego con Las ficciones, texto de su peculiar cosecha (metateatral, narrativa, fílmica, surreal...), que iba a poner en pie un tridente estelar: Carmen Machi, Bárbara Lennie e Irene Escolar. No ha podido ser por el virus pero el autor de Mariachis, que le ha valido la nominación como mejor autor para los Max, mantiene la esperanza de que el próximo curso puedan verse ambos trabajos. Estos días está rematando Las ficciones, cuyo primer acto (el que nos ha dejado leer) ofrece momentos del mejor humor remoniano, deudor del maestro Azcona. Lo inserta en una trama que retrata las miserias cotidianas de una actriz cuarentona en el dique seco.
Pregunta. Para Machi, Lennie y Escolar será estimulante encarnar personajes que son actrices, ¿no?
Respuesta. Sí, aunque yo no he intentado acercar los personajes a su realidad. De hecho, ellas son tres de las actrices más importantes de España. El reto era que tuvieran que manejarse en registros muy distintos a lo largo de la obra.
P. Su situación no tiene tiene nada que ver con la protagonista, está claro, pero al ejercer la misma profesión sí pueden sentir una mayor complicidad hacia su fracaso.
R. Sí, claro. La distancia entre el fracaso y el triunfo es uno de los temas centrales de la obra. Ganar el Goya [por Intemperie, mejor guion adaptado] me ha hecho pensar mucho en ello. No es sencillo delimitar ambos conceptos. Un gran premio así parece que te posiciona claramente en el lado bueno según el consenso social. Pero no sé...
P. Bueno, usted ahora lleva una temporada en el territorio del éxito, claramente.
R. Así es, sí, pero otros trabajos previos al menos igual de meritorios no lo tuvieron. Por eso las dudas. Al final estamos muy expuestos a opiniones ajenas por lo que uno tiene que ir más allá, crear una identidad hasta cierto punto objetiva. Es un lugar común pero es cierto: el éxito es dedicarte a lo que te interesa.
P. ¿No le intimidaba un poco encerrarse con esas tres ‘fieras’ de la interpretación como ellas?
R. Al contrario: cuanto más talento tengan mis compañeros, mejor, irá en beneficio de la obra. Escribir para ellas me motivaba mucho. Siempre escribo para actores concretos, intentando darles un alimento nutritivo. En Las ficciones he buscado lo mismo.
P. Vuelve a meter a un narrador, un comodín que aporta detalles sobre las emociones, pensamientos y dilemas de los personajes. ¿De dónde viene la querencia por esta figura?
R. Lo he pensado mucho... Creo que del hecho de que yo llegué al teatro desde el cine. Ese narrador es como una voz en off. Me gusta que mis obras se vean como una película, de ahí que tengan muchas escenas, y también que puedan leerse como una novela, de ahí esos pasajes narrados que permiten recorrer la psique de un personaje. Es muy interesante evidenciar el contraste entre lo que dicen y lo que piensan.
P. Pinter era un maestro en eso: en filtrar mediante sus diálogos esa corriente turbia y caótica de emociones que discurre por debajo de la palabra dicha.
R. Por eso es tan difícil de montar. Las explicaciones que da de las obras son muy opacas y crípticas. Las posibilidades de interpretación para el director y los actores son muy amplias. Además, llevarlo al castellano es difícil, porque su dramaturgia es poesía. Cada palabra está medida en aras de la musicalidad. En mi versión intento que esa música siga sonando. Pienso que a Pinter lo puede disfrutar cualquiera, a pesar de todo lo que se le ha intelectualizado en los últimos años.
“Mis obras pueden verse como una película con muchas escenas y leerse como una novela”
P. Lo reivindica como un maestro suyo. ¿Por qué?
R. Cuando empecé a leerlo, en castellano, su obra no me llegó. Fue cuando lo leí en inglés cuando me enganchó, porque percibí la música, que el sonido era el que daba el sentido. Por ese motivo podía meter una frase que rompiera la coherencia de un personaje. Me obsesionó por un tiempo. Lo leí todo. Me encantó la sensación de peligro constante en sus textos: puede pasar cualquier cosa en cualquier momento. Eso hace que estén muy vivos. Mi primera obra, La abducción de Luis Guzmán, es una españolización de Pinter. Pero hay que tener cuidado con autores tan influyentes. Su territorio ya está conquistado. No se puede escribir como Pinter. Imitarlo no basta.
P. Por cierto, usted imparte talleres de escritura. ¿Cuál es el consejo en el que más incide?
R. Sí, he dado muchas clases. Durante un tiempo llevé el área de guion de la ECAM. Pero cuanto más escribo yo, menos certezas tengo de que se puedan dar consejos generales. La escritura me resulta cada vez más misteriosa, eso produce vértigo pero también apasiona. Y lo que vale para uno no vale para otro. Tienes que encontrar tu camino. Sí veo un paralelismo con las relaciones humanas: cuanto más le das, más te devuelve.
El método Doña Rosita
P. Su ‘anotación’ tan personal de Doña Rosita de Lorca cuajó de maravilla. ¿Este proceso de hacer suyo un texto clásico abre una vía de trabajo para ser aplicada a otros títulos?
R. Sí, pero tendría que ser algo distinto. Cada obra pide un acercamiento diferente. No quiero convertir aquello en una fórmula. La gran enseñanza de Doña Rosita, que tantas dudas me planteó de entrada, es que partiendo de algo ajeno se puede llegar a algo muy íntimo. Me quedó claro que el punto de partida no era tan crucial, sino hacia donde caminas.
P. Para terminar: ¿le gustaría aportar alguna idea o consejo para la vuelta al teatro?
R. Que no podemos ir con miedo. Y que hay que tener claro que el teatro no es un entretenimiento, sino una forma de estar en el mundo. La cultura no es eso que se disfruta cuando ya has hecho lo importante. No es sólo la serie de Netflix después de la cena. No es un extra, es consustancial a la civilización. Y confío en que lo siga siendo.