“Nunca fue mi propósito escribir un libro sobre la Shoah porque mi relación con ella es muy lejana. Si ya la de mi abuelo es lejana, porque estaba a 11.000 kilómetros, la mía lo es en grado extremo, pues además de la distancia influye el tiempo”, explica el escritor y cineasta Santiago Amigorena (Buenos Aires, 1964), al teléfono desde su casa de París, ciudad en la que vive desde los 11 años, cuando llegó con sus padres huyendo de la dictadura que tomaba su país. Casi cinco décadas antes, escapando de otro país devastado, había llegado a la capital argentina su abuelo Vicente (Wincenty) Rosenberg, cuya vida, especialmente los años de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, recrea ahora su nieto en El gueto interior (Literatura Random House).
Para explorar el silencio que envolvió a su abuelo, que dejó en Polonia a su madre y su hermano, muertos en los campos nazis, Amigorena se sirve de varias cartas enviadas por su bisabuela desde el Gueto de Varsovia en las que va dando cuenta de forma descarnada del avance del horror. “Las cartas las tenía en Buenos Aires mi tía Marta Rosenberg [madre del también escritor Martín Caparrós, que ha traducido la novela al español y ya escribió sobre el personaje de su abuelo común] pero nadie había pensado nunca en traducirlas”, explica el autor. La novela mezcla dos tonos, uno emocional e introspectivo, más narrativo, para relatar la vida de su abuelo, que se combina con otro quirúrgico y frío, casi notarial, cuando aborda los hechos ocurridos en Europa, que no pone en manos de ningún personaje. “No fue una decisión consciente. En origen quería hacerlo igual, pero fui incapaz de articular con la ficción escenas de mi bisabuela en el gueto. No quiero decir que no se pueda inventar ficción a partir de la Shoah, pero para mí fue imposible”, confiesa.
Pregunta. La identidad es un elemento clave del libro sobre el que su abuelo reflexiona mucho. ¿Qué marca nuestra identidad y por qué hoy en día vuelve a ser algo tan determinante?
"Hoy en día existe una forma de fascismo político suave que todo el tiempo trata de fijar nuestra identidad, cuando ésta no puede ser algo fijo y unívoco"
Respuesta. El libro defiende la idea de que la identidad, cualquier tipo de identidad, no debería ser algo determinante para nada, ya que ésta no puede ser algo fijo y unívoco. Yo mismo no tengo una identidad inmóvil, sino líquida: por ejemplo, como escritor soy francés, pero soy incapaz de eludir mi pasado, que es argentino, judío... Y es cierto que hoy en día hay una forma de fascismo político, aunque suave, que lleva a que todo el tiempo nos están fijando identidades. No solamente las comparables a lo que fue ser judío en aquella época, similar a lo que es ser árabe hoy en ciertos lugares de Europa, sino a identidades más sutiles que se imponen en el trabajo, en las relaciones, en la vida... Cuando esas identidades son fijas, la sociedad se vuelve un poco fascista, por lo que es importante tener identidades múltiples y libes en cualquier tipo de posición social, política, económica...
P. El silencio es el otro gran leitmotiv del libro, el silencio en el que se refugia su abuelo que nace de la culpa, del arrepentimiento. ¿Por qué elige vivir de ese modo esa situación?
R. Eso es algo que nunca resolví y por eso escribo. Siempre supe que algún día tendría que escribir sobre el silencio de mi abuelo, del que nace el mío sobre el que sí traté en mis tres primeros libros: Una infancia lacónica, Una juventud afónica y Una adolescencia taciturna. Todo mi proyecto literario tiene que ver con contar la historia de alguien que no sabe hablar y que decide escribir, y en la escritura descubre, más que un idioma, otro silencio. Pero el silencio de mi abuelo siempre fue muy diferente del mío: nace de una causa histórica y él nunca buscó palabras para decir lo que había pasado. Sin embargo, yo, heredero de su silencio, heredo también la posibilidad de decir algo. Su silencio impotente hace que yo trate de producir algo con el idioma. Esa es la paradoja que produce la escritura de este libro.
"El pasado siempre tiene que ver con la muerte y vivir anclado en él nos aleja del presente, que es lo más significativo de la vida"
P. Libro que a su vez encierra otra paradoja, pues asegura que cuenta esta historia para olvidarla, no para recordarla. ¿Qué implica defender esta postura?
R. En Francia se considera muy importante defender lo que se llama el “deber de memoria”, por lo que la mía es una postura complicada. Por el contrario, yo siempre he estado a favor de un derecho al olvido, de aquello que decía Pasolini de que el que olvida goza más que el que recuerda. Obviamente, no estoy en contra de la memoria del modo en que lo están, por ejemplo, los negacionistas. El olvido del que hablo es ese que surge después de un trabajo comparable al del duelo. Cuando se llega a ese olvido se puede a empezar a vivir desde un lugar en el que la memoria ya no es determinante y dolorosa. Porque, aunque es cierto que la escritura nace siempre de la memoria, no hay un pasado que no tenga que ver de algún modo con la muerte, y vivir obsesionado o atrapado por él nos aleja del presente, que es lo más significativo de la vida.
Sin embargo, Amigorena sabe bien que no hablar de algo no significa haberlo olvidado, que el pasado puede estar en uno, aunque no se exteriorice y que puede escurrirse de una generación a otra como una herencia más. “Me sorprendió la cantidad de gente que ante estos hechos eligió el silencio, sin preguntarse nunca en qué se podría convertir eso en las generaciones futuras”. En el caso de su familia, asegura que nunca fue un silencio traumático, pero también señala que pudo pesar en el hecho de que tres de sus tías sean psicoanalistas, y quizá también en que “mi primo y yo hayamos elegido las palabras para expresar ciertas cosas”. Y es que, aunque es más reconocido por su trabajo en el cine, donde ha guionizado más de veinte películas y dirigido tres, Amigorena también es autor de un complejo y totalizador proyecto literario, siempre en francés, que abarca más de diez libros y 25 años.
“Por contarlo de forma simple es la biografía de un narrador que tiene mi nombre y al mismo tiempo las obras competas de ese narrador que escribe desde su juventud. Lo que cuentan es como alguien que desde niño no podía hablar por una incapacidad psicológica, decide a los 6 años, cuando aprende a escribir, sustituir la escritura por la palabra”, explica el escritor, que se reconoce influenciado por los grandes renovadores de la novela, Joyce, Musil y especialmente Proust. “De hecho, estos libros hacen con En busca del tiempo perdido de Proust lo que Joyce hizo con la Odisea de Homero, el mismo trato de reescribir plenamente un libro respetando su espíritu”.
"El mundo empieza a olvidar la Segunda Guerra Mundial y la Shoah, pero no sé si eso es malo. Borges decía que el olvido es la única venganza y el único perdón"
P. Al final del libro establece un paralelismo entre el caso de su abuelo y su propio exilio. ¿En cierto sentido, comparte esa culpa de no haber estado allí, esa especie de síndrome del superviviente?
R. Obviamente, la mía es una culpa mucho menor y más injustificada que la de mi abuelo, pero es verdad que, aunque era un niño, gente de sólo cuatro o cinco años más que yo decidió quedarse. La culpabilidad existió mucho en la generación de mis padres e incluso en mi familia había un tío que muy claramente nos decía que no había que irse. En ambos casos cualquier postura no era buena. Mi abuelo, quedándose en Polonia o volviendo a Europa al empezar la guerra no hubiese cambiado nada, igual que tampoco lo hubiera hecho el que nos quedáramos en Argentina unos cientos más de personas. Pero pensar eso no elimina la culpa de no haber aunado el pensamiento político, las ideas, y la acción, algo que también hoy en día es difícil.
P. Este año se han celebrado los 75 años del fin de la Segunda Guerra Mundial y de la liberación de los campos. ¿Todavía persiste el horror en la memoria o el mundo ya empieza a olvidar?
R. Me parece que el mundo empieza a olvidar, que está cayendo poco a poco un velo sobre la Segunda Guerra Mundial y la Shoah. Lo que es muy complicado es valorar si este olvido puede ser bueno o malo. Borges decía que el olvido es la única venganza y el único perdón. Por tanto, más que ese olvido tan común de nuestra época, en la que todo pasa fugazmente y nada deja huella mucho tiempo, pienso que deberíamos buscar un olvido que nazca de la amnistía del pasado y de la idea de paz para el futuro.