"Si te metes en Casa del Libro hay un resumen delirante de lo que iba a ser este libro. Durante mucho tiempo el manuscrito fueron unas 500 páginas de un tríptico en el que contaba una parte de mi vida, pero disfrazado en otros personajes", asegura entre risas Rafael Reig (Cangas de Onís, 1963), que no evita reconocer que por primera vez él, o lo más parecido a él que puede crear la literatura, es el protagonista absoluto de su novela. “Pero un día mi editor, Juan Cerezo, que es casi el mejor novelista de nuestra generación porque trabaja con nuestros libros a destajo, me dijo: ‘Rafael, estás escribiendo en contra de ti mismo. Estás intentando ocultar la novela que no quieres escribir pero que tienes que escribir’. Y me convenció”.
De ese proceso de desbroce que dejó la historia en la mitad surgió Amor intempestivo (Tusquets), una novela donde el autor de Todo está perdonado o Un árbol caído rememora sus años de juventud, capitalizados por la firme idea de hacerse escritor, a la par que construye un retrato familiar en el que destacan sus padres, cuyo trágico fallecimiento actúa de clímax vital y narrativo. “Esto no tiene nada que ver con la autoficción, mis modelos son las Confesiones de San Agustín y Rousseau, libros que van en contra de sus autores”, defiende Reig. “Quería ordenar una serie de hechos, no todos, los más relevantes, para construir una novela de iniciación, un bildungsroman. Es decir, el relato de cómo se construye una persona, un alma. La moral parece hoy una cosa de cura viejo pero quizá es lo único que nos puede salvar”.
Pregunta. Rememora en este libro sus inicios de escritor, profesión a la que, como siempre dice, llegó demasiado tarde. ¿Qué es un escritor en el mundo actual?
Respuesta. Básicamente, creo que un escritor es el que disiente, aquel que mira su propia vida y dice no quiero ser cómo soy, y al que no le gusta el mundo en el que vivimos. No creo que un escritor tenga que complacer nunca a nadie, la verdad. La labor de un escritor es producir un vértigo, una especie de identificación. Lograr que al leer su novela, o lo que escriba, la gente diga: "pero si esto habla de mí, me ha pasado a mí también". Esa es la única finalidad. Por eso no creo en la literatura del yo, sino en la supresión del yo, y cuento lo que me ha pasado porque creo que le ha pasado a todo el mundo.
P. Sin embargo defiende que hay un desamor de la sociedad hacia los escritores e intelectuales en nuestro país. ¿Cuándo se produjo y qué consecuencias ha tenido?
R. El problema es que la literatura es hoy, únicamente, una rama más del entretenimiento. Y la desgracia es ese únicamente, porque entretenimiento siempre ha sido. Hubo un momento de comunión en los años 70 y 80, cuando por primera vez en muchísimos años el lector español leía a autores españoles de su misma generación que le decían algo. Hablamos de los Muñoz Molina y otros exponentes de la nueva narrativa española que todos conocemos. Ese florecimiento todavía se mantiene, pero no se ha vuelto a repetir. Así que más que desamor diría que no ha vuelto a haber un flechazo similar. Quizá ahora suceda algo parecido, aunque hay que dejar pasar el tiempo para verlo, con las mujeres españolas que leen, algo inhabitual, a mujeres españolas de su edad como Marta Sanz o Belén Gopegui.
P. Siempre alude a lo que supuso para su generación la de los precedentes, pero ¿cómo es su relación con los más jóvenes? ¿Cómo es ser el escritor "consagrado" del binomio?
R. No lo voy a negar, no soy nadie, pero he procurado ser siempre muy generoso. Por ejemplo, a Cristina Morales la he mencionado montones de veces, también a Lara Moreno o a Alberto Olmos... Siempre he estado interesado en conocer y leer a los escritores jóvenes, y en apoyarlos, porque, aunque hoy en día la juventud se venda como un valor maravilloso, esto es falso. Nadie te hace ni caso, y si entras en competencia con un viejales como yo ya no te comes un rosco. No obstante, no creo mucho en las generaciones literarias, más bien pienso que debe haber variedad y literatura dirigida a todos los públicos. Por ejemplo, me gustaría que hubiese escritores de clase trabajadora, algo de lo que apenas se habla, que pudieran interpelar directamente a sus intereses, como hicieron los antes citados con la burguesía. Hay que buscar que si se tira la piedra al pozo suene plof. Y luego ya, si eso, buscar la posteridad y todos esos rollos. Pero si no eres capaz de hablar con tus contemporáneos, mal vamos.
"El escritor es el que disiente, el que nunca complace a nadie. Su labor sólo es producir un vértigo, una especie de identificación en el lector"
El amor por la escritura, la apuesta por ella hasta las últimas consecuencias, es uno de los pilares de esta novela y de la vida de Reig, por cuyo relato desfilan varios colegas de profesió , así como una descripción cruda y realista del mundo editorial, sobre todo en los comienzos. “No está mal compartir esos primeros fracasos con escritores más jóvenes para que vean que nunca ha sido fácil. Lo que hay que tener es fe en uno mismo, que es lo que te da la felicidad”. Y es que, a pesar de las trabas y dificultades, el autor defiende que tener una vocación le ha dado una vida más plena, aunque no haya color entre ser realmente escritor y lo que soñaba en la facultad. “Pensaba que iba a tener la gloria a los 30, con Premio Nobel, estatua y todo. Eso no va a pasar, pero me da igual, he sido tan feliz que eso no es lo importante. Con los años te das cuenta, otra verdad obvia, de que lo importante es el camino, que ese sueño me ha permitido ser feliz durante toda mi vida, como en el viaje a Ítaca”, explica.
Como pintar un cuadro
P. Otro de los elementos clave de esta novela es el recuerdo de sus padres. ¿Por qué es ahora el momento de verse con sus ojos?
R. Pues no lo sé, pero supongo que porque han pasado ya veinte años de su muerte y llega un momento en el que te das cuenta de que es algo que sigue pesando en el alma. Pienso en ello y tengo que darle sentido algo que logro escribiendo. Ahora que ya he formado otra familia, la mía, me doy cuenta de que no era tan fácil. Todos pensábamos que íbamos a ser distintos de nuestros padres y que íbamos a crear niños felices, alegres y contentos, pero nos hemos tropezado en la misma piedra. Yo me he recordado en mis padres, además, curiosamente, en las cosas que no me gustaban más que en las que sí.
P. Pero más allá de la simple remembranza, ¿cómo influye a la hora de pensar en ellos el que murieran en un terrible accidente doméstico?
R. La primera semana piensas que es dramático, pero a los dos meses eso no tiene ninguna importancia, lo grave es que están muertos y que no volverán a estar contigo nunca. Y habría dado igual que se hubieran muerto durmiendo en la cama de un infarto o de un accidente de coche... Uno se da cuenta de que el dramatismo no aporta nada, no sólo a la novela, que por supuesto, sino a tu propia reflexión sobre los hechos. Lo que lamento no es la forma en que pasaron las cosas, sino que pasaran.
"Uno no puede narrarse a sí mismo sin muchísimo distanciamiento. Como decía Ferlosio, la primera pincelada la da el pintor, pero la última la da el cuadro"
P. Uno de los peligros de este tipo de libros es lograr verosimilitud evitando caer en la autocompasión, ¿cómo se equilibra el relato, cuál es el peligro de contarse a uno mismo?
R. He huido del dramatismo como del demonio usando el humor y el distanciamiento. Creo que hay que ver las cosas un poco de lejos, como para mirar un cuadro. He procurado hacerlo como hacen los pintores, que se acercan y luego se alejan. Como decía Ferlosio, la primera pincelada la da el pintor, pero la última la da el cuadro. Uno no puede narrarse a sí mismo sin muchísimo distanciamiento. ¿Cómo se consigue? En mi caso con whisky y escribiendo en un cuaderno en un bar. Es una receta que doy a la juventud, no quiero corromperla, pero...
Un legado inesperado
P. En varios pasajes repite con insistencia que usted y sus hermanos "habíamos sido educados para ser felices". ¿Qué implicaciones personales, familiares y generacionales tiene esta frase?
R. Nosotros somos hijos de los 60, quizá el mayor momento de optimismo colectivo que ha habido en los últimos dos siglos. Aquí en España, a pesar de la dictadura se empezaba a vivir mejor, por lo que todo el mundo educaba a sus hijos para que fueran felices y disfrutaran del mundo. Hoy en día esto es un dislate y generacionalmente nos produjo mucha frustración, pero también una especie de esfuerzo por conservar la alegría, lo que me parece una buena herencia. Hay una frase de Kafka que me gusta mucho que dice: “la alegría es mi deber diario”. Yo fui educado así.
P. En este sentido, la novela también es un canto a esa burguesía progresista del franquismo que encarnan sus padres. ¿Qué queda hoy de ella, cuál es su legado?
R. Creo que fue la primera generación en España que creyó de forma masiva en la cultura y el progreso. Ellos creían de buena fe que iban a cambiar las cosas. No obstante, a largo plazo, el legado real es una democracia que cada vez está más echada a perder. Los gobiernos socialdemócratas han sido un fraude histórico perpetrado contra las ilusiones de los votantes. Han expulsado de la política a mucha gente que está harta. Nuestros padres fueron ingenuos, pero no soy partidario de juzgar a las generaciones, porque yo en esa situación hubiera hecho probablemente algo parecido. Creyeron de buena fe y porque les convenía y no vieron a donde estábamos yendo. Pero además, nos dejaron, creo que de forma inconsciente, algo muy valioso, la fe en nosotros mismos, en la alegría y en que vivimos para salvarnos todos juntos y no cada uno para sí.
"Kafka decía que la alegría era su deber diario. Yo fui educado así, en una especie de esfuerzo por conservar la alegría, lo que me parece una buena herencia"
P. Hace un par de años no se mostraba muy feliz con la situación política y social del país. ¿Seguimos a la deriva o se ve algo mejor en el horizonte?
R. Veo poco en el horizonte, la verdad. Todas las esperanzas que algunos pusieron en el 15M y Podemos parece que se compran con una vicepresidencia... No veo más alternativa que recordar que la política, fundamentalmente, no sucede en el parlamento, sino que lo hace en la calle, en los puestos de trabajo, en las escuelas, en los bares con amigos... No creo que la solución sea pues, desengañarse de la política, sino hacer más, pero en todos lados, no en el Parlamento. Paciencia y perseverancia, como decía Lenin, y crear convicciones. La gente necesita política real, como en las asociaciones de vecinos. Ese es el camino mientras buscamos otra fórmula.
Un alma en construcción
P. Lejos de la desesperanza de algunos de sus libros, esta novela destila cierto optimismo, ¿de dónde cree que nace?
R. Estoy convencido de que nace de asumir que es imposible vivir sin pérdidas, incluso sin perderse a sí mismo de alguna manera. Acepto que vivir es perder, pero porque esas pérdidas también son una ganancia, o las puedes convertir en una ganancia si las aceptas y sobre todo si te sirven para crecer. Cuando era joven se hablaba mucho de la poesía de la experiencia, que no consiste en nada más que contar algo que me ha pasado a mí de tal forma que parezca que le ha pasado al que lee. Hacer que tenga validez general. En este sentido trato de hacer una novela de la experiencia, responder a para qué me ha servido a mí vivir esta vida. ¿Eso lo puedo hacer transmisible, se lo puedo contar a otros? Esta es una novela vital de la que, tras escribirla, salí con la idea de que hay que seguir viviendo y ya está. Y espero que al lector le ocurra igual.
"Si la vida tiene un sentido, es que es la única oportunidad que tenemos para hacernos un alma. Así que deberíamos aprovecharla"
P. Cierra el libro con la reflexión de que "hacerse un alma" y "ser bueno", es lo único que importa en la vida cuando uno va llegando a meta. ¿Qué significa esto?
R. La mayoría de la gente piensa que el alma viene de fábrica, que viene ya hecha, y no es así. Si la vida tiene tiene un sentido, es que es la única oportunidad que tenemos para hacernos un alma. Así que deberíamos aprovecharla. Y para eso hay que aceptar que no somos buenos. También pongo una cita de Aristóteles que habla de la virtud y dice que qué nos importa la virtud teórica si no sabemos cómo ser buenos. Ése es el gran dilema de la vida, cómo ser buenos, mejores. Esta novela es el retrato de mi juventud, que no es ejemplar ni edificante, pero me sirve para darme cuenta de que puedo ser mejor. Es cierto que puede sonar pueril, pero a mí ya no me da vergüenza decir que el mensaje es sencillamente que debemos aprender a ser buenos, mejores. He procurado contarlo con una cierta clase y elegancia literaria, para que no sea la homilía de los jueves, pero la esencia es la misma.