Cuando se conocieron, el mundo estaba en guerra. Philip Larkin y Kingsley Amis estudiaban en Oxford y un día de primavera de 1941 se vieron en el campus de la facultad y empezaron a hablar. A los dos les gustaban los libros, las chicas y el jazz y detestaban la hipocresía, la impostura y la pretenciosidad. Más allá de eso, no se parecían mucho. Kingsley era tremendamente sociable y para Philip, al contrario que para John Donne, todo hombre era una isla. “Temperamental y geográficamente distante”, dijeron en The Times Literary Supplement, “ha rechazado casi todas las invitaciones a participar como jurado, recitar, escribir reseñas, dar clases, pontificar o ser entrevistado”.
En 1955, Larkin comenzó a trabajar como bibliotecario en la Universidad de Hull, una pequeña ciudad al este de Inglaterra. Ya había publicado dos novelas (Jill y Una chica en invierno) y el poemario El barco del norte, donde se percibe la influencia de Yeats (“Esto es lo primero / que yo aprendí: / el tiempo es el eco de un hacha / dentro de un bosque”). Ese mismo año publicó Engaños, una recopilación de poemas que bebían de Auden y Thomas Hardy y en los que dejó atrás el simbolismo e indagó en su desencanto.
Meses antes salió Lucky Jim, el celebrado debut de Amis que no habría sido posible sin la ayuda de su amigo. Desde su madriguera de Yorkshire, Philip leyó varias versiones del manuscrito, diezmó los personajes, recortó fragmentos enteros, hizo múltiples sugerencias y prohibió que se titulase Dixon y Christine. La idea de la novela surgió durante las visitas de Kingsley a la Universidad de Leicester donde trabajaba Larkin en 1947, y en la hilarante trama, no exenta de desolación, aparece retratado el ambiente de la sala de profesores y las cuitas amorosas del joven poeta.
A Philip no le importó. Al fin y al cabo, sus poemas reflejaban a menudo las experiencias de Kingsley, tan profusamente narradas en su correspondencia. Pese a la distancia física y vital, ambos se alentaban, se corregían y se inspiraban mutuamente. Las cartas los mantenían unidos (“Por lo que más quieras, amigo, sigue escribiendo, que la vida es muy aburrida”, le pedía Larkin en el 79). En ellas descargaban todo su odio y se quitaban las máscaras. El novelista no temía hablar mal de su mujer y de sus hijos (“pedazo de mierda”, dijo de Martin cuando éste empezó a ganar dinero escribiendo) y aplaudió la victoria de Margaret Thatcher (en cuestión de unos años, el autor de Los viejos demonios pasó de ser estalinista a renegar del comunismo y convertirse en un reaccionario), mientras que el poeta cascarrabias desplegaba sin ambages su conservadurismo y se permitía toda clase de improperios, terminando cada misiva con la palabra culo.
El bibliotecario provinciano y el juerguista londinense habían sido jóvenes airados en la Inglaterra de posguerra. Con sus obras se alejaban de sus predecesores y de aquella modernidad petulante e intelectual que no mostraba la realidad de su gente en las calles del viejo imperio. Los nuevos escritores abrazaban la insolencia, el cinismo y la osadía. El humor le había ganado la batalla a la solemnidad y era el costumbrismo lo que cimentaba las historias. No en vano, Amis quería ser recordado por hacer reír a la gente y le traía sin cuidado que alguien se sintiera ofendido leyéndole. “Si no puedes molestar a nadie con lo que escribes, creo que no merece la pena que lo hagas”, declaró en el 71. En su novela Ending Up, que empezó unos días después de que Larkin terminara “Los viejos tontos”, quedó patente ese deseo y las aflicciones que compartía con su colega. Así, junto a la grotesca danza de la muerte de Kingsley, encontramos estos versos de Philip: “Quizás ser viejo consiste en tener habitaciones iluminadas / dentro de tu cabeza, y gente en ellas, actuando. / Gente que conoces, sin poder nombrarla; / (…) Allí es donde viven: / No aquí ni ahora, sino donde todo ocurrió alguna vez”.
La rutina de Larkin era el mejor antídoto contra el paso del tiempo. “Escribo poemas para preservar cosas que he visto / pensado / sentido (…), tanto para mí mismo como para los demás”. Cada noche, al volver de la biblioteca, el autor de Ventanas altas se sentaba delante de su Olivetti con un vaso de ginebra y escribía versos que partían de su experiencia personal. “Aunque no siempre, ya que puedo imaginar caballos que nunca he visto o las emociones de una novia sin haber sido nunca una mujer y sin estar casado”.
En sus temas no había nada extraordinario. Como ocurría con sus compañeros de El Movimiento, entre los que se encontraban Harold Pinter, John Osborne, Robert Conquest, Elizabeth Jennings y el propio Amis, plasmaba la vida cotidiana de una manera sencilla, sin afectación, y lograba acercar la literatura a un público cada vez más amplio. Para este misántropo miope y para su irreverente amigo, Picasso, Ezra Pound y Charlie Parker eran los que habían pervertido el arte, la poesía y el jazz. No es de extrañar que Larkin terminara un poema de Las bodas de Pentecostés diciendo: “Emborráchate: / los libros son un gran montón de mierda”.
Amis, en la cima del éxito desde la treintena, prefería combinar las dos cosas. En el despacho de su casa victoriana había pilas de libros y montones de discos de jazz desperdigados por el suelo, y su máquina de escribir estaba rodeada de botellas vacías de vino espumoso y whisky (cuentan que desayunaba dos chupitos de bourbon). Con razón su antihéroe Jim Dixon describía tan bien la resaca.
En otoño del 77, Larkin escribió “Aubade” impulsado por la muerte de su madre. Con esos versos sombríos y resplandecientes, casi los últimos de su carrera, se sumía en el silencio y avanzaba, inexorable, hacia su propio destino. Y aunque siguió enviando críticas de jazz a The Daily Telegraph, rehusó el puesto de poeta laureado y pareció hallar lo que buscaba en “Lugares, amores”: “No, todavía no he encontrado / el lugar del que pueda decir / Este es mi sitio, / aquí me quedo”.
En 1985 le detectaron un cáncer. No duró mucho. El 21 de noviembre escribió la última carta a Kingsley con ayuda de su secretaria. “Bueno, la cinta se acaba. Piensa en mí cogiendo el pijama y las cosas de afeitar (…) Disculpa que no incluya el discurso de despedida habitual”. Una semana más tarde se desmayó en el baño y lo llevaron al hospital, donde murió la madrugada del 2 de diciembre.
En el funeral, Amis alabó su cortesía y honradez, en la que no cabía la maldad. “Nunca alardeó, nunca aseguró sentir lo que no sentía, y fue esa honestidad (…) lo que hizo que su poesía fuera tan poderosa. Todo lo que decía, lo decía en serio; y por eso, aunque no haya escrito muchos poemas, no escribió ninguno que fuera falso o innecesario”. En su discurso, el viejo airado que pronto recibiría la Orden de Caballero del Imperio Británico por su contribución a la literatura británica, añadió que su amigo se tomaba la vida y la poesía en serio, pero no a sí mismo, y que tenían suerte de haberlo conocido. Sus poemas ofrecían consuelo. No eran deprimentes ni pesimistas, sino estimulantes y luminosos. La prueba irrefutable de que, pese a todo, había que seguir viviendo.
Dos meses después le hicieron un homenaje en la abadía de Westminster donde sonó “Blue Horizon”, de Sidney Bechet, y “Davenport Blues", de Bix Beiderbecke. Ted Hughes leyó “Elogiemos ahora a hombres famosos”, de James Agee, y Jill Balcon recitó tres poemas de Larkin: “Ir a la iglesia”, “Una tumba para los Arundel” y “Canciones de amor en la vejez” (y la infalible sensación de ser joven / se extendió como un árbol que despierta en primavera, / en el que cantaba esa fresca lozanía, / esa certeza de tener tiempo por delante”). Era el día de San Valentín.