De haber nacido unas décadas antes, su voz habría sonado en las plantaciones de algodón y azúcar de Luisiana. Pero nació en 1911 en un barrio pobre de Nueva Orleans, rodeada de hermanos y con un padre que era estibador durante el día, barbero por la tarde y diácono los domingos. Siendo muy niña perdió a su madre y se fue a vivir a casa de la tía Duke, una mujer estricta que detestaba los ritmos profanos. Mahalia creció cantando himnos en misa y escuchando a escondidas los discos de Ma Rainey y Bessie Smith que le ponía su primo.
Con 13 años tuvo que dejar el colegio y empezar a trabajar de lavandera. Nunca aprendió a leer música, pero se unió a varios coros y pronto se convirtió en solista. Ya en Chicago, cuando no estaba de gira con un quinteto de góspel, actuaba en carpas, salas de baile, funerales, fiestas y locales transformados en iglesias. Allá donde iba, esta mujer enorme y majestuosa imponía respeto. “Canto la música de Dios porque me hace sentir libre”, dijo una vez. El blues, en cambio, no tenía ese poder. “Es la música de la gente deprimida que está en un hoyo profundo pidiendo ayuda a gritos. Pero en mis canciones hay alegría y esperanza”.
En su nueva ciudad conoció al compositor Thomas A. Dorsey y abrió un salón de belleza y una floristería. Cuando actuaba, lo hacía con tanta energía que las peinetas que le sujetaban el pelo saltaban por los aires. Al verla, la gente bailaba, lloraba, gritaba de puro éxtasis. El single Move on Up a Little Higher, publicado en el 48 con la discográfica Apollo, vendió ocho millones de copias en todo el mundo. Dos años después, Mahalia actuó varias veces en el Carnegie Hall de Nueva York ante un auditorio repleto. Y las congregaciones que al principio la habían rechazado le abrieron sus puertas.
Esta nieta de esclavos que empezó a cantar porque se sentía sola llenó los teatros europeos en el 52. En París la llamaban “el ángel de la paz”. Pero pese al éxito, los puristas del género la criticaban por dar palmas y estampar los pies contra el suelo. La acusaban de llevar el jazz a la iglesia, algo que ella siempre evitó y que le costó un divorcio y un encontronazo con Columbia.
Ya era la reina indiscutible del góspel cuando conoció a Martin Luther King en una convención baptista de Alabama. Unos meses antes, en Montgomery, habían detenido a Rosa Parks por no ceder su asiento a un hombre blanco en el autobús, y King, el reverendo Abernathy y Edgar Nixon habían iniciado un boicot en la ciudad. Aquel día de agosto de 1956, King le pidió a la artista que diera un concierto para apoyar la causa, y en diciembre, dos semanas después de la actuación y tras varias amenazas de muerte, la segregación en los autobuses se declaró inconstitucional. Meses más tarde, Jackson volvió a acompañar a King en la Peregrinación por la libertad de Washington, D.C. Se acababa de cumplir el tercer aniversario del Caso Brown contra el Consejo de Educación, pero seguía habiendo discriminación en las escuelas.
En los años siguientes, Jackson actuó con Duke Ellington en el Festival de jazz de Newport, apareció en el filme de Douglas Sirk Imitación a la vida, cantó en la investidura de Kennedy y colaboró con Louis Armstrong, Nat King Cole, Percy Faith y Harpo Marx. Y si bien es cierto que ante el público blanco adoptaba una actitud más formal y serena que ante una audiencia negra, para ella no había diferencia entre actuar en el Philharmonic Hall o en una cárcel. King lo sabía (“una voz como la suya no nace cada siglo, sino cada milenio”, declaró tras un sermón en una iglesia de Chicago donde su amiga interpretó Joshua Fit the Battle of Jericho), y por eso quiso que estuviera a su lado en la lucha por los derechos civiles. “Es una bendición para mí [y] una bendición para los negros que gracias a ella han aprendido a no avergonzarse de su herencia”, confesó en el 64.
Admirador de Gandhi y de Thoreau, el pastor baptista creía en la resistencia no violenta. “La principal debilidad de la violencia”, decía, “es que (…) engendra lo mismo que busca destruir. En lugar de debilitar el mal, lo multiplica”. En un libro que publicó en 1958 ampliaba la idea: “Con frecuencia, los hombres se odian unos a otros porque se tienen miedo; tienen miedo porque no se conocen; no se conocen porque no se pueden comunicar; no se pueden comunicar porque están separados”. Mahalia, que había visto cómo una bala atravesaba una ventana de su casa recién comprada en un barrio blanco de Chicago, quería tender un puente entre ellos. “Tengo la esperanza de que mi canto acabe con el odio y el miedo que separa a los blancos de los negros en esta nación”.
Y así, el futuro Premio Nobel de la Paz y la mujer negra más poderosa de Estados Unidos según Harry Belafonte llegaron a Washington en agosto de 1963. Desde octubre del año anterior habían estado juntos en todos los eventos organizados por la Conferencia Sur de Liderazgo Cristiano. El apoyo de Jackson, tanto moral como financiero, se volvió imprescindible durante los meses en que King habló frente a miles de personas en Alabama y Detroit y les contó su sueño: algún día sus hijos jugarían con niños blancos y cualquier persona podría votar, comprar una casa y tener un empleo digno.
La víspera del 28 de agosto, Martin todavía no sabía lo que iba a decir en la marcha. Tenía un borrador incompleto y cada asesor le sugería una cosa, así que se metió en su habitación del hotel Willard y estuvo escribiendo hasta las cuatro de la madrugada. A la mañana siguiente le comunicaron que había mucha menos gente de la esperada, pero poco a poco fueron llegando autobuses y trenes y las calles se llenaron de manifestantes procedentes de todo el país. Cientos de jóvenes entonaron We Shall Overcome, el himno no oficial del movimiento que también interpretó Mahalia ante Gandhi un año antes de morir.
250.000 personas se congregaron alrededor del Monumento a Lincoln. Después de varios discursos y las actuaciones de Dylan y Joan Baez entre otros, Jackson cantó I Been ’Buked and I Been Scorned y How I Got Over. Su voz se elevaba sobre los asistentes, que sentían como propias las humillaciones y la capacidad de superación que describía la contralto. King, sentado muy cerca de ella, gritaba su nombre mientras se golpeaba las rodillas con las manos. Un periodista que cubría el evento para CBS News dijo al oírla: “Todos los discursos del mundo no habrían logrado la respuesta que han tenido estos himnos”.
Por fin llegó el turno de King. Estaba exultante. Con los ojos fijos en su texto, apeló a la Biblia, la Proclamación de Emancipación, la Declaración de la Independencia y la Constitución y cuando estaba llegando al final se saltó algunas frases y anunció que aquella situación injusta no tardaría en cambiar. “¡Háblales del sueño, Martin!”, gritó Mahalia, a unos metros de distancia. Y él apartó la vista de sus notas, miró a la multitud y contó el sueño de libertad e igualdad que todos conocemos.
Pero la magia se esfumó enseguida. En mayo del 64, segregacionistas de Florida incendiaron las viviendas de dos niños negros y forzaron a las familias de otros a marcharse de la zona. Los activistas, detenidos o lanzados al mar por la policía, no contraatacaron y en julio se aprobó la Ley de los Derechos Civiles.
Caía napalm al sur de Saigón cuando King empezó a protestar contra la guerra de Vietnam y a redirigir su campaña hacia la justicia social. El 4 de abril de 1968, en el balcón del Motel Lorraine de Memphis, una bala le atravesó la garganta. La noche anterior había pronunciado un discurso profético en el que hablaba sobre la Tierra Prometida. En su multitudinario funeral, Jackson cantó Take My Hand, Precious Lord. King tenía 39 años, pero su corazón era el de un hombre de 60.
El mismo tema, interpretado por Aretha Franklin, sonó cuando murió Mahalia en 1972 y dos largas comitivas, una en Chicago y otra en Nueva Orleans, despidieron en silencio a la reina del góspel.