Confiesa Luis Landero (Alburquerque, 1948) que hay historias que están dentro de uno, y que solo hay que “encontrarlas y traducirlas, como dice Proust”. Es lo que le ha ocurrido con El huerto de Emerson: ha salido a pasear por su pasado en busca de esos instantes dispersos que son los que cohesionan y dan sentido a la vida. Por eso, subraya a El Cultural, “este libro es una antología de mi vida, como todos los libros cuya materia es autobiográfica. Eso sí, espero haber escrito del yo sin yoyear, como decía Ferlosio”.
Tan convencido está de que “en el pasado hay verdaderos tesoros por descubrir”, que a sus alumnos siempre les recomendó que no escribieran de lo que sintieran sino de lo que recordaran, pues, nos dice, “guardamos instantes y sentimientos aletargados a la espera de que alguien los despierte. Recuerdos, además, que son solo nuestros, únicos e intransferibles. Todos somos originales, todos tenemos un mundo personal, un huerto que nos ha tocado en suerte cultivar, pero para descubrirlo hay que buscarlo, hay que currárselo. Eso es lo que les decía a mis alumnos. Para saber quiénes sois, indagad en vuestro pasado. Veréis qué de maravillas encontraréis allí. Era también un modo de enseñarles los grandes poderes y placeres que hay en la concentración, en la lentitud, en la soledad y en el trabajo, sin los cuales solo se piensan obviedades y tópicos”.
Pregunta. Asegura que casi toda su vida está ya vendimiada, pero ¿no prueba El huerto… que aún le queda mucho por narrar, pues “la memoria de lo vivido no se acaba nunca”?
Respuesta. Desde luego, el pasado no se acaba nunca. García Márquez decía que todo lo que había escrito estaba inspirado en experiencias que tuvo hasta los nueve años. Porque, además, la memoria se enriquece con la imaginación, con nuestras lecturas. Las historias y los personajes que uno inventa, que parecen haber salido de la nada, y que aparentemente son ajenos a nuestras experiencias objetivas, en el fondo se han cocinado en la memoria. ¿Dónde si no? El más mínimo recuerdo traspapelado sirve de eslabón para encender la chispa de la fantasía. Y es que la imaginación tiene su casa en la memoria.
La vida, apenas un suspiro
P. Comenzó a escribirlo antes de la pandemia, pero ¿no cree que el confinamiento ha influido en el tono del libro? ¿O esas reflexiones sobre la vejez y la muerte le acompañan desde hace tiempo?
"El más mínimo recuerdo traspapelado sirve de eslabón para encender la chispa de la fantasía. Y es que la imaginación tiene su casa en la memoria"
R. No me angustia el paso del tiempo. Si acaso me produce perplejidad que los clásicos tuvieran razón: la vida es breve. Eso me lo decía mi padre de pequeño, y yo no me lo creía. Porque hay tardes que no se acaban nunca. Y como la memoria retiene solo una mínima parte de lo vivido, pues al final tenemos la impresión de que la vida ha sido apenas un suspiro. En cuanto a la vejez y a la muerte, no creo que en mi libro haya una especial obsesión por eso. Lo que pasa es que en la juventud hacemos muchos proyectos, levantamos torres de Babel, soñamos con emprender grandes aventuras y hacer grandes cosas, y luego, ya se sabe, nos hacemos viejos, miramos para atrás y vemos un paisaje de ruinas. Esa es la condición humana, y ese es nuestro destino: la muerte y el olvido. Pero al mismo tiempo, y quizá por eso, la vida es hermosa, y a veces es un gusto vivir. El sabor de la vida es agridulce.
P. En realidad, El huerto de Emerson es un canto a la infancia: ¿fue quizá el momento más feliz de su vida?
R. La niñez fue con mucho la mejor época de mi vida. El mundo entonces es de estreno, todo es de estreno. Y estamos tan cerca aún de la naturaleza, que nuestra capacidad de asombro y de intuición es extraordinaria. Yo siempre les decía a mis alumnos que, ahora que tenían la infancia tan reciente, no dejaran morir al niño que habían sido. También les decía que leyeran, que observaran, que estudiaran, que vivieran… para llegar a ser un poco sabios. Les decía que el niño y el sabio harían una pareja estupenda. Uno ponía la experiencia y el conocimiento y el otro la intuición, la fantasía y el asombro. “Asombrarse es empezar a entender”, decía Ortega, recordando a Platón. Sí, tenemos que entrenarnos en el asombro, y no apoltronarnos en la costumbre, que es la gran enemiga del conocimiento.
P. Afirma que escribir es lo más natural del mundo, sin dramatismos. ¿No es una provocación, con la buena fama que tienen los escritores atormentados y malditos?
"Para mí escribir está lleno de incertidumbre. Todo lo que he conseguido se lo debo a mi inseguridad. Sin ella, yo no soy nadie"
R. Eso está dicho con cierta ironía. Escribir a veces es muy fácil. Como decía Umbral: “¡Qué bien se escribe cuando no se quiere escribir bien!”. Y sí, hay días en que uno parece escribir al dictado de una voz que no puede ser otra que la de la inspiración. Pero hay otros días en que juntar dos palabras es la cosa más difícil del mundo. Como yo soy muy inseguro, esto de escribir está lleno de incertidumbres, de momentos dichosos y otros deprimentes. Todo lo que he conseguido se lo debo a mi inseguridad. Sin ella, yo no soy nadie.
Landero se retrata como un hombre sin oficio, dedicado a la enseñanza para ganarse la vida, “lo cual no quiere decir que no me haya gustado enseñar”, pero que sobre todo adora leer y escribir. “Más leer que escribir”, puntualiza, mientras explica que si bien “el lector es un irresponsable y disfruta como un niño”, el narrador, “a veces se llena de prejuicios, miedos y otros fantasmas. Este libro lo he escrito con la responsabilidad debida, como jugando a escribir. Y ya decía Nietzsche que la verdadera seriedad es la del niño cuando juega”.
P. ¿Quiénes han sido sus maestros? En el libro menciona a Cervantes, Faulkner, Kafka, Homero, Ferlosio…
R. Yo he aprendido de todos, he robado fruta de todos los huertos ajenos. Recuerdo que de chaval leí en algún libro escolar un largo párrafo de los Heterodoxos, de Menéndez Pelayo, y que me quedé fascinado con aquella prosa orquestal y sinfónica, y me pareció que no se podía escribir mejor. Aprendí mucho de aquel párrafo. He tenido tantos maestros, en prosa y en verso, que es imposible intentar siquiera nombrarlos. En cada época he tenido mis maestros favoritos. Sí recuerdo por ejemplo el impacto estético y emocional que supuso para muchos de nosotros el descubrimiento de la novela hispanoamericana, que nos devolvía a nuestros clásicos redivivos y condimentados con sabores de Kafka, de Faulkner, de Proust…
Un punto de fanatismo
P. Hablando de maestros, ¿deberíamos dejar de leer a Neruda por abusador, o a Gil de Biedma por pederasta?
R. Con el feminismo está ocurriendo una especie de revolución. Y, como en todas las revoluciones, hay un punto de fanatismo, de excesos, de ajuste de cuentas, de rencor, y en definitiva de sectarismo. Creo que esa actitud policial, de depuración de sospechosos, de invitación al linchamiento, no ayuda nada a la buena y necesaria causa que defiende. Al contrario, por momentos la ridiculiza. Si un tenor, por ejemplo, ha cometido un delito, que las víctimas lo lleven a juicio, y que hable la justicia. Yo desde luego seguiré leyendo a Neruda y a Gil de Biedma, viendo películas de Woody Allen y escuchando a Plácido Domingo, aun cuando no sean o hayan sido personas ejemplares, lo cual además está por ver.
“Seguiré leyendo a Neruda y Gil de Biedma, viendo películas de Woody Allen, y escuchando a Plácido Domingo, aun cuando no sean personas ejemplares"
P. Hay en el libro varias referencias a las imposturas: ¿cree que los políticos han estado a la altura en esta pandemia con nuestros mayores? ¿qué siente cuando lee que algunos alcaldes se han vacunado contra el Covid antes que los ancianos de las residencias?
R. Los viejos, al menos en España, han muerto como chinches, y sin grandes escrúpulos de conciencia por parte de la mayoría de la gente. Esto define bien, mejor que cualquier tratado de sociología, en qué tipo de sociedad vivimos. Ya decía Hobbes que la historia de la humanidad parece el sueño de un tigre. Los viejos en España eran en tiempos respetados y queridos. Eso lo viví yo de niño y lo vivieron también nuestros mayores y nos lo inculcaron a nosotros. En cuanto a esos alcaldes, confirman a Hobbes. Es difícil superar esa infamia.
P. En cambio, la pandemia también nos sorprendió con el éxito de El infinito en un junco, de Irene Vallejo. ¿No desmiente quizá el supuesto desinterés por las humanidades?
R. La decadencia de las humanidades es el síntoma principal de la decadencia de Europa. ¿Qué es Europa sino 2500 años de cultura, de ciencia, de civilización? Europa es Aristóteles y Platón, Dante, Descartes, Cervantes, Shakespeare, Newton, Kant, Darwin, Velázquez y Rembrandt, Bach y Beethoven... Fuera de eso, no hay muchos más elementos de cohesión. El euro y poco más. En la medida en que se han roto amarras con el pasado, la idea de Europa se ha ido difuminando y afantasmando. Todo esto con la complicidad de los políticos, a los que le viene muy bien que la gente viva cautiva en la actualidad, embobada en el mero presente. Pero de esto también es culpable la sociedad. No basta con buenas escuelas, buenos profesores y un buen plan de estudios, si la sociedad no participa en su conjunto de los valores educativos. En cuanto al éxito de El infinito en un junco, yo creo que se debe más al talento de Irene Vallejo que al tema que trata.
P. ¿Comparte la idea de Vargas Llosa de que el mayor problema de España es el nacionalismo?
R. Sí, creo que los nacionalismos radicales son una pasión malsana y endémica en España. Nacionalismos, además, manejados por una burguesía reaccionaria, ansiosa de poder y en gran parte corrupta. Así que somos desde siempre una familia mal avenida y peor cohesionada. Esa es nuestra condena, además de la ignorancia secular que denunciaba Galdós. Por no hablar de la clerigalla, que tanto ha condicionado nuestra política y nuestra historia, y que aún, no sé cómo, lo sigue haciendo. Y no hablo de la religión sino del clero. Como Galdós, yo no soy antirreligioso, pero sí anticlerical.