¿Se imaginan tener como asesor, como gurú, como maestro espiritual a una chica de 19 años? ¿Y si esa adolescente fuera uno de los personajes más admirados de la historia? Es lo que se ha propuesto el experto en desarrollo personal Alexandre Havard (París, 1962) en su libro Coaching con Juana de Arco, un homenaje a la mayor inspiración de su vida, la figura que le hizo dejar su carrera de abogado para fundar el movimiento Liderazgo Virtuoso, que ha propagado por los cinco continentes. Después de explicar los distintos tipos de temperamento y las virtudes que ayudan a moldearlo para forjar nuestro carácter en Del temperamento al carácter. Cómo convertirse en un líder virtuoso, Havard se ha metido en la piel de la heroína de Orleans para iluminar con su ejemplo a los lectores en este peculiar libro, a caballo entre la hagiografía y el manual de desarrollo personal, y en las antípodas de cualquier libro convencional de autoayuda.
Título: Coaching con Juana de Arco
Autor: Alexandre Havard
Editorial: Ediciones Universidad de Navarra (EUNSA)
Año: 2021
Disponible en EUNSA: edición impresa, edición digital
Disponible en Unebook
Pregunta. ¿Por qué eligió a Juana de Arco como modelo a seguir entre todos los personajes admirables de la historia?
Respuesta. Porque entre los personajes admirables Juana es, en la opinión de muchos, el más admirable. Según el escritor norteamericano Mark Twain, “Juana sigue siendo, con mucho, la personalidad más extraordinaria que haya producido jamás la raza humana”. Lo mismo dice el inglés Winston Churchill: “Juana de Arco era un ser de tan alta naturaleza que hacía mil años que el mundo no conocía a una persona tan grande”. Estos dos hombres no eran, de lejos, amigos de Francia o de la Iglesia católica. Juana es un modelo universal accesible a todos los hombres y mujeres, sea cual fuere su cultura o religión. La heroína de Orleans es una joven asombrosamente moderna. No hay nada raro en ella, nada fuera de lugar, nada anacrónico. Su piedad era sencilla y natural. Su religión era popular. Era una chica como cualquier otra, consciente del poder de su consagración bautismal.
»George Washington, De Gaulle, Churchill... Estas ilustres figuras también tienen algo que decirnos, pero nos resulta difícil entrar en un diálogo íntimo con ellos. Y no es porque estos grandes hombres sean sólo mediocres en comparación con la enorme estatura histórica y moral de Juana. No, es porque sus corazones, a pesar de su nobleza, no son de la misma pasta. Juana es una obra maestra cuya estética provoca en nosotros emociones sublimes que rompen los límites de nuestro ser, impulsándonos a alturas insospechadas. Al contemplar a Juana —su personalidad, sus acciones y sus palabras—, el corsé de nuestra tranquilidad y mediocridad se afloja y se transforma en eufórico asombro. Juana nos transmite la belleza y la grandeza del ser humano; despierta en nosotros la sed de vivir, de emprender grandes cosas y de sacrificarnos.
P. ¿Qué ha necesitado para escribir en primera persona poniéndose en su piel?
R. He necesitado estudiar su vida a fondo, lo que no fue tan complicado ya que los documentos de archivo son muy ricos. Los ingleses querían hacer algo más que quitarle la vida: al condenarla por herejía, querían manchar su memoria para descalificar su causa, desacreditando así al rey de Francia, que le debía su corona. Pero, sin darse cuenta, erigieron un monumento —las «Actas» de su juicio— que ya nadie podría recusar, puesto que es obra de sus propias manos. Pierre Cauchon, presidente del tribunal y principal negociador del Tratado de Troyes que dio Francia a los ingleses, quería hacer “un gran juicio”, como dijo. Y como quería que fuera “grande”, las palabras de Juana fueron anotadas, recogidas en acta y selladas. Quería mancillar su memoria para siempre, pero inconscientemente estaba erigiendo un monumento a su gloria. Fue necesario escribir en primera persona para dar vida a la obra. No es un libro de historia, pero sí, todo lo que dice Juana en él es histórico, aunque no es siempre textual.
P. Comienza su libro revelando que un día se le apareció Juana de Arco y eso le hizo abandonar la abogacía para dedicarse a enseñar lo que usted llama “liderazgo virtuoso”. ¿Cómo fue aquella experiencia?
R. Juana de Arco llegó a mi vida con el cambio de milenio. Me estaba acercando a los cuarenta. Vivía en Finlandia desde hacía más de diez años, y Francia quedaba muy lejos. De repente, en la helada oscuridad de una noche de invierno como cualquier otra: ¡un rostro resplandeciente de luz y de pureza! No fue una aparición. Fue una experiencia mística. La cara de Juana: una cara sonriente, casi traviesa, que me decía “Let’s go”. Me lo dijo en inglés. La fuerza con que resonaron en mi más profunda intimidad estas palabras me impidió dudar un solo momento de su autenticidad. Fue una gracia de Dios. Nunca tuve la menor duda al respecto, tanta fue la alegría y la paz que me invadieron con esa presencia. Una gracia que me invitó a dejar mi profesión de abogado para dedicarme a enseñar el Liderazgo Virtuoso en todo el mundo. Han pasado 20 años. En este tiempo hemos conseguido importantes resultados para el Liderazgo Virtuoso en los cinco continentes. Fue gracias a Juana. No lo dudo.
P. Frente a la modestia y la autoestima, usted defiende la humildad y la magnanimidad. ¿En qué se diferencian?
R. Mucha gente tiene una concepción bajuna de la humildad. La humildad es la virtud de aquellos que viven en la verdad sobre sí mismos. Y la verdad es que tenemos talentos que debemos hacer fructificar. Así que la humildad no puede prescindir de la magnanimidad, que es la virtud de los que se consideran dignos de grandes cosas, de los que son conscientes de su dignidad y grandeza, y que afirman esta dignidad y grandeza en la acción.
»Mucho se ha dicho sobre la humildad para enfatizar esta gran verdad: Dios es la fuente de todo bien. Pero no se ha dicho lo suficiente sobre la magnanimidad, sobre la grandeza de este bien que se nos da. Reconocer tu dignidad y grandeza es un acto de humildad, ya que te acerca a la verdad sobre ti mismo. La modestia no debe ser un obstáculo para la humildad. La humildad es más importante que la modestia. El escritor inglés C.S. Lewis dice: “La perfecta humildad prescinde de la modestia; si Dios está satisfecho con su obra, la obra debe estar satisfecha de sí misma”.
»Hoy en día se habla mucho de autoestima. La verdad es que, si uno no necesita modestia, tampoco necesita autoestima. La magnanimidad y la autoestima son cosas muy diferentes. La magnanimidad es una virtud, un hábito espiritual; la autoestima es una sensación de tipo psicológico. Una virtud es algo estable y objetivo; una sensación puede ser muy inestable, y siempre es subjetiva. Puedes levantarte por la mañana con una gran autoestima e irte a la cama por la noche con la sensación de ser un fracasado. Una persona pusilánime puede tener una autoestima abrumadora y una persona magnánima tenerla por los suelos. Sentir la grandeza no es lo mismo que ser consciente de la propia grandeza. Para sentir la propia grandeza no es necesario conocerse a sí mismo; la adulación es suficiente para hacernos sentir grandes. La magnanimidad es resultado del autoconocimiento, mientras que la autoestima depende en gran medida de cómo nos perciben los demás.
P. ¿Un lector ateo puede sacar provecho de este libro?
R. Sí, porque, aunque Juana confía en Dios, también confía en sí misma. Su esperanza humana estaba a la altura de la esperanza sobrehumana y sobrenatural que Dios había puesto en su alma el día de su bautismo. Ella esperaba todo de Dios como si no pudiera hacer nada por mí misma, pero al mismo tiempo esperaba todo de sí misma como si Dios no existiera. Era una niña ante Dios, pero ante los hombres era un gigante. En ella, la inmensidad de lo humano no quedó oculta por la inmensidad de la gracia.
P. Usted dice que todos somos mediocres. Es una afirmación que normalmente los libros de autoayuda o desarrollo personal que se publican hoy no se atreverían a hacer. Muchos tratan de aprender a querernos tal como somos, mejorar nuestra autoestima y cambiar hábitos en pos del propio bienestar, pero no incitan a cambiar nuestro carácter. ¿Cree que es un enfoque demasiado complaciente con los lectores y tendente al egoísmo?
R. El objetivo del liderazgo no es sentirse bien. La “sentirsebienitis” (el “feelgoodism” inglés) y el liderazgo son cosas diferentes. El líder ama a su modo de ser biológico, a su temperamento genético, pero siempre quiere desarrollar sus virtudes, su carácter espiritual: magnanimidad, humildad, sabiduría práctica, valor, señorío, justicia. Los grandes gurús del liderazgo lo dicen y lo repiten todo el tiempo: ¡el liderazgo no es temperamento: es carácter! El enfoque «autoayuda» moderno es muy comercial: venden “consolaciones” para la mediocridad; no venden “caminos” de desarrollo personal.
P. ¿Por qué habría Dios de encomendar una misión política (cambiar un rey por otro) a una niña de 13 años?
R. Levantar el asedio de Orleans, hacer coronar al rey francés en Reims, expulsar a los ingleses de Francia... Aquí tienes una misión “política”. Desde el comienzo de la era cristiana, Dios nunca se había mezclado en los asuntos de los hombres a la manera de los hombres: con sangre, con armas, con fuego. Por amor a Francia, corrió un enorme riesgo: el de no ser comprendido por los propios cristianos. En el Antiguo Testamento hay un lugar en el que Juana encaja perfectamente: entre los jueces, esos señores de la guerra del pueblo judío. Pero en el Nuevo Testamento ya no hay judíos, cananeos o filisteos, no hay franceses, ingleses o alemanes. Solo hay hijos de Dios. Dios, sin embargo, le dio a Francia una joven de su propia raza para liderar ejércitos bajo su bandera y estandarte contra el invasor inglés. Estaba tomando partido. No habíamos visto nada parecido desde hacía casi 2.000 años. Es sorprendente. Dios sorprende a los hombres.
»En una homilía pronunciada el 26 de enero 2011 el papa Benedicto XVI decía: “Uno de los aspectos más originales de la santidad de esta joven es precisamente este vínculo entre experiencia mística y misión política (…). El suyo es un hermoso ejemplo de santidad para los laicos comprometidos en la vida política, sobre todo en las situaciones más difíciles. La fe es la luz que guía toda elección, como testimoniará, un siglo más tarde, otro gran santo, el inglés Tomás Moro”.
P. ¿Cómo pudo Juana de Arco convertirse en tan poco tiempo en una excepcional guerrera capaz de liderar ejércitos y ganar importantes batallas?
R. En cuatro días de lucha, Juana levantó el asedio de Orleans, que había durado siete meses. En menos de una semana, expulsó a los ingleses de sus principales posiciones en el Loira y los derrotó a campo abierto, mientras se batían en retirada. En menos de un mes, llevó al rey desde Chinon a Reims con un ejército desprovisto de todo, atravesando un país ocupado por el enemigo. En un tiempo récord superó la desconfianza del rey en Chinon, y venció a los teólogos en Poitiers, a los capitanes en Orleans y a los políticos en Reims. Eso no se puede explicar solamente por las cualidades humanas de Juana. Además, tenía solamente diecisiete años. Hay que ser profundamente ateo para no ver la mano de Dios detrás de estos acontecimientos.
P. ¿A qué se refiere cuando dice, en nombre de Juana de Arco, “Francia se levantará de nuevo el día que empiecen a entenderme”?
R. Hay muchos que quieren convertir a Juana en un modelo de patriotismo. Es porque no la entienden o no quieren entenderla. Lo que la obsesionó fue la voluntad de Dios. No fue su patriotismo el que dio origen a sus visiones: fueron sus visiones las que dieron origen a su patriotismo. Juana sentía lástima por los franceses porque Dios sentía lástima por ellos.
»Juana existe para dar testimonio del amor de Dios por Francia. Ese es el sentido de su vida y ese es el sentido de su misión. Así que su misión no ha terminado. Hay demasiada gente en Francia que no quiere oír hablar de Dios, de su amor, o de Francia. Francia es ingrata. Se rebela contra Dios, contra su amor, contra sí misma, a pesar de los talentos que ha recibido y de la misericordia de la que había sido objeto. Es a través de Juana, una vez más, como Francia debe levantarse de nuevo. Los objetivos de Juana se han alcanzado hace mucho tiempo, pero su misión es eterna. Cuando tenía trece años, sus voces le decían tres veces por semana que «fuera a Francia». Ella va a Francia hasta el día de hoy y seguirá yendo allí para recordar al pueblo francés que Dios le tiende la mano incansablemente.
P. ¿Le parece mal que Juana de Arco sea un símbolo del patriotismo francés de un modo laico, obviando su componente religioso?
R. A algunos escritores franceses les encanta Juana, pero no quieren oír hablar de Dios. Quieren secularizar el Evangelio de Cristo, transformar el mesianismo cristiano en un mesianismo popular. Es un engaño, un sacrilegio. No fue Juana quien salvó a Francia, fue Dios. Y si Dios no la hubiera salvado a través de ella, la habría salvado de otra manera.
»Juana amó a Francia por Dios. “Hija de Dios” era el nombre que le pusieron sus voces. Fue este nombre el que la envió a la hoguera: la condenaron como hereje porque nunca se cansó de afirmar que había sido enviada por Dios para hacer su voluntad. No la quemaron como prisionera de guerra. A los prisioneros de guerra no se les quema. No murió gritando “Vive la France!”. Murió con el nombre de Jesús en los labios. Gritó su nombre seis veces en las llamas antes de que la ahogara el humo. Amaba a Francia, por supuesto, pero el amor de su vida fue Jesús.
P. Juana fue juzgada por herejía y la propia Iglesia rectificó veinte años después de su muerte. ¿Era habitual en aquella época que la Iglesia admitiese haberse equivocado?
R. Durante su juicio le preguntaron a Juana si se ponía en manos de la Iglesia. Si decía que sí, abandonaba su misión a la arbitrariedad de los jueces, que habían rechazado categóricamente sus apelaciones al Papa; si decía que no, se hacía sospechosa de herejía. Les respondió: “En mi opinión, Nuestro Señor y la Iglesia son un todo, y eso no debe suponernos ningún problema. ¿Por qué iba a ser un problema el que sean un todo?”. En ningún momento Juana rechazó el juicio de la Iglesia. Simplemente solo lo aceptó cuando tenía garantías de que no encontraría bajo el nombre de la Iglesia a sus propios enemigos. Y el obispo Cauchon era enemigo de la Iglesia mucho más de lo que lo fue de Francia: en el Concilio de Basilea, unos años después, no acusó de herejía a Juana, sino al mismo Obispo de Roma, al jefe de la Iglesia Universal. Incluso trató de deponerlo. Apelando al Papa, Juana anunció que la sentencia que la entregaba al verdugo sería anulada unos años más tarde por un tribunal que el propio Pontífice iba a constituir.
P. Una vez anulado su juicio, ¿por qué tardó la Iglesia cinco siglos en canonizarla?
R. La Iglesia la canonizó muy tarde —500 años después del juicio de rehabilitación— para evitar cualquier confusión: no fue Juana una patriota, sino alguien que amó la voluntad de Dios.