¿Qué viene antes, el nombre que les damos a las cosas o las cosas en sí mismas? El lenguaje es una de los asuntos clave de la filmografía de Corneliu Porumboiu (Vaslui, Rumanía, 1975). En Policía, adjetivo (2009), primera parte de esta La Gomera, el director reflexionaba sobre la forma en que la ley crea la realidad al definirla. Basándose en las teorías de Peter Berger y Thomas Luckmann sobre la “construcción social de la realidad”, el protagonista de aquella película era un joven policía (Dragos Bukur) que se niega a arrestar a un chaval que pasa hachís en el colegio, un acto de rebeldía porque consideraba que la ley criminalizaba actos que no lo son.
En aquel filme, el idealista tenía que enfrentarse a un jefe más ortodoxo, Cristi (Vlad Ivanov) que constantemente le recuerda el código penal para que no se olvidara de que como policía debe hacerla cumplir y no cuestionarla. La idea consistía en “decodificar” no solo los términos legales sino también las propias convenciones del género policíaco para ver la forma en que construcciones lingüísticas abstractas y frías generaban consecuencias reales y mucho más dramáticas ajenas pero al mismo tiempo ligadas a los significados que la sociedad da a las palabras. De ahí el propio título “policía, adjetivo” que no es lo mismo que “policía, sustantivo”, lo cual significaría que el propio ser humano deja de serlo para que su profesión se convierta en la esencia de su identidad.
El cine de Porombiu suele plantear a la vez un ingenioso y sofisticado juego con el medio cinematográfico como tener un aspecto de ligereza casi berlanguiano. Sus personajes no son filósofos exquisitos o profesores universitarios sino “pobres diablos” con un punto tragicómico y un punto patético que tratan de salir adelante como pueden en un país azotado por la pobreza y la corrupción. En La Gomera, el director retoma al personaje del policía minucioso y legalista de Policía, adjetivo diez años después para darle la vuelta: “Me interesaba la idea de ver qué ha sucedido con este hombre tan ideológico y tan creyente en el trabajo de la policía. Es alguien que echaba de menos el régimen anterior porque cree que había unos ideales. Ahora vemos a un tipo solitario y nihilista que no tiene familia con un pasado que lo persigue. Es alguien además que se deja corromper por dinero porque ha dejado de creer en su trabajo”.
Ambientada en la isla canaria de la Gomera y en Bucarest, la película cuenta las peripecias de un policía que está a sueldo de unos narcotraficantes españoles con ramificaciones en Rumanía (liderados por el director Agustí Villaronga, aquí en calidad de actor). Abocado a mentir a unos y a otros, en su vida esquizofrénica irrumpe una mujer voluptuosa, Gilda (Catrinel Marlon, el nombre obviamente no es casual), de la que se enamora. “Todos los personajes tienen su propia motivación y están ocultando algo a los demás. Todos se engañan entre todos. Es un juego de poder. La propia película es un juego en el que por una parte la lengua del silbo decodifica el lenguaje mientras el lenguaje del cine decodifica la realidad. Por eso quería trabajar con los elementos de género”.
De esta manera, si en Policía, adjetivo el director quería reflexionar sobre cómo las construcciones legales crean realidades, aquí se trata de ver cómo el cine y sus imágenes icónicas modifican la forma en que percibimos la vida. “No creo que imitemos al arte —dice Porumboiu— pero el arte es importante en nuestras vidas, no es algo separado. El arte transforma la forma en que vemos las cosas. La escena de la ducha en el motel (se refiera al insoslayable recuerdo de Psicosis de Hitchcock) por ejemplo está grabada en nuestro subconsciente y cuando aparece en mi película transforma nuestras expectativas. El arte y el cine en este caso también cambian la perspectiva en que vemos a nuestro personaje”.
Por una parte, nosotros, como espectadores, decodificamos las películas con sus personajes y sus narrativas en patrones conocidos que nos ayudan a comprender lo que vemos como las leyes sirven a los policías para construir su realidad. Pero ese poder transformador del arte no se refiera solo a cómo vemos el propio arte sino a la forma en que nos comportamos en nuestras vidas: “Tanto Cristi como Gilda se inventan un personaje de las películas. Para mí se trataba todo el tiempo de crear este juego porque también hay cámaras que los vigilan a los que ellos tratan de engañar”. Es una historia de amor por supuesto, atípica: “Quería que fueran una pareja poco probable y casi nunca los vemos juntos, eso influyó en el cásting”.
El “silbo gomero”, inventado por los isleños para comunicarse a través de barrancos, se convierte en un vehículo de introspección del personaje: “Mi idea inicial era hacer una película sobre alguien que quiere aprender un idioma por un mal propósito pero le sirve para algo completamente distinto. A través de este lenguaje él comienza a reconsiderarse a sí mismo. Estaba fascinado con el “silbo gomero” desde que lo vi en la televisión francesa hace diez años en un documental. Es poético, es divertido. Cuando comencé a leer sobre este idioma descubrí que hay más lugares en el mundo en el que la gente se comunica con silbidos. Yo lo veo como una para lengua, algo muy arcaico y que está en los orígenes”.
En la película, la trama policial, formada por esa banda de mafiosos liderados por Villalonga en España y un capo en Rumanía con aspecto ciborg, se convierten en una parte más de ese juego constante entre lo que vemos porque lo hemos visto antes y es lo que esperamos y la realidad “real” que retrata que nos propone todo el rato la película. “Para el papel del jefe de la banda quería a alguien que tuviera un toque aristocrático como Agustí. Yo sabía que había hecho algunos trabajos como actor (lo hemos visto también en película como El fin de la inocencia de 1977 o El habitante incierto, de Guillem Morales, de 2004) y dio perfecto en el cásting. Leí algunos artículos sobre tráfico de drogas y sobre todo investigué sobre el asunto de lavado de dinero pero no me convertí en un experto en el tema. El mercado de drogas en Rumanía no es muy grande. Lo que más me interesa es esa idea del género y cómo todos los personajes tienen su propia agenda y se ocultan cosas”.
Vemos también una realidad rumana marcada por la dificultad de dejar atrás el pasado comunista y sus dolorosas secuelas en forma de exilio y represión y corrupción: “No creo que tengamos que esconder el pasado debajo de la alfombra —dice Porumboiu— Está bien mirar al futuro pero no nacimos de cero”. La corrupción, un asunto central en la filmografía rumana, vuelve a aparecer en esta película aunque el director cree que tiene otro matiz: “No digo que no haya corrupción en mi país pero no tiene nada que ver con la de la época comunista. Seguimos arrastrando muchos lastres, pero hemos mejorado. En la película no me interesaba hablar de este tema como mostrar que el policía ha dejado de creer en lo que hace”.
Rumanía es un país con un punto caótico y surrealista y tambien con tendencia a mirarse en el espejo a sí mismo con dosis de sarcasmo muy parecido a España: “Somos los únicos que hablamos un idioma latino en el Este. La mayoría de rumanos se han marchado a Italia y a España. Para ellos es mucho más fácil adaptarse porque hay algo cultural similar, una forma de ser”. Un pathos nacional que recuerda a lo berlanguiano y que el director sitúa en el contexto más amplio de la cultura del Este: “Creo que tanto en la literatura como en el cine uno puede encontrar una dimensión chejoviana, una melancolía que se expresa mediante la tragicomedia. En los Balcanes también existe. Somos una región que siempre ha estado en medio de poderes y conflictos y eso marca nuestro carácter”.
Fue el propio Porombiou quien inauguró la edad de oro del cine rumano con 12:08 Bucarest, ganadora de la Cámara de Oro (premio al mejor debut) en el Festival de Cannes de 2005. Dos años después, Cristian Mungiu marcaría un hito con la Palma de Oro a 4 meses, 3 semanas 2 días mientras saltaban a la fama mundial otros cineastas como Cristi Puiu (La muerte del señor Lazarescu, 2005) o el prematuramente fallecido Cristian Nemescu (California Dreamin', 2007).
Quince años después del boom, el director considera que la salud de su cinematografía sigue siendo buena: “Una película acaba de ganar el Oso de Oro en Berlín (la sátira Bad Luck Banging or Loony Porn de Radu Jude) y hay un documental nominado al Oscar (Colectiv, de Alexander Nanau). Rumanía es un sitio muy interesante para el cine. Sí es cierto que tenemos un problema para llegar al gran público. Hay una idea general de que el cine rumano es complicado. Un compatriota me dijo que no le gustaba y cuando le pregunté cuántas películas había visto me dijo que una pero tiene esta fama. Quizá es un problema que mucha gente quiere olvidar el pasado y ver algo bonito. Es una mentalidad que en parte viene del comunismo cuando existía ese tipo de propaganda que solo contaba historias bonitas exagerando los logros de la sociedad”.