En junio de 2015, poco después de fichar por El Mundo, Jorge Bustos (Madrid, 1982) fue enviado a La Mancha para hacer un reportaje con motivo del cuarto centenario de la segunda parte del Quijote, siguiendo los pasos de Azorín, que hizo la misma ruta por los escenarios de la obra cervantina un siglo antes. En agosto de 2019 el periodista y escritor, ya jefe de Opinión del diario, emprendió otro viaje, esta vez a Francia y por placer o, más bien, reconoce Bustos, por una necesidad de dejar a un lado la absorbente actualidad para reconectar con la realidad, que son cosas bien distintas. Le empujaba la misma sed de cosas concretas de la que hablaba Josep Pla, que tomó el testigo de Azorín como patrón literario al que encomendarse antes de partir.
Los frutos literarios de ambos viajes conforman su quinto libro, Asombro y desencanto, que edita Libros del Asteroide. Es una obra llena de contrastes. Enfrentar a La Mancha con Francia inevitablemente da lugar a muchos de ellos: “del ardor mesetario a la templanza bretona, del corral de comedias a la ópera versallesca, del loco que se creyó Amadís al loco que se creyó Napoleón, del museo de quijotes de El Toboso a la feria de selfis del Louvre y del honrado valdepeñas al majestuoso burdeos”, por citar solo algunos de los que el propio Bustos enumera antes de dar paso a las crónicas de ambos viajes. Pero el contraste más importante se da entre los dos púgiles que dan título al libro: el asombro y el desencanto (“¿Cuál de los dos vencerá?”, se pregunta Andrés Trapiello en el prólogo), que también representan el antes y el después de un proceso de maduración del autor hacia el escepticismo. No obstante, Bustos lucha también, consigo mismo, para evitar que el primero sea devorado por el segundo.
Pregunta. ¿Están el asombro y el desencanto condenados a entenderse?
Respuesta. El asombro es una aspiración. Dice Chesterton que los niños descubren el mundo cada día y le ponen nombre, es esa actitud del poeta que se deja seducir por lo que va descubriendo. Luego vas creciendo y vas perdiendo esa mirada y vas dando por hechas las cosas, vas asumiendo prejuicios, te vas cargando de cosas heredadas que no son tuyas, que te han dicho que tienes que pensar. En ese sentido, este libro es en apariencia un viaje exterior, pero evidentemente es un viaje interior. Hay cuatro años de diferencia desde el viaje cervantino que hice recién llegado al periódico. Tenía 32 años y había cumplido mi sueño de llegar a un gran periódico, después de años de precariedad. En aquel viaje hay una mirada muy libresca pero muy inocente también, más pura. Cuatro años después el del viaje a Francia es otro Bustos, ya era jefe de opinión y ya había tenido algunos desengaños políticos. Mi mirada es más escéptica, pero también intenté rescatar aquella pulsión de asombro. Si el libro tiene algún mérito es ese: el intento de que convivan dos sensaciones contrapuestas, y que el desempeño de mi quehacer profesional lastra tremendamente. Todos los días de lunes a viernes estoy enfrentado a un grado de exposición mediática disparatado y se me pide que tome posición sobre la actualidad —no sobre la realidad— desde las 7:30 de la mañana hasta las 11 de la noche, en radio, prensa y televisión. Es una vida por la que habría matado hace años y soy consciente de que soy un privilegiado, estando como está el oficio, pero siento que estoy postergando una exploración más sincera conmigo mismo de la realidad y de mi vocación, porque yo soy periodista y me encanta el columnismo político, pero lo que quiero es forjar una carrera de escritor. Aunque este es mi quinto libro, siento que es el primero de una etapa nueva más literaria. Nunca he sido tan feliz como escribiendo este libro.
"En este libro he intentado buscar lo permanente, escribir sobre cosas que van a seguir ahí gobierne quien gobierne, como Francia, España, el Quijote o Montaigne"
P. ¿Cuál es para usted la diferencia entre periodismo de viajes y literatura de viajes, si es que ve alguna?
R. Pla distinguía entre literatura de observación y literatura de imaginación. Él practicaba la primera, para él la ficción no tenía ningún valor. Yo entre periodismo de viaje y literatura de viaje no encuentro la diferencia, más allá de una humilde voluntad de estilo, de durar, de que el libro no acabe envolviendo el pescado como las columnas que escribo todas las semanas. Al quitar la ficción de la ecuación ambas cosas se convierten en lo mismo. Chaves Nogales decía que el periodismo es andar, ver y contar. Por otra parte, el primer tema de la literatura, como decía Borges, es el viaje: es Odiseo volviendo de Troya, el Quijote cuando hace las tres salidas… El viaje es un marco que permite muchísimas cosas. El periodismo tiene un vínculo inalienable con los hechos y la verdad, pero luego está la mirada de quien registra y presenta esos hechos. Al final la diferencia la marcan la mirada y el estilo, esas son las dos herramientas que hacen al escritor o al reportero, que para mí son lo mismo.
P. Dice en el libro que la distinción entre turista y viajero es esnob, pero critica mucho a los “turistas bóvidos” y a los “paletos de Instagram”.
R. No me gustaría caer en esa distinción arrogante de decir que yo soy viajero y no turista. Todos somos turistas, nos beneficiamos de las aplicaciones de turismo, elegimos los hoteles porque la industria turística nos los ha puesto ahí y también vamos persiguiendo con la cámara ese perfil de la abadía del monte Saint-Michel que se recorta en el horizonte. Pero aunque estés rodeado de cazadores de poses para Instagram, la maravilla sigue estando ahí, desafiándote a que hagas abstracción de lo que te rodea y la mires como la han mirado durante siglos. Viajamos como turistas pero está a nuestro alcance ser otra cosa, para eso es importante haber leído. Ahora en tiempos de pandemia tengo nostalgia hasta de las colas enormes en el panteón de los hombres ilustres de París. Porque ahora no hay colas ni hay nada, estamos encadenados a una pantalla en casa todos los días. Ojalá volvamos pronto a viajar como turistas bóvidos. Solo dadme la ocasión y ya me encargaré yo de individualizar mi experiencia.
P. La inmensa mayoría de los españoles no ha leído el Quijote o lo ha leído obligada. ¿Qué se debería hacer para fomentar su lectura sin imponerla?
R. Es un error darlo a leer a los 15 o a los 18 años. Quizá haya lectores precoces que con esa edad lo puedan entender, pero me cuesta creerlo en estos tiempos. Yo lo leí por primera vez con 18 porque era obligatorio antes de la selectividad, pero luego lo leí bien en la carrera. Cuando lo lees con 22 años, te gusta la literatura y tienes las herramientas para entenderlo, te lo lees en 20 días. También hay gente que lo descubre en la madurez y ya no puede dejarlo. Mi padre lo relee cada dos o tres años. En el Quijote está condensada una sabiduría ancestral española, literaria, humana, que no ha sido igualada. Es un tópico ya decir que ha sido mejor recibida en el extranjero que en España. Es verdad que tuvo éxito como novela de humor en tiempos de Felipe IV, pero cuando los ingleses la descubren es cuando ponen en marcha la novelística moderna, que nace del Quijote pero no en España. Yo creo que es un libro que gratificará a todo español lector —eso sí, tiene que ser lector— a su debido tiempo. No debe ser un deber porque es un libro emocionante, con momentos de profundo placer, de lágrimas, de emoción, de esa piedad cervantina hacia los personajes y la gente que sufre, pero también están la crueldad y la burla de esa España negra. En esta obra está todo.
P. Reconoce con cierta vergüenza que no había estado en Francia antes de 2019.
R. Es que pertenezco a una generación que se obsesionó con lo exótico, como dice Ignacio Peyró. Yo no he hecho grandes viajes a las Seychelles ni a Fiyi pero es verdad que lo francés para un español está muy connotado. Son los vecinos, hemos tenido una relación histórica de amor-odio, de Francia venían las Luces, la democracia, las ideas subversivas contra lo que había aquí, ya fuera el absolutismo o la dictadura de Franco... Todo venía de Francia. Era algo que se daba por supuesto. Además, el español de determinada crianza conservadora, como fue mi caso, veía todavía lo francés con los ojos de 1808. Aún se usa el término afrancesado como insulto. Pues bien, este libro es la historia de mi afrancesamiento —sin dejar de amar Castilla-La Mancha, porque cómo no vas a amar el manantial literario de la nación que es el Quijote—. Me parece delirante que todavía opere en política y en el mundo de las identidades nacionales esa supuesta repulsión entre lo francés y lo español. Yo no saldría de Europa ya el resto de mi vida. Pla decía: "Cuando salgo de viaje siempre voy a Italia porque me parece estúpido ir a otro sitio". Yo no saldría de Francia, de Italia, de Inglaterra, de Alemania… También me apetece hacer un viaje largo por Sudamérica, pero no se me ha perdido nada en en Kuala Lumpur ni en Bangkok. No tengo ningún anhelo de exotismo.
Nacionalismo vs liberalismo
P. Dice que madurar es ir despojándose de nacionalismo. Si damos por cierta la famosa cita atribuida a veces a Unamuno y a veces a Baroja, viajar equivale a madurar, ¿o no todo el mundo se cura el nacionalismo viajando?
R. Supongo que hace falta algo más que viajar, hay que dejar que viaje también la mente. Encastillarse en la identidad nacional es en realidad la expresión de una vulnerabilidad. Si te preocupa que tu país pierda las esencias, es porque no estarás muy seguro de que esas esencias sean valiosas por sí mismas. Por ejemplo, ahora está de moda el tema de la leyenda negra y la leyenda rosa de España a raíz del libro de Elvira Roca Barea. Entiendo que la labor de Elvira era necesaria, pero hay gente que no admite la más mínima crítica del imperio español. No te voy a comprar lo del genocidio de Ada Colau, ya sé que los ingleses fueron infinitamente peores, pero eso no significa que aquí no tuviéramos un problema serio de ilustración de las clases burguesas y aristocráticas, reyes muy mejorables y un exceso de peso de la iglesia católica en la educación del pueblo. ¿Por qué no podemos decir esto? ¿Tiene que ser todo perfecto? No pasa nada por desear una educación como la que tienen los franceses para poder producir Macrones y no Pedros Sánchez. En el libro acabo criticando al yo que fui, porque yo fui el tío ese de “Santiago y cierra España”, pero lo fui con 15 años y uno tiene luego que ajustar cuentas y a la gente que sigue ahí decirle que no pasa nada, que no hay una invasión musulmana, que claro que la sharía es un disparate contrario a la idea de ilustración, pero no podemos alentar el discurso de que el cosmopolitismo y la multiculturalidad es la ruina de la esencia. ¿Qué esencia, si todos somos mestizos? Supongo que esto se debe al miedo que genera que el mundo vaya tan rápido. Seguramente ser liberal muchas veces también es ser un poco inconsciente del peligro que pueda efectivamente acechar detrás de determinados cambios, pero si algo nos enseña la historia es que al final no pasa nada, los imperios se alzan y caen y los procesos de mestizaje son civilizadores.
"Si te preocupa que tu país pierda las esencias, es porque no estarás muy seguro de que esas esencias sean valiosas por sí mismas"
P. ¿Cree que hay pocos liberales de verdad en España?
R. Es que probablemente eso no exista, y yo tampoco me voy a poner como ejemplo porque sería muy arrogante. Además, el tío que se declara a sí mismo liberal es el menos liberal. El liberalismo en el fondo es un credo ideológicamente muy delgado: es el recelo al poder estatal pero también al de los monopolios privados y una afirmación de la libertad individual. En el tema de la libertad de expresión es fácil ver quién tiene un poso liberal. Tengo amigos en medios muy de izquierdas que jamás van a pedir que se les ponga un bozal a los de la derecha, ahí te das cuenta de que son liberales aunque sean de izquierdas. Y tienes liberales en la derecha que están a favor de que se puedan decir los disparates que sean desde la izquierda, porque la libertad de expresión está por encima. Y luego está la gran mayoría, que lo que quiere es la eliminación del adversario. Yo creo que el liberalismo es lo suficientemente dúctil para volver a imponerse, sobre todo porque no creo que haya alternativa. Yo creo que Francia nos da una lección en eso, y también la dimos nosotros en nuestro momento más brillante, que fue la Transición a pesar de sus defectos, y ahora la ponen en cuestión cuatro pijoprogres y cuatro fachas porque se han cansado de convivir con los distintos.
P. La sociedad está cada vez más polarizada. ¿Cree que los algoritmos de las redes sociales están agrandando esa brecha ideológica, como sugieren algunos estudios?
R. Sí, y quiero pensar que eso cambiará. Es más, creo que se debe legislar al respecto. Esto puede parecer poco liberal, pero la finalidad es perfectamente liberal. No puede ser que unos oligopolios de internet decidan de qué se puede hablar, a quién se cancela. La censura está en manos de grandes corporaciones que no se presentan a elecciones, que no pagan impuestos… Europa está dando buenos pasos en esa dirección y creo que dentro de unos años contemplemos esta época como la del salvaje Oeste en la que podías montar linchamientos digitales desde el anonimato o propagar fake news capaces de arruinar la carrera de un catedrático.
P. En el libro hay también alguna crítica al lenguaje políticamente correcto, un asunto al que Darío Villanueva acaba de dedicar un ensayo, Morderse la lengua. ¿Cree que hay una reacción creciente a este tipo de lenguaje?
R. La incorrección política se ha convertido en la bandera de los que piensan que cuantas más barbaridades digan, más valientes son, pero eso tampoco es. La corrección política nació de un principio positivo que era el de intentar no ofender, y está bien que en la conversación pública haya ciertas maneras corteses, pero esto llegó a crecer de una forma tan asfixiante que ya no es que se eliminen frases, es que se eliminan pensamientos. Ya no se pueden cuestionar determinadas posiciones de un cierto tipo de feminismo dogmático o de una especie de racialización del debate público, que hace que tengas que partir de una identidad para poder opinar, que un actor no pueda hacer de negro si no es negro o de transexual si no es transexual. Si no puedes cuestionar las cosas o si un escritor es asesinado civilmente por manifestar sus opiniones, estamos creando idiotas acríticos en masa.
P. ¿A qué desengaños políticos se refería al principio de la entrevista?
R. Yo estoy entre los españoles de mi generación que, con la quiebra del bipartidismo en torno al año 2015, creen, unos más a la izquierda y otros más a la derecha, que es posible darle una vuelta de tuerca en sentido constructivo a la democracia del 78, para regenerarla. Pero ahora no hay ninguna reforma ambiciosa en el horizonte, todo son parches y jugadas de maniobra corta. Nadie está pensando en una generación, sino en las próximas elecciones, y no hay ninguna voluntad en la clase política española de llegar a pactos reales. Pero los políticos no son marcianos, salen de la sociedad, son una emanación de nosotros mismos. Cuando viajas a Francia y ves que un ministro de finanzas puede hacer un discurso sobre la lectura como el que hizo Bruno Le Maire, o viendo a Macron, ves la altura de la educación pública francesa, la selección de élites intelectuales que funciona allí, y te entra una especie de noventayochismo, pero no quiero caer en el lamento jovellanesco. Durante unos años sí me apasioné, milité, tomé partido activo desde mi orilla periodística por una ideas que sigo manteniendo, pero los instrumentos para aplicarlas se han roto. El liberalismo ahora mismo en España está descabezado y desprestigiado, por errores propios y ataques ajenos, y como Sísifo hay que volver a subir la piedra ladera arriba e ilusionar a los españoles con la idea de que no estamos condenados a tener esta clase política. Yo me encerré a escribir el libro en la navidad de 2019, después de las elecciones que arrasaron por completo el centro político en España y en las que triunfaron los extremos, por eso creo que esa mirada sí se trasluce en la escritura, aunque este libro no tiene una gota de política, porque la política es ficción y este es un libro contra la ficción. Los políticos ahora hablan de “relatos” y el público los recibe como quien ve Netflix. La política se ha convertido en un show business. Yo pretendía ir al congreso a hacer crónica parlamentaria como la hacían Azorín, Fernández Flórez o Pla, pero me doy cuenta de que soy un crítico teatral. Y como estoy harto del teatro que yo mismo aliento con mi trabajo, en este libro he intentado buscar lo permanente, escribir sobre cosas que van a seguir ahí gobierne quien gobierne, como Francia, España, el Quijote o Montaigne. Y hay otro vector en el libro que es el trabajo estilístico, con la intención de devolver a las palabras su peso. En política las palabras ya no significan nada; por eso, la forma de hacer política de este libro es devolviéndoles a las palabras su peso, porque respetar el lenguaje es la forma de volver a respetar la democracia.