Hasta mi generación, todos los españoles nos sabíamos algún fragmento del Tenorio. Incluso en el colegio hacíamos rimas grotescas con la “apartada orilla” y el “se respira mejor”. Ahora supongo que la obra estará en la lista negra: casa mal con los planes de estudio descafeinados del bachillerato actual. Pero es un texto capital: la demostración de que se puede hacer un teatro espléndido con una literatura más que discutible. Porque el Tenorio sigue funcionando hoy, dramáticamente, como un tiro.
“Don Juan”, escribe Zorrilla, “me centuplica la popularidad y el cariño que por él me tiene el pueblo español”. Y es cierto; como también lo es que el autor no ganó un céntimo con su obra más célebre y que, por lo demás, el resto de sus escritos está hoy en el más absoluto olvido. Por eso resulta apasionante la lectura de los Recuerdos del tiempo viejo que ha reeditado con mimo Bolchiro, memorias patéticas escritas por Zorrilla en forma de artículos semanales para el periódico El Imparcial.
El autor se encontraba entonces en esa curiosa y muy española situación consistente en recibir todo tipo de alabanzas y honores al mismo tiempo que vivía en la más absoluta precariedad. La colaboración con El Imparcial le supuso el rescate in extremis de la miseria. “Hoy”, escribe en el prólogo, “recojo los últimos destellos de mi decadente ingenio, los últimos alientos de mis cansados pulmones, y los últimos átomos de honra y de brío que en el corazón me restan, y me arrojo otra vez en los brazos del trabajo, en vez de arrojarme por el balcón”. Es el amargo testimonio de un autor que vivió agobiado por los problemas económicos, en parte porque entonces no existía la ley de propiedad intelectual y en parte por culpa de su propia tendencia al despilfarro.
Hijo de un político proscrito por sus ideas con el que siempre tuvo una espinosa relación, Zorrilla adquiere una fama vertiginosa tras leer un poema ante la tumba de Larra. Es una imagen formidable: el romántico español por excelencia le pasa el cetro desde la sepultura a su heredero natural. El autor cumple con el canon viviendo una vida novelesca que incluye la profusión de amantes, los viajes (la peripecia mexicana de Zorrilla es mucho más interesante que la de Valle-Inclán), los encuentros con lo sobrenatural (“El diablo y los muertos son los personajes con quienes más habitualmente trata mi musa”, escribe) y la enfermedad, que se le manifiesta en forma de sonambulismo, epilepsia, y obsesión con la locura.
Zorrilla demuestra en estas páginas arrebatadoras ser un prosista inesperadamente brillante: “la señorita Brümmer”, escribe, por ejemplo, “alemana rubia, blanca, larga y flexible como una margarita de goma alargada a fuerza de estirarla, había ejecutado en el piano unas sonatas monstruosamente difíciles, con la precisión inflexible y falta de claro oscuro de un autómata de Nuremberg”. Estamos muy lejos del estilo ripioso con el que se le suele identificar y que, ya en vida, sirvió para que se le adjudicaran todo tipo de pésimos versos ajenos. A la postre, y como el propio Zorrilla dijo de sí mismo, “Yo moriré probablemente en un manicomio, pero poeta hasta la muerte”.