En estos días de dolor para el equipo de El Cultural, lo mejor es asirse a los momentos buenos vividos con Javier. Son muchos porque su humor manchego (surreal, sarcástico, telúrico) era casi como un aura con la que irradiaba todo lo que tuviera alrededor. Los que estuvimos con él, tantos años, reímos mucho con sus gracias, que, por su estrecha vinculación con Málaga (allí están su mujer y su hija, sus chicas, sus Anas), se fueron enriqueciendo con el gracejo, e incluso el acento, andalusí.

Perder esa propensión irreprimible al chiste, aun cuando estuviesen cayendo chuzos de punta, aun cuando el día no amaneciera entonado, no va a ser fácil de asimilar. Qué benéfica distensión introducía siempre entre tanta tensión informativa. Javier, además, no te dejaba que estuvieras cabreado con él más de cinco minutos. Después de una discusión, ese lapso era lo máximo que tardaba en venir a darte un palmotazo amistoso en la espalda. “Venga, venga, vamos a comer”. La reciprocidad conciliatoria, ante un gesto así, se imponía.

Una enseñanza valiosa para una redacción y, por supuesto, para cualquier frente de la vida. Lo de jurar odios eternos era una actitud en las antípodas de la bonhomía de nuestro jocoso redactor jefe. Alguien para quien trabajar en El Cultural, eso sí, era un tema serio. Se puede decir que para él era una manera de estar en el mundo. Sentía los colores de la cabecera a tope y, a su vez, gozaba a fondo del material que moldeamos cada día.

Afrontaba la existencia blindado por una pléyade de mitos: Nietzsche, Dawkins, John Ford, José Luis Cuerda, Padura, Labatut... Su bagaje cultural no tenía fin

Afrontaba la existencia, con sus reveses y sinsabores constantes, blindado por una pléyade de mitos: Nietzsche, Dawkins (que reafirmaban su descreimiento nacido como reacción a una formación escolar ultrarreligiosa), John Ford (¡Print the legend!), José Luis Cuerda (“¿Es que usted no sabe que en este pueblo es verdadera devoción lo que hay por Faulkner?”), Padura ("Nadie ha escrito mejor un polvo que este tío”, decía, pícaro), Labatut (flipaba últimamente con su abisal maridaje de ciencia y literatura)… Una lista ampliable a varios párrafos porque su bagaje cultural no tenía fin y su curiosidad intelectual jamás se estancó.

Wilder era otro escudo. Cómo disfrutaba evocando, cuando venían al hilo, las frases canallas de Primera plana. Como aquella de “quién demonios se lee el segundo párrafo”, y así. No es que fuera un cínico como Matthau en esta comedia maestra sobre la obsesión por dar noticias, pero no podía evitar paladear sus parlamentos. Lo cierto es que venía de la escuela de Diario 16, donde hizo callo. Entró de maquetador, pero pronto, valiéndose de su agenda, fue requerido por la sección de Cultura.

Javier López Rejas, Alberto Ojeda y nuestro Francisco Umbral de la suerte en la antigua redacción de 'El Cultural'.

Eran tiempos en que las máquinas de escribir se ataban, por si acaso, con candado y cadena al término de la jornada. Allí había que estar al loro y meter codos. Coincidió e hizo amistad con compañeros como Benjamín Prado, Alberto San Juan y Antonio de la Torre. Este último, que deseaba dar el salto a la interpretación, le tanteaba, aprovechando su posición en Cultura: “Reja, a ve si te entera de un papelito pa mí, hombre”. En este periódico se doctoró, a su vez, como cronista de conciertos. Degustó en directo iconos como los Rolling, Tina Turner, Van Morrison, Bob Dylan, Neil Young

Bruce Springsteen también, por supuesto, acaso en lo más alto de este santoral suyo. Una estampa reveladora de su vocación, que no se debilitó con las décadas de oficio en la dura trinchera nuestra de cada día, la presencié en directo en la última comparecencia del Boss en Madrid (Metropolitano). Ya por la mañana apareció en la redacción con la camiseta negra de los conciertos, elucubrando sobre el repertorio que iba a poner en práctica su ídolo esa noche, con dudas sobre sus prestaciones vocales tras las cancelaciones de París.

Alternaba la tarea de tomar notas con la de ponerse en pie y cantar a voz en grito 'Dancing in the Dark' y otras piezas intemporales de Springsteen

Pude apuntarme a última hora y disfrutarlo a su lado. Alternaba la tarea de tomar notas con la de ponerse en pie y, brazos en alto, cantar a voz en grito Dancing in the Dark y otras piezas intemporales de Springsteen, feliz de comprobar que su voz todavía le daba al de New Jersey para una más de sus gestas maratonianas. Maneras, pues, muy alejadas de las de cronistas protocolarios tecleando con cara de seta sobre su ordenador. Esto le sublevaba. El sexagenario (cumplió 60 hace 4 días) vibraba y remitía, en esos instantes de euforia, al veinteañero que cubrió el revival de Woodstock y la visita de Juan Pablo II a la Cuba de Fidel, aunque esa noche tocase irse a la cama a las dos de la madrugada para cincelar la crónica.

Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, tras curtirse en Diario 16 fue reclutado por César Antonio Molina para tomar la jefatura de Comunicación en el Círculo de Bellas Artes, puesto que dejó para enrolarse en el primigenio El Cultural botado por Luis María Anson y Blanca Berasátegui a finales de los 90.

A Javier le debemos una particular dedicación a la sección de Ciencia, que sustanció con grandes reportajes y entrevistas a las figuras nacionales e internacionales más insignes en este terreno, incluyendo varios Nobeles. Él materializó el empeño de Anson de que la ciencia estuviera dentro de la cultura, orillando ese obtuso empeño de deslindarla de las artes, patente incluso en los planes lectivos. Aunque su labor en El Cultural no se quedó ahí. Su ilustrada versatilidad le permitió reforzar los flancos del cine, el teatro y, por supuesto, la música, donde también se curraba el jazz.

Vallecas marcó su posición ideológica. Joven en la Movida, fue más de cantautores con discurso comprometido que del desmadre colorista y lisérgico

Nació en Madrid pero su familia procedía de Santa María del Campo Rus, pueblo de Cuenca en cuya casa familiar atesoraba una extensa colección de ediciones de El Quijote. Tenía memoria de la pobreza y la precariedad. De la exclusión social. En su recuerdo estaba muy presente el hecho de que su padre y su abuelo tuvieran que construirse su casa en Palomeras por la noche, que era cuando la policía hacía la vista gorda. Vallecas marcó su posición ideológica de forma indeleble. Permaneció siempre fiel a los principios de la socialdemocracia. Joven en la Movida, fue, sin embargo, más de los cantautores con discurso comprometido que del desmadre colorista y lisérgico. Para entendernos: más de Luis Pastor (“¡Únete a tus vecinos, que te pilla el Plan Parcial!”) que de Alaska.

Amaba y pateaba Madrid como un flâneur embelesado. Hacerlo al atardecer, en septiembre, con las temperaturas ya cayendo, era una experiencia sensorial gloriosa para él. Se conocía la ciudad al dedillo. Siempre estaba bien informado sobre sus comercios. Te podía recomendar con el mismo fundamento y puntería una pastelería donde hacían la mejor tarta de queso que una tienda de ordenadores donde tenían las mejores ofertas (nos fue muy útil en pandemia). En Málaga, ciudad de adopción, se deleitaba con el desparpajo oral de sus lugareños, que se traslucía en conversaciones que iba registrando en bares, autobuses… Tomaba buena nota y luego compartía; gustándose, gustándonos. Eso sí, a la playa nunca se acostumbró: era —con su tez pálida, sus ojos claros y sus gafas— un ser absolutamente inadaptado a ese entorno de sombrillas, cremas protectoras, chiquillos gritones y arenas pegajosas.

Viviendo a caballo entre Madrid y Málaga, tuvo que comprar millones de billetes de AVE, una obligación mecanizada que despachaba en cualquier parón. Tenía la tarjeta de oro de Renfe o la de platino o la de diamante, o algo así. El tren fue una segunda oficina. Le dio mucha pena (y rabia) cuando retiraron de los vagones las revistas y los periódicos de papel. No comprendía esa carencia, por más que se hubiera adaptado al universo digital con plena naturalidad. Lo uno no quitaba lo otro, creía.

En unos días iba a viajar con sus Anas a Nueva York, para rematar las vacaciones. Conocía bien la ciudad de los rascacielos porque en sus tiempos mozos la frecuentó gracias a la cooperación necesaria en el hospedaje que le brindaba Eduardo Lago, colaborador allí del suplmento Culturas de Diario 16. No hubiera dejado de personarse frente la imponente fachada de The New York Times para hacer una reverencia al sumun de sus fetiches periodísticos.

En el histórico rotativo Gay Talese devino en maestro de la escritura de obituarios. Hacerme escribir este, amigo Javier, ha sido una cabronada que no te perdono, un rejonazo negro en el verano azul. Y lo peor de todo es que esto sí que no lo puedes arreglar. No podrás venir, en menos de cinco minutos, a darme un palmotazo en la espalda y decirme: “Venga, vamos a comer, anda”. Qué pena, y qué mierda.