An Iluminated Head for Blinky P.(the gun) (II), de Bernardí Roig

No es esta la nave del misterio cultural, ni mucho menos, pero lo cierto es que una visita nocturna al Museo Lázaro Galdiano de Madrid invoca a muchos fantasmas, empezando por el del dueño o el de la desaparecida haya centenaria plantada por el propio coleccionista, que Miguel Ángel Blanco recreó hace ya cinco años, en octubre de 2008. Su imagen nos recibe desde una ventana del Palacio de la calle Serrano 122. Luego, en el jardín, tres enigmáticas figuras de Bernardí Roig (Palma de Mallorca, 1965), que trazan un triángulo cargado de sugerencias, nos dan la bienvenida. Una, la primera, nos contempla desde casi la cima de un árbol, bajo una rama, como un ahorcado que atisba desde un oasis de paz, asustado e inquieto, el paisaje de una ciudad que no duerme nunca. Nos dicen que de día la imagen cambia, pero de noche es algo más que sobrecogedora y se impone al paisaje urbano; otra está oculta entre los arbustos, a pie de jardín (apenas vemos unas piernas blancas); y la tercera, en una esquina del edificio, se integra en él, obligándonos las tres a cambiar nuestra manera de contemplar el museo y la obra del propio artista, que se define desde la entrada misma como “un coleccionista de obsesiones”. Lo curioso es que los quince invitados a esta primera velada nocturna nos encontramos en un museo desierto, en el que conviven un collar o “ahogador” de perro de finales del XIX, hecho de oro y diamantes, con cuadros de El Bosco, El Greco, Goya, Rembrandt o Mengs, y piezas increíbles (12.000 nada menos) venidas de todos los confines del mundo gracias al afán de Lázaro Galdiano, fundador de una colección asombrosa. Y entre las salas del que fue su palacio se han instalado los hombres de blanco, los fantasmas de Roig, que, en esta ocasión no han sido agredidos ni han perdido trozos ni brazos como en la inauguración de ARCO. Tampoco faltan las pistas: el comisario de la muestra, José Jiménez, proclama en el panel de la entrada que Roig siempre ha tenido como referentes “la memoria y el deseo”, y que en realidad nos va a hablar, a través de todas las piezas reunidas, del deseo de “alcanzar la luz”, ya que “bucea en un depósito abigarrado de imágenes, del arte a la vida cotidiana”. Son tres plantas, cuatro en realidad, las que vamos a visitar, y no faltarán las sorpresas, ni por los fondos ni por la propuesta de Roig, que hay que ver desde distintas perspectivas.

Prácticas de infidelidad (melancolía (II), 2012, de Bernardí Roig

Una advertencia: el curioso no puede acercarse demasiado a las esculturas pero las explicaciones son sustanciosas y nos hablan de una nueva forma de mirar y de reflexionar sobre el arte contemporáneo, gracias a esos fantasmas bajitos, gordos y desvestidos que miran sin mirar las miserias cotidianas. Tampoco pretenden dialogar con las colecciones existentes en el Lázaro Galdiano, porque, en realidad, nos encontramos con monólogos que juegan con el espacio y que, en muchos casos, son recreaciones de piezas inventadas para exposiciones de Bruselas o Nueva York. Vamos recorriendo el museo, y descubrimos de qué modo Bernardí Roig nos obliga a abrir espacios, sobre todo en el sótano-almacén de la revista Goya, mítica publicación que acoge, en el centro de su archivo, una figura muy parecida a la mutilada en la ARCO. También aquí el hombre de blanco, con los bracos a la espalda, saca la lengua e intenta, una vez más, chupar la luz. En la antigua entrada del museo se nos muestra uno de los moldes del artista, entre armaduras que jamás supieron de batallas y que tal vez añoren el aroma de las gestas de antaño. Vemos también, en otra sala, cómo dialoga uno de los fantasmas de Roig con el arte contemporáneo, con Sol Lewitt, por ejemplo, o el cubismo. En otra planta nos sorprende el mismo artista hecho fantasma: en una sala a oscuras, una enorme pantalla nos muestra a un Roig cegado que recorre el Museo en busca tal vez de la verdad... Sobre los hombros lleva un halógeno que ilumina sus pasos, mientras ve sin ver su obra en la más inmensa, absoluta soledad. La exposición termina con un panel que procede de su mismo estudio y en el que se multiplican imágenes actuales, fotografías de Thomas Bernhardt o la reina Isabel II, del Papa Ratzinger, toreros o Arnaldo Otegui, y que, al parecer, han alimentado su imaginación durante todos estos años. Tanto que al prestarlos se sintió desahuciado de sí mismo, o quizá, quién sabe, libre al fin.