Instalación de Lara Almarcegui en el Pabellón de España de la Bienal de Venecia.



Se ha inaugurado en la ciudad italiana de Venecia la 55 edición de la Bienal de arte contemporáneo, bajo una enorme expectación. Es una cita centenaria que tiene lugar tradicionalmente en los Giardini del Castello y en el célebre Arsenale y que, en los últimos años, ha asistido a la masiva aparición de espacios diseminados por toda la ciudad que se adhieren al programa multiplicando su oferta. Es, sin duda, un evento ineludible que no necesariamente mide la temperatura del arte de nuestro tiempo (y mucho menos, como veremos, esta edición) pero sí concentra las miradas de todos los profesionales y la de muchísimos aficionados. Todo el mundo quiere estar aquí. Todos quieren dejarse ver.



La Bienal está compuesta por una gran exposición oficial y por proyectos de carácter nacional que tienen lugar en los pabellones (de quien los tenga, como España, en los Giardini) o en otras sedes esparcidas por la ciudad. La de este año es una cita que no conviene perderse. La exposición oficial que ha realizado el comisario de este año, el italiano Massimoliano Gioni, es extraordinaria, y en lo que respecta a la participación española, el proyecto de Lara Almarcegui merece especial atención.



Empecemos por el Pabellón de España, en el que la artista aragonesa Lara Almarcegui (Zaragoza, 1972), de la mano del comisario Octavio Zaya, presenta sus conocidos montones de materiales, los mismos y en igual cantidad que los que conforman el propio edificio, construido en 1922 por el arquitecto andaluz Javier de Luque. Almarcegui ya ha realizado este proyecto en repetidas ocasiones. Lo hizo con gran éxito en la Secession de Viena, previamente también en Dijon y en Rotterdam, la ciudad en la que reside desde los noventa, y estos días puede verse también en el MUSAC de León.





Imagen del Palacio Enciclopédico de Marino Auriti



En la Bienal, que abre al público el próximo sábado, ante los ojos de todo el mundo, 500 metros cuadrados distribuidos en sucesivos montones de ladrillo y mortero, cemento y hormigón, grava y teja, cristal, madera, arena y acero se acumulan en el espacio desbordándolo, sobre todo en una sala central que resulta, sencillamente, imponente. Tal vez sea el contexto en el que más me haya seducido este proyecto de Almarcegui, un lugar anodino en su interior, carente de las connotaciones que otorgan los museos y los centros de arte, sin la pompa del edificio de Olbrich en Viena o la magnitud cautivadora del MUSAC. Más pequeño, con la luz natural entrando a raudales, la sobria sencillez del espacio desnuda la realidad implacable del trabajo de Lara y le otorga, si cabe, mayor veracidad, liberado ya de liturgias escenográficas y demás consideraciones estéticas. Esta es la realidad del espacio que acoge el proyecto, esto es lo que fue, y esto es lo que será.



Que el trabajo de la aragonesa se vea atrapado en la demagogia de la situación económica española y en las malintencionadas manipulaciones sobre su coste (que sólo es una ínfima parte de lo que se ha aireado de forma interesada) resulta inadmisible si nos atenemos a la posición insobornable ante los retos que se plantea en su trabajo, un quehacer que no tiene mayor aspiración que ceñirse a la verdad de la vida, del arte, y del espacio físico y social que hemos forjado a nuestro alrededor.



Es especialmente acertada la inclusión de un trabajo en vídeo en un espacio en el nivel superior que está acompañado por una de sus guías. Se trata de un estudio de la Sacca San Maria de Murano, una isla creada a partir del vertido de residuos de la célebre industria del cristal. Como en otros lugares ante los que se ha detenido anteriormente la artista, nada resultaría inicialmente atractivo (especialmente en un lugar como Venecia por lo que todo cobra incluso más sentido). Divierte ver el tremendo alcance de los montones de materiales y luego comprobar la dedicación con la que Almarcegui se detiene ante un lugar irrelevante para el imaginario colectivo de Venecia, etéreo y olvidado pero dinámico y silenciosamente fluctuante a partir de la acción despreocupada de la industria.





Tino Sehgal con los diagramas de Rudolf Steiner de fondo en el Pabellón Italia



El proyecto de Lara Almarcegui debe estar entre los favoritos del jurado y del público. Pero tiene competencia seria en más de un pabellón nacional, especialmente en los del holandés Mark Manders -soberbio-, el británico Jeremy Deller, con su habitual flema con la que parece querer decirnos que para saber reírse de verdad de uno mismo sólo hace falta ser inglés, el libanés Akram Zaatari, con una extraordinariamente bien armada mezcla de realidad e historia personal, o Anri Sala, con una de sus complejas reflexiones en torno al tiempo y al espacio con la música como piedra de toque en el Pabellón francés.



En el Pabellón Italia de los Giardini y en el Arsenale tiene lugar, como siempre, la exposición oficial de la Bienal, este año dirigida por el italiano residente en Nueva York Massimilano Gioni, que la ha titulado El Palacio Enciclopédico, un epígrafe de claras resonancias borgeanas. A mí me ha parecido una exposición fabulosa. Es atrevida, densa, personal, libre, muy ambiciosa. Es una de las ediciones con mayor número de artistas, más de 150 artistas, que no se ciñen a la experiencia contemporánea (esa es una de las claves de la exposición). Muchos han dejado su legado a lo largo del siglo pasado y muchos de ellos ya han muerto. Es una exposición que deja escasas concesiones al mercado y que versa fundamentalmente sobre cuánto de estético se halla en la búsqueda de conocimiento en un amplísimo crisol de disciplinas.



Gioni es el comisario más joven en dirigir una Bienal de Venecia. Como comisario de una cita de estar características se tiene mucho que perder y poco que ganar. Podríamos decir que, desde Harald Szeemann en las bienales del cambio de siglo, nadie ha salido triunfante, muchos han pasado sin hacer ruido y alguno ha fracasado. Muchos ojos estaban puestos en Gioni. Con sólo 40 años, este director artístico del New Museum de Nueva York y de la Fundación Nicola Trussardi de Milán se ha significado por un tipo de arte muy específico, por lo general afín al mercado, vigoroso y de fuerte impronta visual. Había expectación por saber si sería agasajado por las galerías como lo fue Bice Curiger en la edición anterior. Confieso que yo así lo pensé, y mi sorpresa ha sido mayúscula. Gioni, como todo comisario de la Bienal, ha debido soportar tremendas presiones procedentes de todos los estamentos del arte, pero ha sabido ser libre y hacer la exposición que ha querido hacer. Es, en esencia, eso: una exposición, y eso es de agradecer. Es un fuego cruzado de relaciones, unas más obvias que otras, pero fluyen con naturalidad a través de un montaje, de verdad, impecable.





Obras de Jimmie Durham, Paul McCarthy y John de Andrea en el Arsenale



Gioni ha repetido hasta el hartazgo que él no es un académico. Lo sabemos. Pero tiene una habilidad para montar exposiciones difícilmente superable. La cadencia en que se cifran las obras en determinadas salas es admirable. Las salas dedicadas a Thierry de Cordier y Richard Serra, por ejemplo, en el Pabellón Italia de los Giardini, o los diagramas de Rudolf Steiner junto a la performatividad de Tino Sehgal (Documenta, Turner Prize, Bienal de Venecia... ¿quién da más?). La obra de Paloma Polo, la única artista española seleccionada por Gioni, puede verse en uno de los espacios del Pabellón. La estupenda solución formal que le ha dado Gioni al trabajo de la madrileña, obviando la aparatosidad del carrusel y retroproyectándolo, contrasta con el espacio un tanto angosto en el que ha sido emplazado.



En el Arsenale, la exposición presenta, sobre todo en su tramo final, un mayor número de artistas contemporáneos. Aquí es donde Massimiliano Gioni ha cedido un espacio a la artista estadounidense Cindy Sherman, que ha realizado una pequeña colectiva sobre la autoridad de la imagen como instrumento de representación y que tiene en los dibujos sobre paños realizados por presos mexicanos o en el trío de esculturas de Jimmie Durham, Paul McCarthy o John de Andrea sus puntos fuertes. De vuelta en la expo de Gioni, y ya al final del recorrido, las obras de Dieter Roth, Burce Nauman y Walter de Maria componen un logrado epílogo.