El fotógrafo y presidente de la Academia de Bellas Artes de Francia, Lucien Clergue, en la presentación de la exposición Picasso, mi amigo, en el Instituto Francés de Madrid. Foto: AFP

Cuando Lucien Clergue tuvo a su primera hija pensó junto a su mujer pedirle a su amigo don Pablo que fuera el padrino de la criatura. "Quizás sea demasiado pretencioso", acabó resolviendo el padre, porque aquel don Pablo era Picasso. Se habían conocido años antes, cuando él apenas tenía 19 años, en el anfiteatro romano de su Arlés natal, donde un torero acaba de brindarle el toro al maestro malagueño. Llegó hasta él buscando que valorara su trabajo, un puñado de fotografías de cadáveres de animales, obsesionado como estaba con la muerte el entonces fotógrafo amateur, que había perdido a su madre recientemente. "La gente iba a pedirle presupuestos, a hablar de negocios, a buscar su consejo... yo sólo quería que me dijera cuánto valían mis fotos, si valían algo".



Algo debió ver en sus ojos y en su trabajo, recuerda hoy Clergue, que Picasso decidió apadrinarle el resto de su vida. Pasados unos días del nacimiento de su primogénita, el hoy presidente de la Academia de Bellas Artes de París y uno de los fotógrafos más reconocidos de Francia, llamó a don Pablo para darle la buena nueva. "¡Una niña! ¡Pues yo voy a ser su padrino!", exclamó el pintor. Avergonzado, su amigo tuvo que decirle que ya se lo habían pedido a otro. No le importó a don Pablo: "No hay problema, fabrica otra niña pronto para que pueda ser su padrino".



Y no bromeaba. Tiempo después Picasso invitó al matrimonio Clergue a pasar una semana en Cannes. Cada mañana, antes de comer, el anfitrión acudía al dormitorio de invitados preguntando si su ahijada estaba ya en camino. "¿Ah, no? Pues hacedla y luego vengo a buscaros para comer". Así se las gastaba Picasso, mientras Jacqueline se enfurecía porque no había podido tener un hijo del ardiente genio. Al final llegó esa segunda niña, Olivia, y al fin consiguió ser el padrino. La anécdota, que da cuenta de la estrecha amistad que unió a los dos artistas, la recupera ahora Clergue en Madrid, donde ha venido a presentar una exposición en el Instituto Francés (Calle del Marqués de la Ensenada 10-12), enmarcada en PhotoEspaña13 y titulada, claro, Picasso, mi amigo.



Compuesta de imágenes del pintor que nunca se han visto en España, la exposición muestra a un Picasso distinto al que retrataron Cartier-Bresson, Doisneau, Villers, Brassaï... más cómodo, menos presumido y airado, más alejado de la imagen de semidios excesivo que proyectaba de cara a la galería: "A don Pablo le gustaba la cámara de fotos, es cierto. El cine menos y el micrófono nada de nada, porque odiaba su voz, que era muy dulce, pero a él no le gustaba", evoca Clergue, que le retrató durante sus últimos 20 años de vida "no como un periodista, sino como un amigo", distingue. Tanto es así que al acceder a estas fotografías, muchas de ellas inéditas, los expertos del Museo Picasso de Barcelona se sorprendieron al contemplar en ellas a un hombre distinto: "No sabían que era como se ve en mis fotos, desconocían al pintor de la vida diaria. Era un hombre muy serio, desde luego, pero también muy generoso y que iba mucho más allá de la locura que se le conoce".





Picasso retratado por Clergue





Todo esto lo cuenta Clergue con un solvente español del sur, pues lo aprendió en Coria del Río, en Sevilla, y además en la casa de un torero. Allí vivió durante un tiempo y llegó a ser mozo de espada. "Cuando el matador, Manuel Márquez, al que apodaban el almohadilla por lo malo que era al principio, llegaba a la finca, lo primero que hacía era preguntar por los caballos. Que cómo estaban, que dónde... y luego ya se ocupaba de la familia y de todo lo demás. Don Pablo era igual, lo primero era preguntar por el trabajo. Creo que por eso me aceptó, porque nunca fui a verle sin algo que mostrarle", se plantea Clergue. Pero tuvo que haber algo más. Hay entre los dos una clara conexión artística, al menos en las obsesiones. También el fotógrafo se ocupó de la muerte, de los arlequines, del impacto de la guerra y de las mujeres. Al cabo, ellas fueron las que le hicieron famoso: "Cuando me di cuenta de que mis amigos no venían a mi taller porque salían deprimidos al ver animales muertos, me puse a retratar el cuerpo de la mujer desnuda. Gracias a las modelos que posaron para mí empezó a conocerse mi obra".



Hay más. Picasso pintó el Guernica en 1937. Siete años después, siendo todavía niño, Lucien Clergue experimentó el horror de la guerra en Arlés, ciudad de la que un tercio quedó destruida. El Guernica se convirtió enseguida un símbolo inequívoco que colgó en el cabecero de su cama, una estampa con la que compartía la huella del estupor. Toda esa sensibilidad común ayudó a forjar su amistad que, en los comienzos, fue difícil de descifrar para el fotógrafo:



- Don Pablo nunca te decía lo que estaba bien o mal. Yo tenía un amigo famoso en esos tiempos, Michelle Leiris, un poeta muy extraño, cercano a los surrealistas, que había escrito un libro muy curioso sobre los toros. Un día le pregunté que por qué el maestro no me decía nada de mi trabajo. Él me contestó que a Picasso le gustaba todo de mí, que aquello era una buena señal. Sólo una vez, presentándole un portfolio, Jacqueline me confesó que a Picasso no le había gustado una de mis fotografías. Él pidió verla por segunda vez y luego quiso contemplarla una tercera. Al final, nos dijo a los presentes: 'Si tengo el derecho a decir algo, diré que esta es la foto de Lucien que menos me gusta'".



Con los años, su relación se hizo más y más cercana, hasta el punto en que Picasso le salvó la vida a Clergue, que hoy todavía se emociona al recordar lo que le debe. Ocurrió una tarde en los toros, el artista se le acercó, le miró y concluyó que estaba enfermo. Él se encontraba perfectamente, no quiso hacerle caso, pero Picasso insistía en que viera al médico de inmediato. "Si don Pablo habla así es por algo, debes ir. Llámanos si necesitas cualquier cosa", sugirió Jacqueline. Al día siguiente operaron a Clergue de una peritonitis, una intervención que, de haberse demorado unas horas más, habría tenido un desenlace fatal. Años después, conversando por primera vez con François Gilot, le contó la historia. Sin dudarlo, la pintora y amante de Picasso le explicó que no es que el artista tuviera un poder esotérico, sino que los pintores podían ver cómo la enfermedad cambiaba el color de los párpados inferiores. "Picasso vio por una cuestión de color, de pigmentación, que yo estaba al borde de la muerte, por eso para mí es más que todo. Después de la operación me dejó mucho dinero, porque yo no podía trabajar".



"Dijo que dudaba de si España tuvo en Franco su merecido"

A pesar de su devoción, no olvida Clergue el carácter opaco y contradictorio de Picasso. Él, que se negó a exponer sus fotos en España durante el franquismo, hoy se atreve a remover esa reciente y oscura polémica que vincula a dos personalidades que a priori la historia había señalado cada una en las antípodas de la otra: "En una ocasión Picasso dijo que dudaba sobre el hecho de que Franco hubiera sido algo que los españoles merecían. Luego mi amigo Richardson, su biógrafo, me confesó que había cosas ahí que no se sabían, una extraña comunicación con Franco para hacer algo en España y que, antes o después, acabaría viendo la luz. Aunque sabemos dónde estaba su corazón, así era Picasso: te gusta y no te gusta, el blanco y el negro".



- ¿Y no se cansa de hablar de Picasso? Es algo que le ocurre a sus amigos, a los que terminaron convirtiéndose en sus embajadores, a los que, como dice Arrabal, tienen que hablar por él porque están vivos y Picasso no.

- Este año en particular, con el 40 aniversario de su muerte, ha sido algo más pesado, pero es fundamental hablar de él, claro. Siempre. Los españoles están un poco molestos con que se fuera de España y no regalara pinturas como tenía que haberlas regalado. Pero la mujer de su hijo Pablo donó mucha obra a Málaga, donde tiene ese museo precioso en cuya inauguración estuve yo.



Y sigue Clergue regalando anécdotas privilegiadas de Picasso y de su tiempo: la noche que le llevó a Manitas de Plata, el último día de mayo del 68, a que tocara en una fiesta. El gitano francés y padre de los Gipsy Kings se había quedado sin gasolina para regresar y Picasso, que tenía siempre de todo en casa, corrió a facilitársela. El día en que Arias, el peluquero de Picasso, con el que gustaba de ir pasear a la plaza de toros por la mañana, le dijo al alcalde de Marsella, en casa del propio Clergue, que ejercía de anfitrión, que el malagueño decía de él que era un tonto y un perfecto ministro de la guerra; el disco que conserva en el que Picasso y Cocteau hablan en un idioma absurdo, del que no se entiende nada; las corridas viendo a Antonio Ordóñez, al Cordobés y a Paco Ojeda; las conversaciones sobre arte ("Lucien, cuando pinto, hay detrás de mí una voz que dice que está muy bien y otra que es horrible, con esa angustia vivimos los artistas"). Clergue mira al techo y se queda pensando: "Todo, todo eso era don Pablo".