Damien Hirst: Mil Años , 1990
Hay buenas razones para no dar por sentado que el arte actual tiene que contener belleza. La gran revolución pasó hace casi un siglo. Los artistas de vanguardia politizaron de un día para otro el concepto de belleza hacia 1915, más o menos a mitad del camino en el período del readymade de la carrera de Duchamp. Fue un ataque a esa relación interna que siempre ha tenido el arte y la belleza. Abusar de ella, en el sentido de vejarla, ultrajarla, pasó a ser una acción para disociar el arte de una sociedad que los artistas despreciaban. Pienso, sobre todo, en el dadá cuando hablo de esta revuelta moral. Los artistas se negaron a someter su trabajo al gusto de una clase dominante que había llevado a la carnicería que fue la Primera Guerra Mundial. El sueño de Tristan Tzara, autor del manifiesto dadaísta en 1918, era, de hecho, asesinarla. El dadá fue el paradigma de lo que yo llamo Vanguardia intratable, cuyos productos sólo por error pueden considerarse bellos. Picasso, por ejemplo, con el Guernica, quería la antítesis de una obra bella y se exhibió exhaustivamente para reunir dinero para las causas antifascistas.A su manera, el Guernica fue pintado en el espíritu que articuló las obras de la Bienal del Whitney de 1993, un momento, los 90, en que se empezó a hablar de cierto retorno de la belleza como el tema clave de la década. Fue prematuro pensar que "la belleza puede volver". En la Bienal había muy poca, sin duda. Vista hoy en perspectiva, representó el punto álgido de la tempestad política de los 80. Los artistas desafiaban los límites de lo social, el sexo o la raza. Aquellas obras querían cambiar el modo en que pensamos y actuamos frente a las injusticias. Recuerdo a Sue Williams con una instalación sobre la discriminación a las mujeres. Incluía una piscina harto realista de vómitos de plástico, que generaba repugnancia y que expresaba, seguramente, el asco de la artista por los hombres en tanto que opresores sexuales. Hubiera sido un error artístico embellecer contenidos como éste, o los de Andrés Serrano o Cindy Sherman. El objetivo de estos artistas es cambiar la actitud moral de la gente y la belleza se interponía en el camino.
En la filosofía del arte lo sabemos. El discurso de la redención estética nos asegura que, tarde o temprano, todo arte nos parecerá bello, por feo que se muestre al principio. Alguien me dijo que había encontrado belleza en los gusanos que infestaban la cabeza de vaca, cortada y en visible putrefacción, puesta en una vitrina por el artista británico Damien Hirst. No puedo evitar sonreírme al pensar cuál no sería la frustración de Hirst si la opinión de esta persona la compartiera todo el mundo. La repulsión, la abyección, el horror y el asco son hoy categorías estéticas tan válidas como lo sublime en el siglo XVIII. Que no nos cueste reconocer como arte la cabeza de vaca gusanada de Hirst demuestra lo lejos que estamos de la estética dieciochesca y lo rotunda que fue la victoria de la Vanguardia intratable.
Hizo falta aquella energía para abrir una brecha insalvable entre el arte y la belleza, antes impensable, y hoy fundamental para entender el arte contemporáneo. Si antaño era una necesidad, hoy ha desaparecido del discurso artístico. La belleza apenas importa, es tan sólo una opción. Lo que importa en el arte es el significado, y si hay belleza es porque contribuye a éste. La belleza sólo podría volver a ser lo que en arte fue si se produjera una revolución, no sólo en el gusto sino en la vida misma. Una revolución política; cuando las mujeres disfruten de igualdad, cuando las razas vivan en paz, cuando la injusticia haya desaparecido de la faz de la tierra... Pero yo no puedo renunciar a un mundo sin belleza. Sería como imaginar la vida sin bondad.