Velázquez: Felipe IV, 1654 (Museo del Prado)

Museo del Prado. Paseo del Prado s/n. Madrid. Hasta el 9 de febrero.

Es una de las grandes citas artísticas de este otoño. El próximo martes, el Museo del Prado inaugura la exposición Velázquez y la familia de Felipe IV, que podrá verse hasta el 9 de febrero. Es una ocasión excepcional para contemplar una treintena de obras, la mitad de Velázquez y la otra mitad de sus sucesores, Juan Carreño de Miranda y Juan Bautista Martínez del Mazo, que permitirá analizar los retratos de la corte papal realizados en Roma y la proliferación de figuras femeninas e infantiles en la producción cortesana de la última década de producción de Velázquez, 1650. De ello habla, recorriendo la exposición, el prestigioso historiador y especialista en Velázquez Jonathan Brown. Muchos son los préstamos que vienen de fuera -sólo cinco de las obras de Velázquez pertenecen al Museo del Prado-y son varias las obras que no se han visto nunca en España. Javier Portús, comisario de la exposición y conservador de la pinacoteca madrileña, destaca las más importantes.

Aunque se han celebrado grandes exposiciones de Velázquez, no hay ninguna que pueda superar la contribución que hace ésta al estudio de este artista, Velázquez y la familia de Felipe IV, que presenta el Museo del Prado. Por primera vez se analiza su actividad como retratista al servicio del rey en una década, la de 1660, que fue crucial en su carrera. Bien la conoce el comisario de la muestra, Javier Portús, conservador de pintura barroca española del Museo del Prado, y especialista asimismo de la generación posterior a Velázquez. De sus sucesores, Juan Bautista Martínez del Mazo y Juan Carreño, se incluyen también pinturas en esta exposición. El número de obras que pintó Velázquez en ese periodo es pequeño, pero no hay en ellas falsos pasos. Todas son decisivas.



La exposición se inicia en 1650, con el segundo viaje de Velázquez a Roma. Allí llevaba ya dos años pintando exclusivamente retratos, un hecho de por sí significativo. Velázquez asentó su prestigio como retratista cuando expuso el retrato de Juan de Pareja (1650) en la exposición que anualmente se celebraba, cada mes de mayo, en el Panteón romano. Con esta obra hizo una declaración de intenciones apostando por el retrato como el mayor tema artístico del momento. Su principal desafío era invitar al espectador a mirar más allá del tema en sí y concentrarse en la técnica. Ningún otro artista en Roma podría haber logrado esta hazaña. A partir de esta obra, Velázquez se convirtió en el retratista de la corte papal y ante él posaron algunos de sus miembros principales. La culminación llegó con el gran retrato del Papa Inocencio X (1650) que actualmente podemos ver en la Galleria Pamphili de Roma. Muchos siglos después, su energía sigue patente; sólo hay que pensar en Francis Bacon y en las muchas versiones que hizo de esta obra. Aunque no lo encontraremos en esta exposición, sí veremos una versión del retrato de Inocencio X, realizado también por Velázquez, y procedente del Museo de Wellington de Londres. Se expone por primera vez en nuestro país y reúne todas las claves de su pintura.



A su regreso a Madrid, a mediados de 1951 y tras mucha insistencia de Felipe IV, Velázquez encontró una corte en crisis. El problema era la falta de un heredero varón por parte del rey, que por aquel entonces tenía 45 años. En una jugada bastante desesperada por proporcionar un sucesor a la corona y estrechar así lazos entre la familia de los Habsburgo, Felipe IV se casó con su sobrina, Mariana de Austria. De ese enlace nació en 1967 el deseado heredero, Felipe Próspero. Aunque su nombre poco tuvo que ver con su destino. Murió en 1661 y fue su hermano, Carlos II, conocido como el Hechizado, el elegido como heredero. Aunque, eso sí, pagó el precio de la endogamia de los Habsburgo, naciendo con el cuerpo y la mente deformes. Nadie preveía que viviera mucho tiempo aunque, por desgracia, lo hizo y mucho. No murió hasta 1700.



Este breve relato es sólo para contextualizar lo complejos e inciertos que fueron los acontecimientos durante esos años en la corte española. Los retratos de todos sus protagonistas es otro de los puntos fuertes de esta exposición, especialmente los de la Infanta Margarita, protagonista también de Las Meninas. Tres de ellos fueron enviados al emperador de Viena, quien observaba entonces, con creciente interés, los atributos físicos de su prevista esposa. También allí se envió un retrato de la Infanta María Teresa, la futura esposa de Luis XIV.



Contrariamente a lo que era habitual, vemos por la técnica que esos años Velázquez trabajó a toda velocidad. De hecho, uno de los retratos de la Infanta Margarita, parece que lo envió incluso antes de acabarlo. Esas obras, que pertenecen hoy a la colección del Kunsthistorisches Museum de Viena se ven, también, por primera vez juntas en el Museo del Prado. El principal objetivo de esos retratos era proporcionar información objetiva de la infanta. Velázquez, que en ese momento estaba en lo alto de su carrera, convertía la escoria de los Habsburgo en oro pictórico. No dejen de detenerse por lo menos veinte minutos en cada una de estas obras maestras.



En cuanto a los retratos del rey Felipe IV, es algo raro que Velázquez no le pintara de cuerpo entero o tres cuartos después de Felipe IV de Fraga (1644), que a día de hoy está en la Colección Frick de Nueva York. Esta anomalía podría deberse a la intervención del taller, según sugiere Portús en sus nuevas observaciones. De entre los retratos de Felipe IV que hay en la exposición, encontramos dos pintados por Velázquez del rey ya envejecido. Otra rareza. Felipe IV tenía muchos defectos, pero la vanidad no era uno de ellos. Como él mismo observó, ya no estaba muy interesado en tener retratos suyos porque no deseaba transmitir esa imagen desnuda de la vejez. Incluso en las manos expertas de Velázquez, la diferencia entre un joven Felipe y un Felipe viejo no admite disfraz alguno.



Las Meninas, obviamente, sigue siendo, como siempre, no sólo el punto cumbre de la carrera de Velázquez, sino uno de los cuadros más grandes de todos los tiempos. Es el mayor logro del artista en términos de complejidad y donde asumió mayores riesgos, no ya sólo como una pintura de historia, también como un retrato. Portús se esfuerza, pacientemente, por desvelar interpretaciones infinitas de este cuadro, a veces incluso contradictorias. El hecho de que haya incorporado esta obra dentro de la exposición, en el contexto de los retratos de los Habsburgo españoles, es todo un acierto. Precisamente, una de las maravillas de la muestra la encontramos en un cuadro relacionado con esta obra, una pequeña réplica de Las Meninas realizada por Martínez del Mazo y procedente de Kingston Lacy, no mostrada antes en España.



Precisamente a Juan Bautista Martínez del Mazo, yerno de Velázquez, y a Juan Carreño de Miranda, ambos discípulos del artista, está dedicada otra parte importante de la exposición. Aunque nunca escaparán de su papel secundario como seguidores cercano del artista, su presencia en la muestra no debe considerarse un apéndice. Mazo, en verdad, fue un excelente pintor y algún día debería reconocérsele su verdadero papel en la historia de la pintura española. La selección de los cuadros que de él se incluyen aquí es un primer paso para reconsiderar esa reputación. Carreño, motivo de muchas exposiciones y monográficas, ya ha sido debidamente reconocido. Aquí se confirma, sin duda, por su calidad de sus obras.



Aunque la exposición está compuesta por unas 30 pinturas, la mitad de ellas de Velázquez, la coherencia y la sutil interacción de estas obras ofrece nuevos ángulos de visión y perspectivas de aquel periodo crucial de la vida de Velázquez.