Image: Los arquitectos y el castillo de aire

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Arte

Los arquitectos y el castillo de aire

24 octubre, 2014 02:00

Frank Gerhy

El encuentro entre Frank Gehry, Premio Principe de Asturias de las Artes 2014, y Rafael Moneo en LABoral levantó un castillo de aire donde sin duda podrían haberse levantado un modesto edificio de pensamiento y correspondencia con el interés de los asistentes.

Quizá fuera un error de los asistentes al acto esperar lo que su título (Arquitectura: el futuro en construcción) decía de éste: un debate sobre el futuro de la arquitectura nada menos que entre el flamante premio Príncipe de Asturias de las Artes 2014, el arquitecto canadiense asentado en Los Ángeles, Frank Gehry (1929), y quien recibiera el mismo galardón hace dos años, Rafael Moneo (1937), con la moderación de la italiana establecida en Barcelona Benedetta Tagliabue (1963), otra arquitecta y, curiosamente, integrante de los dos jurados que premiaron a ambos patricios del arte y oficio de proyectar y diseñar edificios, estructuras y espacios. Pero, por desgracia, el título del acto no tuvo mucho que ver con lo que sucedió ayer por la tarde en el espacio de La Nave de LABoral, Gijón.

Un debate, nos dice el diccionario de la RAE, es una controversia o discusión, o, incluso, una contienda, una lucha o un combate. Frank Gehry y Rafael Moneo, autores de dos modelos bien distintos de concebir la arquitectura, dueños de una visión particular de lo que es el arte, conocedores experimentados como pocos de las muchas luces y (acaso más que nunca) sombras que bañan su antiguo y venerable oficio en el presente y sobre lo que dejarán detrás suyo cuando tengan que interrumpir forzosamente su actividad, podrían haber confrontado sus posiciones sobre cualquiera de un sinfín de asuntos ante quienes llenábamos aquella gran sala. Pero lo que ocurrió es que dos de los más reputados y premiados arquitectos del mundo y una arquitecta también reconocida, continuadora de una labor también histórica (la del que fuera su esposo Enric Miralles) e integrante del jurado de los premios Príncipes de Asturias, levantaron, digámoslo así, un castillo de aire donde sin duda podrían haber levantado siquiera un modesto edificio (una barraca, un hórreo, una casa baja de aldea) de pensamiento y correspondencia con el interés de los asistentes.

El cansancio de unos y otros puede explicarlo. Al del premiado Gehry contribuyó seguramente la tensa rueda de prensa anterior en el hotel Reconquista de Oviedo. Fue a ese cansancio y aturdimiento al que recurrió el Premio Pritzker de Arquitectura 1989 y autor de edificios tan emblemáticos como la "Casa Danzante" de Praga, el Disney Concert Hall de Los Ángeles o el Museo Guggenheim de Bilbao, para disculparse al poco de contestar a la pregunta de un periodista sobre los que le acusan de practicar la arquitectura-espectáculo con un (a estas alturas ya casi viral) gesto castizamente ofensivo con su dedo anular. El mismo cansancio que posiblemente hizo que su lengua se soltara para confesar su impresión de que "el 98% de lo que se construye y se diseña hoy es pura mierda". No puede negarse que Gehry, a sus atareadísimos 85 años, lleva unos días de actividad agitada, tras pasar por París, donde se ha convertido en uno de los protagonistas de la temporada cultural con la muestra sobre su obra en el Centro Pompidou y donde acaba de inaugurar el nuevo edificio que ha creado para el espacio de arte contemporáneo la Fundación Louis Vuitton.

Pero la falta de un planteamiento adecuado para un encuentro de esta clase también parece responsable de ello. Quizá a veces se confía demasiado en el talento de los premiados, en una genialidad que todo lo puede, incluso sobre un escenario. Como si un premio Príncipe de Asturias tuviera que tener las dotes de un músico de blues, un profeta tocado por el espíritu divino o un tertuliano habitual de la televisión. Parece confiarse en que un debate sobre el futuro de una disciplina no es algo que haya que preparar, moderar, respetar. Y quizá sea de lo más absurdo pensarlo con respecto a gente como novelistas o poetas, ensayistas, realizadoras de cine, arquitectos, científicas, historiadores, investigadores, etc., cuando todos cosechan sus obras tras un ejercicio cuidadoso, obsesivo, amatorio, onanista, de su trabajo. Horas y horas de preparación, desesperante desempeño, aprendizaje incansable del oficio y de lo que en la calle llamamos curro. O lo que se plantea es un debate o es un encuentro amistoso, de reconocimiento, casi de pleitesía y vasallaje, como el que se le hizo el año pasado a Haneke, por ejemplo. En todo caso, esa costumbre de que los encuentros que se proponen en este entorno de premios tengan más de baño y masaje que de debate o intercambio intelectual, no tiene por qué estar reñido con la gracia y la viveza. Ante un público interesado donde se reunía parte de la profesión, no es que no hubiera una ardiente pelea dialéctica. Es que apenas se ofreció un discurso. Ni de lejos se plantearon dudas sobre la función de la arquitectura en la economía imperante, sobre gentrificación, planificación urbanística, lujo, arquitectura y tercer mundo, edificación y sostenibilidad, la arquitectura ante el problema de la vivienda, sobre el arte y el poder, etc.

Pese a ello, ayer por la tarde los temas de interés salieron, por supuesto. Salían como palomas mensajeras de una gran jaula, lanzadas al éter para dirigirse al frente de un combate lejano, como un globo que se le ha escapado a un niño o, si lo prefieren, como el aire caliente de una estancia al abrirse y cerrarse una puerta: nada los atrapaba y los ubicaba en el terreno, nada convertía toda aquella experiencia y saber a tres bandas en pilares con que cimentar una conversación pública a la altura de las circunstancias.

De modo que flotaron por el aire interesantísimos asuntos que tenían que ver con el primordial oficio de la arquitectura, sobre los diferentes papeles del dibujo y de la maqueta en la creación, sobre la posibilidad de tener el control de un proyecto mediante el cálculo y el uso de programas informáticos. Sobre cómo usar con demasiado apego la tecnología avanzada comporta el riesgo de acabar prefigurando el estilo y los edificios pareciéndose demasiado entre sí. Se habló de la relación con los constructores, y que, debido a los pleitos, el arquitecto norteamericano se ha infantilizado. Sobre la función escultórica y del contexto urbanístico en el trabajo de Gehry, sobre lo que supuso la construcción del Guggenheim de Bilbao en cuanto a obra, costes e impacto para la ciudad y su uso pionero de los ordenadores para proyectar. Sobre la influencia asiática en la arquitectura de éste, sobre el escaso interés por la arquitectura en Estados Unidos, y sobre ésta como fusión entre arte y negocio, como modelo de negocio para las ciudades. Se charló amablemente y sin tensión, por encima, con una mezcla de confianza en lo ya sabido y aparentemente con la noción de que aquello no era más aire movido por palabras, de los miles de brazos que hacen posible un edificio, de la arquitectura imperfecta de las callejuelas de París, del arte de la construcción la catedrales románicas y de la irregularidad de los pilares de Santa Sofía en Estambul. Y finalmente del programa educativo para las artes Turnoaround, impulsado por el gobierno de Obama como plan de choque mediante actores de la cultura para unas decenas de escuelas de barrios pobres y con malos resultados en Estados Unidos, en el que participa Frank Gehry.

Y, así, de puntillas, transcurrieron los cincuenta minutos de esa charla de amigos. Y, sin ninguna pregunta por parte del público, los tres arquitectos abandonaron su triángulo de sonrisas y los asistentes de ese ágora desfilaron hacia la salida, no se sabe si perplejos o deslumbrados por la caricia imperceptible del aire de los genios.