[button color="" size="" type="square" target="" link=""]La X Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo (BIAU) que se celebra en São Paulo ofrece una buena oportunidad para reflexionar y hacer visibles las continuidades disciplinares entre dos continentes. El título, Desplazamientos, da la clave.[/button]
São Paulo es una megalópolis amnésica, con su centro tomado por pixadores y el perfil hendido de torres improbables. Ese caos también alberga algunas de las obras más destacadas de la arquitectura (brasileña) del siglo XX: Oscar Niemeyer, João Batista Vilanova Artigas, Lina Bo Bardi, Rino Levi o Paulo Mendes da Rocha han dejado allí huellas sutiles o brutales, cuando no ambas cosas a la vez. Pudiera pensarse que la rotundidad o el descomunal tamaño de sus edificios son recursos de la arquitectura para imponerse a tal entorno, pero otra perspectiva, menos optimista, habla de una derrota: la de una ciudad que ya solo es capaz de expresarse a través de espásticas genialidades. De ahí que resulte tan paradójico como adecuado que sea en São Paulo -y, en una pieza de Niemeyer, el Auditorio de Ibirapuera- donde haya iniciado su andadura la X edición de la Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo, comisariada por Ángela García de Paredes e Ignacio Pedrosa. Si existe ese frente por el que preguntaba este año la Bienal de Venecia, debe andar por aquí.
Precisamente Venecia (como Oslo o Lisboa) representa un tipo de Bienal/Trienal muy concreto: la que responde a una pregunta mediante investigaciones ex profeso. La X BIAU es, sin embargo, una retrospectiva que plantea un reto de otra especie: traducir su empírico recuento de obras y premios particulares a un concepto tan difuso como “arquitectura iberoamericana”. El interés por la arquitectura realizada en este territorio es evidente: en 2016, el Pritzker y la dirección de la mentada Bienal de Venecia han ido a parar a manos del chileno Alejandro Aravena; en este certamen el Pabellón de España se alzó con el León de Oro, y el Praemium Imperiale fue otorgado al brasileño Mendes da Rocha... Más allá de estos éxitos puntuales, es posible interpretar esta pujanza mediante diferentes escalas y conexiones, que saltan del detalle artesanal a estrategias globales. Como era previsible, la traslación entre continentes resulta más viable como estructura de pensamiento -lo que sería una lengua- que en la búsqueda de aspectos específicos -el lenguaje y sus modismos-.
El tópico vernáculo asociado a la arquitectura latinoamericana parece derivar de cierta fascinación por la construcción honesta y económica, una retórica que se ha trasladado desde la tecnología a la imagen. En la estética de ese trabajo con artesanos y materiales autóctonos (cerámica armada, tapial o bambú) se quiere observar, desde el Primer Mundo, una respuesta ética. Resulta un camino interesante, transitado por arquitectos como el paraguayo Solano Benítez o Jorge Ambrosi y Gabriela Etchegaray, todos con proyectos presentes en la BIAU. No obstante, parece necesario testar su idoneidad fuera de sus contextos de origen. Es precisamente en ese punto donde la interacción de nuestra geografía resulta valiosa. La aparición de proyectos como la adecuación del Convento de Santa María de los Reyes en Sevilla, de MGM Arquitectos, o la Casa 1014 en Barcelona, de H Arquitectes, demuestran que este tipo de prácticas es aún posible. Pero también que su adopción depende menos de la mímesis tectónica que de un compromiso con lo específico y el proceso de obra que resulta casi contracultural.
Este tipo de trasvases, más afectivos que literales, pueden testarse también en análisis macroescalares. Si desde estas latitudes se observa con interés la lucha de las ciudades latinoamericanas frente al gigantismo y la desigualdad social -la figura del brasileño Jaime Lerner, exalcalde de Curitiba, ha sido ampliamente glosada en nuestro continente-, Europa parece estar en condiciones de devolver un conocimiento menos inmediato, relacionado con las segundas oportunidades de su patrimonio natural y construido.Esta vía, que ha arrojado resultados paradigmáticos en esta orilla -el incuestionable de Madrid Río o, mucho más modesta, la recuperación del Caminito del Rey de Luis Machuca, en Málaga, galardonada en esta BIAU-, comienza a acumular casos de interés al otro lado del océano: en Colombia, la Empresa de servicios públicos de energía y aguas de Medellín ha llevado a cabo un plan para la recuperación de los terrenos de sus tanques y depósitos como parques urbanos, una actuación que no solo afecta a la calidad ambiental del entorno, sino también a la mejora de la seguridad ciudadana. En ambos lados, se trata de un recordatorio pertinente de la importancia de los poderes públicos en la reescritura de nuestro patrimonio natural y urbano: son los únicos agentes obligados a soslayar el rédito económico en pro del beneficio social.
Último apunte. Visualicen la escena: un conjunto de arquitectos recoge sus diplomas en Ibirapuera. Uno a uno, van subiendo al estrado y ofrendan -entre ellos, quienes suscriben- su premio a amigos, promotores, jefas, jurado... letanía más o menos previsible aderezada por educados aplausos. En uno de los turnos, sube al escenario Diana Herrera, de Taller Síntesis, y dedica, emocionada, el premio al pueblo colombiano de Vigía del Fuerte, donde ha construido su pequeño edificio educativo. Esta pequeña población, ubicada en la selva tropical del Departamento de Antioquía, ha votado en su inmensa mayoría a favor del acuerdo de paz con las FARC, opción perdedora en uno de esos referéndums-con-sorpresa tan propios del presente curso. La arquitectura es algo más y algo menos que una cosa de premio; se entrelaza con las vidas de la gente, y todo el mundo acaba de recordarlo de improviso.